lunes, 22 de junio de 2009

13° Ordinario, 28 de junio, 2009.

Primera Lectura: Sabiduría 1: 13-15, 2: 23-24;
Salmo 29: Te alabaré Señor eternamente
Segunda Lectura: Segunda carta a los Corintios 8: 7-9, 13-15
Evangelio: Marcos 5: 21-43.

Nos alegramos ante un espectáculo que nos ha conmovido, que nos ha hecho vivir la plasticidad, la armonía, el ritmo. Nuestra vida toda debería de ser un sonoro aplauso de admiración ante la Creación, ante la maravilla de nuestro cuerpo, ante las, casi increíbles, capacidades de nuestro espíritu, porque reconocemos la mano providente de Dios. ¿Cómo no vamos a sentirnos dichosos si percibimos con plena conciencia la presencia del Creador?

El agradecimiento surge de la admiración silenciosa, meditativa; es como quien abre un regalo y lo disfruta aun antes de terminar de quitar la envoltura: “El Señor nos ha dado la luz para que vivamos en ella y la irradiemos, para que nos alejemos del error para que busquemos el esplendor de la verdad”.

En Génesis, la Palabra misma nos descubre la realidad: “Y vio Dios todo lo que había hecho y era muy bueno.” (Gén 1: 31) El Hacedor de la vida no puede estar asociado con la muerte, de manera exquisita “nos ha creado a su imagen y semejanza”, partícipes, de manera increíble, de su misma vida divina: “Todo lo creó para que subsistiera. Las creaturas del mundo son saludables”. ¿Cómo explicar ese “misterio de iniquidad”, (2ª Cor. 2: 7), esa ruptura de relaciones paternales, filiales, fraternas y racionales? Lo deduce San Pablo: “juzgaron inadmisible seguir reconociendo a Dios, rompieron, -y seguimos rompiendo-, toda regla de conducta, llenos de injusticias, perversidad, justicia y maldad, de envidias, homicidios y discordias, de fraudes y depravación…, arrogantes, con inventiva para lo malo, rebeldes a sus padres, sin conciencia, sin palabra, sin entrañas, sin compasión”. (Rom. 1: 28-31). Parecería que el apóstol estuviera contemplando nuestra sociedad. Ojalá dijera de nosotros lo que admira en los Corintios: “Se distinguen en todo: en fe, en palabra, en sabiduría, en diligencia para todo y en amor…”. La razón: “enriquecidos con la pobreza de Cristo”.
El canto del Aleluya nos conforta: “Jesucristo ha vencido la muerte y ha hecho resplandecer su luz sobre nosotros”.

No busquemos más, la solución es Jesucristo. En Él encontraron la salud, la alegría, la paz, tanto la mujer hemorroisa como Jairo, por caminos diferentes, llegaron a la Fuente de la Salvación. Doce años de sufrimiento, de segregación porque se consideraba “impura”, doce años de tortura y de angustia, doce años de búsqueda infructuosa, encontraron respuesta, silenciosa desde una fe envidiable, humilde, confiada, actuante: “pensando que con sólo tocarle el vestido se curaría”; el Señor no defrauda cuando el corazón es el que se acerca. ¿Cómo no nos curará de todos nuestros males, cómo no nos dará fuerzas para sobrellevarlos con fortaleza, ya que no solamente lo tocamos sino que entra en nosotros por la Eucaristía? “Tu fe te ha curado. Vete en paz y queda libre de tu enfermedad”. ¡Cura, Señor, nuestro “flujo” hacia fuera y ayúdanos a concentrarnos en Ti!

Jairo, supera otra clase de problemas: él es el jefe de la sinagoga, ¿qué dirán, si hace pública su fe en Jesús? Nada importa cuando la angustia aprieta: va a su encuentro y recibe, juntamente, la luz interior y la vida de su hija. Las burlas no cuentan cuando la brújula apunta al Norte y la confianza se ve consolidada. ¡Cuánto por aprender de estos dos ejemplos de Fe y de confianza! ¡Purifícanos, Jesús, y ayúdanos a encontrar la Vida verdadera!

lunes, 15 de junio de 2009

12° Ordinario, 21 junio, 2009

Primera Lectura: Job 18: 1, 8-11;
Salmo 106;
Segunda Lectura: Segunda carta a los Corintios 5: 14-17;
Evangelio: Marcos 4: 35-41.

