viernes, 28 de junio de 2013

13º Ordinario, 30 junio del 2013.

Primera Lectura: del primer libro de los Reyes 19: 16, 19-21
Salmo Responsorial, del salmo 15: Enséñanos, Señor, el camino de la vida.
Segunda Lectura: de la carta de apóstol Pablo a los gálatas 5: 1, 13-18
Aclamación: Habla, Señor, que tu siervo te escucha. Tú tienes palabras de vida eterna.
Evangelio: Lucas 9: 51.62.

La luz engendra claridades, disipa los temores, enciende las verdades y cada uno de nosotros la ha recibido a partir del Bautismo, transformados en hijos de la Luz. La activa presencia de la Gracia hace que proyectemos esa nitidez, venzamos los temores y nos convirtamos en faro que guíe a todos hacia la Verdad sin límites. Una vez más pedimos que la Gracia actúe y que la dejemos transformarnos.

Elías es el medio por el que Eliseo percibe el llamamiento al “ser cubierto con el manto.”  

Si bien es cierto que en el Evangelio el Señor Jesús “no permite que nadie vuelva la cabeza atrás”, también es cierto que la calidad del llamamiento es diferente. Los siglos cuentan al igual que la Voz que convoca. 

Eliseo actúa de inmediato y con su actitud demuestra que ha comprendido, que el paso inicial es desprenderse de todo: la quema de los aperos de labranza y el sacrificio de los bueyes lo atestiguan, es la señal concreta de que acepta cuanto viene con la vocación: ruptura, cambio, decisión. Acepta globalmente el riesgo: “bien sabes lo que el Señor ha hecho contigo”. Lo sabía sin saberlo en el desarrollo específico y, sin embargo,  se lanza al entender con quién emprende su camino y que éste queda determinado por el servicio.

¿Qué espera todo caminante?: Recorrer el camino hasta el final, pedimos el alimento que sostenga: “Sáciame de gozo en tu presencia y de alegría perpetua junto a Ti”. 

Jesús es el caminante decidido, no hay engaño en sus pasos, sabe de adversidades, de cansancio y de muerte…, las supera: “tomó la firme determinación de subir a Jerusalén”, allá habrá de llevar a plenitud la actitud que sostuvo su vida: “¡Vivir a gusto de Dios!”

Samaria se niega a recibirlos, Jesús modera los ímpetus jóvenes: “No saben de qué espíritu son; el Hijo del hombre no ha venido a destruir sino a construir”. Y continúan adelante.

 Alguien se ofrece a seguirlo, Jesús aclara: lo único que te ofrezco es estar conmigo, las carencias son mi cobijo… y la aceptación no queda constatada.

El siguiente se parece a nosotros, los cristianos del “pero”, de las adversativas, del tiempo no entregado, de las explicaciones que retardan el encuentro..., parece más bien que posterga el seguimiento hasta que pueda enterrar a su padre, no porque ya haya muerto... Jesús no es inhumano, vive los sentimientos de los hombres, pero el Reino apremia, no admite dilaciones.

No está Jesús en contra del 4º mandamiento, simplemente pone de relieve el 1º, la vocación, el seguimiento, no aceptan componendas, por eso Cristo es el revolucionario más radical, va a lo profundo, a lo definitivo, a que rompamos amarras y nos dejemos conducir por el único viento que lleva a Puerto seguro: El Espíritu Santo.
Pablo invita a que reflexionemos sobre la auténtica libertad, ¡esa, con la que podemos comprometernos con el Señor!, ¡esa, la que impulsa a ser servidores por amor y que rasga el lastre egoísta!

Que el aleluya corone nuestro deseo convencido: “Habla., Señor, que tu siervo te escucha. Tú tienes palabras de vida eterna”.

viernes, 21 de junio de 2013

12° ordinario 24 junio 2013.

Primera Lectura: del libro del profeta Zacarías 12: 10-11; 13: 1
Salmo Responsorial, del salmo 62: Señor mi alma tiene sed de Tí.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los gálatas 3: 26-29; Aclamación: Mis ovejas escuchan mi voz, dice el Señor; Yo las conozco y ellas me siguen
Evangelio: Lucas 9: 18-24.