En las Sagrada Escritura vamos encontrando rasgos de nuestra propia historia, la personal, la que tenemos que enfrentar, aun cuando no lo quisiéramos; preguntas que nos hace Dios mismo, reproche de parte de Jesús. En nuestro mundo, peligros que nos envuelven por todas partes: enfermedades, “epidemia”, secuestros, asaltos, corrupción, muerte. ¿Cómo reaccionamos ante lo que va mucho más allá de nuestras posibilidades para encontrar soluciones satisfactorias?, ¿hacia dónde volver nuestra mirada?

Repitamos la antífona de entrada, y pidamos la fuerza del Espíritu para que la convicción sea auténtica: “Firmeza es el Señor para su pueblo, defensa y salvación para sus fieles. Sálvanos, Señor, vela sobre nosotros y guíanos siempre”, ahí está el camino seguro, no cueva de resguardo, sino fortaleza para ver hacia delante. Sentiremos miedo, como los apóstoles, como el mismo Jesús en el huerto ante la pasión, los sufrimientos y la muerte, pero, con Él, superaremos la cobardía que, aunque nos apene, confesamos presente.

Aprendamos de Job, escuchemos al Señor. Leamos los capítulos 38 a 41 y nos reconciliaremos con nuestra realidad de creaturas; aceptaremos que el misterio del cosmos y la historia de cada hombre, con sus enigmas e incógnitas, están en manos de Dios. No de un Dios que nos habla desde la tormenta y que tendría “poder” para aniquilarnos, sino del Dios Creador, del Dios pacificador, del Dios que nos revela Jesucristo y afirmaremos con Job: “Te conocía sólo de oídas, ahora te han visto mis ojos; por eso me retracto y me arrepiento echándome polvo y ceniza”. (41: 5-6) De verdad podremos decirlo si hemos intentado “verlo” en y a través de Jesucristo: “Imagen del Dios invisible, nacido antes de toda creatura, modelo y fin del universo creado, Él es antes que todo y el universo tiene en Él su consistencia”. (Col. 1: 15-16)

El fragmento de Pablo a los corintios nos muestra el criterio de nuestros “quereres y pensares”, “es el amor de Cristo el que nos apremia” y hace que desaparezcan los juicios meramente humanos, es el “vivir como creaturas nuevas, porque vivimos según Cristo”. Egoísmos, miopías y encerramiento del yo, “han pasado y todo es nuevo”. La novedad redescubierta es que Dios mismo “nos ha arraigado en su amistad”, amistad que nos hace vivir en la reciprocidad del amor, tan universal como el de Dios, de modo que abrace a todos los hermanos. Ahí está la indicación de Jesús: “Vamos a la otra orilla”; hacia tierra extraña y hostil, necesitan atravesar el lago, la tormenta acecha, Jesús duerme, la barca se inunda, los discípulos temen.., es la realidad que ahora vivimos, el cristianismo se encuentra en medio de una fuerte tempestad y el miedo se ha apoderado de nosotros, nos enfrentamos a una cultura extraña, el encuentro nos atemoriza, el futuro es incierto, olvidamos que Jesús nos acompaña. Nos confesamos impotentes. ¡Despertemos al Señor, para que Él nos despierte; no temamos su reproche, será salvífico y revivificará nuestra fe!

Jesús todavía puede sorprendernos, su voz “calmará la tempestad” y acallará nuestros miedos. El Resucitado sigue actuando en nuestro mundo y está esperanzado en nuestra adhesión, a Él y al Reino, para inaugurar una fase nueva en la historia del cristianismo.

Esperar los milagros, sería infantil, grosero, superficial e inútil, más fruto del temor, que del amor sincero, la confianza y la fe. No es que dejes de escuchar la voz de nuestra angustia: “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?”, más bien quieres que demos otro paso, no querer a Dios a nuestro servicio, sino el que nos aleje de lo fácil, el que encuentre en el milagro de tu entrega, la revelación del amor que Dios nos tiene.

Tu reproche, purifica: “¿Por qué tienen tanto miedo? ¿Aún no tienen fe?” Si Tú estás en mi barca, aunque parezcas dormido, con saber que ahí estás, debe bastarme: “Con el Señor a mi lado jamás temerá mi corazón.” Que seamos audaces y valientes, totalmente confiados como Santa Teresa: “Nada te turbe, nada te espante. Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta.”

miércoles, 10 de junio de 2009

11° Ordinario, 14 Junio, 2009

Primera Lectura: Ezequiel 17: 22-24;
Salmo 91;
Segunda Lectura: Segunda carta a los Corintios 5: 6-10;
Evangelio: Marcos 4: 26-34.

Necesitamos un momento de reposo, de atención a nuestro entorno, el de dentro y el de fuera; preguntarnos qué luce en nuestra vida: ¿consolación, paz y entusiasmo o bien tristeza, lejanía, abulia y desesperanza que entume? El Señor está atento, no se le ocultan los pasos que damos, sean hacia Él o solamente hacia nosotros, estos en un olvido lastimoso e inútil. La oración que enciende la confianza, que anima a la aventura del salto hacia el vacío, - sabemos que no hay vacío -, ya que “el Señor escucha nuestras voces y clamores y llega en nuestra ayuda, sin jamás rechazarnos”, consolida la fe que ilumina el qué y para qué, el hacia dónde de nuestras decisiones; ¿qué tan fuerte es el grito?, ¿atraviesa las nubes, supera sequedades y aprende a aguardar como la tierra “las lluvias tempranas y las tardías”? (Santiago 5: 8) ¿Nos insta a crecer en el Señor, de donde viene nuestra fuerza, porque somos, realmente, conscientes de que “sin su gracia nada puede nuestra humana debilidad”?

Dejemos revivir en nosotros la presencia del Espíritu, la inhabitación de la Trinidad, la de Jesús, intimidad, realidad que al venir a nosotros, como alimento, convertido en pan y vino que nos nutre e intenta transformarnos en retoños que crezcan y florezcan, que den sombra y cobijo, en primer lugar a nuestros seres y que inviten a todos al sosiego, la paz y el descanso. Su promesa conforta, no es voz al viento: “Yo, el Señor, lo he dicho y lo haré”. Si la historia es “la maestra de la vida”, en frase de Cicerón, repasemos la nuestra, la de Israel, la de la humanidad entera y analicemos los resultados. No encontraremos mejor respuesta que la del Salmo: “¡Qué bueno es darte gracias, Señor!” Nos harás “capaces de dar fruto en la vejez, frondosos y lozanos”.

Que la inquietud se esfume, el consuelo amanezca y el Señor nos convenza de que nunca está lejos de nosotros. Aceptamos nuestro ser de peregrinos desterrados camino de la Patria. Preparemos desde ahora el encuentro y tengamos presentes las palabras de la Carta a los Hebreos, que explicitan lo dicho por Pablo a los Corintios: “Por cuanto es destino de cada hombre morir una vez, y luego un juicio, así también el Mesías se ofreció una sola vez, para quietar los pecados de tantos; la segunda vez, ya sin relación con el pecado, se manifestará a los que lo aguardan para salvarlos”. (9: 27-28) La gracia y nuestra adhesión a Cristo, harán que “la misericordia triunfe sobre el juicio”.

Es fácil entender cuando el Señor explica: Nos dio ya un dinamismo que duerme en la semilla, pidamos que despierte, que germine, que dé fruto; que seamos pacientes porque el Espíritu “enterrado en nosotros”, prosigue su tarea; los tallos, las espigas y los granos, conformes a su ritmo, sin que sepamos cómo, pero estando dispuestos, llegarán a su tiempo.

La fe, ya lo sabemos es un regalo, pero trigo y cizaña crecen juntos, esforcémonos para que el riego llegue abundante al primero y, con mucha prudencia, tratemos de ayudar al Señor, a arrancar la segunda; Él mismo Jesús nos advierte que la empresa no es simple, (Mt. 13:29) hay peligro de convertir el campo en yermo. ¡Señor para no tener que arrancar hierba mala, ayúdame a no sembrarla!

martes, 2 de junio de 2009

La Santísima Trinidad, junio 7, 2009.

Primera Lectura: Deuteronomio 4 32-34;

Salmo 32;
Segunda Lectura: Carta a los Romanos 8: 14-17;
Evangelio: Mt. 28: 16-20.