El salmo 27, en la Antífona de entrada hace que reavivemos los ánimos y confesemos que el Señor es “la única firmeza firme”, el que vela y guía nuestros pasos para que hundamos las raíces de nuestro ser en el suyo; ahí encontramos la amistad que guiará nuestras acciones por caminos de amor y nos recordará lo que significa el “temor filial”, nunca determinarnos por algo que pudiera contristar al Amigo

Descendientes de Abraham, como nos recuerda Pablo en la Carta a los Gálatas, porque hemos aceptado ser incorporados a Cristo, -como aceptó el Patriarca vivir conforme a la voluntad de Yahvé-, hemos recibido, igual que Israel, “el espíritu de piedad y compasión para tener los ojos fijos en el Señor”, para que nunca se borre de nuestra mente, de nuestra vida, de nuestro interior lo que anuncia Zacarías: “mirarán al que traspasaron” y que recoge San Juan como testigo presencial; (19:37) de ese costado abierto manan la sangre y el agua que nos purifican “de todos los pecados e inmundicias”.  Pablo insiste, ya lo hizo el domingo pasado, en la necesidad de la fe en Cristo, al incorporarnos a Él por el bautismo, “quedamos revestidos de Cristo”.  Profundizando en la mentalidad bíblica, encontramos que el vestido indica la dignidad personal; una persona desnuda, la ha perdido; pero no juzga el apóstol con criterios humanos, nos hace penetrar más: esa incorporación hace que la dignidad personal se vuelva dignidad eclesial, unidad que acaba con cualquier división porque ahora “somos uno en Cristo”. Ahondar en esta realidad, por la fe, nos ayudará a ver la luz que debe iluminar nuestras relaciones, en medio de tanta convulsión y confusión de actitudes que, no solamente parece, sino que en verdad quieren acabar con la dignidad humana, muy lejos de lo que todos somos, por gratuidad divina, hijos e hijas de Dios.

Parafraseando el salmo, universalizando la mirada, podemos constatar que no sólo “mi alma tiene sed de ti”, sino que el mundo entero tiene sed de Ti, quizá sin querer confesarlo, pero queda de manifiesto en ese deseo, que brota por todas partes, de paz, de tranquilidad, de comprensión, de solidaridad, que es imposible encontrar en la violencia, en el egoísmo, en el ansia de poder y de tener. ¡Cómo necesitamos, Señor, que“derrames – todavía con más abundancia, porque no queremos comprender- tu espíritu de piedad y compasión”.

En el Evangelio Jesús hace presente la pregunta que interpela a todo ser: “¿Quién dices tú, que es el Hijo del hombre?”, un plural personalizado para que busquemos, allá adentro, no una respuesta vaga y nada comprometedora, sino la que surja del encuentro vivo con Él, de tal forma que nos disponga a intentar crecer en su conocimiento “para más amarlo y seguirlo”, para no soñar en heroísmos lejanos, sino con la rutinaria cruz de cada día, aceptada en la entrega, en el sacrificio, en las molestias y fatigas, sin brillo externo, la que va unida a la pasión y muerte, la que colabora, silenciosamente, a la salvación de la humanidad. Vivida en el amor que vence al  mal. Entonces constataremos que la promesa se cumple en cada uno de nosotros: “el que pierda su vida por Mí, la encontrará”.


La senda es ardua, difícil, fatigosa, por eso nos ofrece el alimento necesario en la Eucaristía, “para no desfallecer en el camino”.

viernes, 14 de junio de 2013

Domingo 11° Ord. 16 junio 2013.


Primera lectura: del segundo libro de Samuel 12: 7-10, 13
Salmo Responsorial, del salmo 31: Perdona, Señor, nuestros pecados
Segunda lectura: de la carta del apóstol Pablo a los gálatas 2: 16, 19-21
Aclamación: Dios nos amó y nos envió a su Hijo, como víctima de expiación por nuestros pecados.
Evangelio: Lucas 7: 36 a 8: 3.

Tres historias de debilidad, de pecado, de conversión y de arrepentimiento, y un Corazón siempre dispuesto y ansioso por perdonar: David, la mujer pecadora, Pablo y, no puede ser otro que el Corazón de Cristo, el “Corazón”  de Dios. 

El día 7 recordábamos sus palabras: ¡He aquí este Corazón que tanto ha amado a los hombres y no recibe de ellos sino olvidos y menosprecios; tú, al menos ámame!”, le decía a Santa Margarita y el eco de su queja amorosa llega hasta nosotros, con ese imperativo: “¡Tú, al menos ámame!”  El complemento que añade tiene que impulsarnos a la entrega: “Cuida tú de mis cosas, que Yo cuidaré de las tuyas” ¿Qué es cuidar de las cosas del Señor sino dejarse amar y dar a conocer ese amor?

La primera historia: David ha recibido todo: “Te consagré…, te libré, te confié la casa de tu Señor, te di poder, y si te parece poco, estoy dispuesto a darte más”. Éste es el Dios verdadero, que da sin detenerse, hasta darse Él mismo. Pensemos en el desarrollo de nuestra vida, ¿no podemos apropiarnos cada una de esas palabras? David no ha respondido, la debilidad, la ocasión lo han vencido, al adulterio ha añadido el asesinato, y ¡es el elegido del Señor! Natán, en nombre del Señor, habla sin rodeos: “me has despreciado”. ¡Qué poca cosa somos dejados a nosotros mismos y qué grande es el Corazón de Dios! David reconoce: “¡He pecado contra el Señor!”, la respuesta es inmediata: “El Señor perdona tu pecado. No morirás”. Así de sencillo: reconocimiento, confesión, arrepentimiento y perdón. ¿No se conmueven nuestras entrañas al comprobar que “Dios no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva”? No hay tiempo de jugar con el tiempo. “Dichoso aquel que ha sido absuelto de su culpa y su pecado. Dichoso aquel en el que Dios no encuentra ni delito ni engaño”.

Después, Pablo, educado en la férrea adhesión a la Ley, comprende que el camino es otro: la Fe en Jesucristo. Aprendió a desaprender para aprender lo Nuevo: “Vivo, pero ya no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí…, que me amó y se entregó por mí. Así no vuelvo inútil la gracia de Dios”. Ni es sueño ni utopía, Dios nos ama hasta el extremo de darnos a su Hijo y en Él, dársenos. Preguntémonos si somos esos cristos vivos que aprovechan al máximo la Gracia del Espíritu. No dejemos nuestras vidas como una respuesta a medias.

Finalmente la  mujer pecadora: signos sin palabras que dejan al descubierto el corazón; el amor que es arrepentimiento y el arrepentimiento que engendra amor.

Lágrimas, besos, unción; sólo quien conoce el interior descifra el significado de los signos, en cambio, quien se queda aferrado a sus pensamientos, jamás tendrá la dichosa aventura de creer: “Si este hombre fuera profeta, sabría qué clase de mujer es la que lo está tocando, es una pecadora”. ¡Qué distante tu corazón, Simón, para entender! ¡Qué distante el nuestro en tantas ocasiones! Jesús le ayuda: “dos deudores, uno debía mucho otro poco, los dos perdonados, ¿quién amará más? Cuando no está en juego nuestro yo, somos perspicaces en el juicio: “Supongo que aquel a quien más se le perdonó”. Entendiste, Simón: “Haz juzgado bien”. Lo que tú no hiciste, esta mujer lo ha superado, por eso “Yo te digo: sus pecados, que son muchos, le han quedado perdonados porque ha amado mucho. En cambio, al que poco se le perdona, poco ama”. Jesús dijo a la mujer: “Tu fe te ha salvado, vete en paz”.

Dejémonos envolver por esa Paz, la que el mundo no puede dar. Sintamos el abrazo cariñoso de Cristo que cura las enfermedades, vuelve a la vida a los muertos y libera del mal radical, del pecado, del olvido, de la debilidad. “¡Creo, Señor, aumenta mi fe!”.

miércoles, 5 de junio de 2013

10º Ordinario, 9 Junio de 2013.


Primera Lectura: del primer libro de los Reyes 17: 17-24
Salmo Responsorial, del salmo 29: Te alabaré, Señor, eternamente.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los gálatas 1: 11-19
Evangelio: Lucas 7: 11-17.

“El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?”; las lecturas de este domingo propician que  reflexionemos sobre algo que, aun cuando digamos que hemos superado el miedo, nos deja temblorosos, en penumbra de expectación y nos inspira a repetir desde lo más hondo de nuestro ser que de verdad queremos que el Señor sea nuestra luz y nuestra salvación, para mirar de frente a la muerte.

La hemos experimentado cercana cuando parientes o amigos han partido, probablemente nos hayamos imaginado tendidos en la cama o ya “quietos” en el ataúd; quizá hayamos recordado a Isaías: “Como un tejedor, yo enrollaba mi vida y de pronto me cortan la trama…” (38: 14), o de La Imitación de Cristo: “Piensa que pronto será contigo este negocio”. No estamos en esa circunstancia con el corazón apesadumbrado; sentimos que la sangre fluye, que el latido es uniforme, que el aire llena nuestros pulmones, y damos gracias porque, con serenidad, llenos de confianza, constatamos que Dios es Dios de vida y con esa misma seguridad sabemos que nos espera al final del camino: “cada paso me acerca al momento del abrazo”, abrazo en el que, sin duda, sentiremos lo que es el Amor del Padre, la participación de la Vida Trinitaria en nosotros y nosotros en Ella. ¡Qué confortador poder afirmar: no sé cómo será eso de la resurrección, pero CREO!

Viajamos con Elías a Sarepta, son tiempos tristes para Israel, los reyes han emparentado con pueblos vecinos, el nombre de Dios ha sido olvidado y persiste la idea de que por culpa de los pecados llegan las desgracias: “¿Qué te he hecho yo, hombre de Dios? ¿Has venido a mí casa para que me acuerde de mis pecados y se muera mi hijo?”  El profeta no inicia un diálogo clarificador, actúa como verdadero hombre de Dios. “Señor, devuélvele la vida a este niño”, y el Señor lo escuchó. Una vuelta a la vida, devolvió a la viuda, la verdadera vida: “Sé que tus palabras vienen del Señor”.

Jesús no se cansa de repetirnos: “Yo soy la resurrección y la vida, el que viene a mí, aunque muera, vivirá…; el que come mi carne y bebe mi sangre no morirá para siempre…; he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia”, pero no es como nosotros: palabras, palabras y palabras, Él vive la congruencia, el amor hecho acto. Su  corazón, el más lleno de humanidad, se compadece, no exclusivamente en Naím sino desde siempre y para siempre: “No llores”, ¿a qué le habrán sonado estas dos palabras a la mamá del joven muerto?, ¡sorpresa, asombro, incomprensión…! pero al ver a Jesus todo tuvo que cambiar, al cruzarse las miradas, vio la vida, la paz, la serenidad. Jesús, no en lo escondido como Elías, ni invocando a Yahvé, sino ante todos y en la fuerza de su propio nombre dice: “Joven, Yo te lo mando: Levántate .El que había muerto se levantó y comenzó a hablar. Jesús lo entregó a su madre”.

“Dios ha visitado a su pueblo”, comentan todos, y lo sigue visitando, sigue invitando a la vida, sigue ofreciendo vida a cuantos hemos experimentado la muerte de la ilusión, de la esperanza, de la eternidad y nos pide que nos levantemos y ¡que hablemos!, que comuniquemos, que seamos, ¡cuántas veces lo hemos comentado!, testigos de la Gracia y la presencia del Espíritu entre nosotros, que actúa en nosotros, nos sostiene para que divulguemos la alegría del Evangelio, para que convenzamos a cuantos nos encontremos en 
el camino que “La gloria de Dios es que el hombre viva y viva feliz”.