En la Antífona de entrada, confesamos, aceptamos y creemos lo que nos convierte en discípulos de Cristo, lo que nos abre, desde el misterio, a la vida Trinitaria. No sabemos cómo, pero estamos en el núcleo mismo de la Revelación maravillosa que nos ha hecho Cristo: Dios no es un Dios solitario, silencioso, incomunicado sino todo lo contrario: es familia, el ejemplo de la vivencia total del amor, de la participación, de la creatividad inacabable. Pero este Amor no es excluyente ni egoísta, no es un Amor “entre tres”, es la expansión misma de ese Amor que contagia, vivifica, anima y, en una palabra, crea y nos crea para compartir esa vida divina. Aceptamos el misterio que sobrepasa toda lógica terrena y que nos encontramos ante la imposibilidad de “comprender” la profundidad de la Realidad Máxima, ¿quién será capaz de entender la infinitud de Dios?, lo será no quien trate de llegar a Él a través del discurso reflexivo, sino quien se interese en saber algo sobre el Amor.

La fiesta de la Santísima Trinidad nos pone en presente lo que olvidamos con demasiada frecuencia: que Dios sólo es Amor y su gloria y su poder consisten solamente en Amar. Nos hace recordar la frase de San Ireneo: “La gloria de Dios consiste en que el hombre viva”.
La inquietud, el anhelo, el ansia por adentrarnos en el sentido del amor, ha acompañado y acompaña a la humanidad desde que comenzó a pensar y a pensarse, a experimentar y a experimentarse, a vislumbrar la grandeza que somos y el empequeñecimiento al que hemos llegado: “hechos a imagen y semejanza de Dios”; por lo tanto muy bien hechos, pero a ratos mal aprovechados, por olvido, por superficialidad, por egoísmo, por apesgamiento a las creaturas que nos deslumbran y que nos impiden entrar más adentro de nosotros mismos y sentir de dónde viene esa necesidad de amar y ser amados, de acoger y ser acogidos, de disfrutar cuando compartimos una amistad que nos impulsa a crecer, a dar y recibir vida; en esos momentos saboreamos el “amor trinitario” de Dios, amor que brota y que proviene de Él, y sabemos que viene de Él, porque al rebuscar en nosotros no encontramos veta alguna.

Persiste la inquietud, ¿cómo, de dónde puede nacer esa capacidad de amar a quienes no pueden o no quieren corresponder, de dar sin apenas recibir, de aceptar, sinceramente, a lo pobres y pequeños, de entregar el entusiasmo y la vida para intentar construir un mundo nuevo? Si aún no lo hemos experimentado, pidamos la oportunidad de hacerlo y encontraremos una fuerza, un impulso, una coherencia, una entrega que, quizá, ni siquiera hemos soñado.
Este Dios familia, comunidad, don, gozo, alegría, es el que nos revela Jesucristo para que nos dejemos “guiar por el Espíritu de Dios, - y por esa presencia invisible pero real -, podamos llamar Padre a Dios”; esta filiación gratuita, nos convierte en “herederos suyos y coherederos con Cristo”. De permitir en nosotros esa grandeza, entenderemos y aceptaremos, aunque nuestra corporalidad se estremezca, que “si sufrimos con El, seremos glorificados junto a Él”.

Entonces enseñaremos lo aprendido, esparciremos su deseo, completaremos su misión bautizando, proclamando y testimoniando que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo. La confianza se afianza en su Palabra: “Yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo”.

Pentecostés, 31 mayo 2009.

Primera Lectura: Hechos de los Apóstoles: 2: 1-11;
Salmo 103;
Segunda Lectura: Primera carta a los Corintios12: 3-7, 12-13;
Evangelio: Juan 20: 19-23.

“El Espíritu del Señor ha llenado la tierra; Él da unidad a todas las cosas y se hace comprender en todas las lenguas”. Vivimos en una sociedad en la que lo espiritual no evoca gran cosa; lo espiritual se considera como etéreo, inverificable, irreal; en esta sociedad – en nosotros con ella -, aparece fuertemente el interés por lo material, lo práctico, lo útil, lo eficaz. Resulta difícil y, a ratos, incomprensible, hablar de la fuerza del Espíritu, pues encontramos resistencias ideológicas y afectivas. En verdad necesitamos regresar a “la Fuente de Vida”, permitir que ese Espíritu, Dios mismo, penetre y ventile nuestros interiores, nos airee y proyecte, desde dentro, hacia una dimensión trascendente.

Parece una misión imposible ya que sentimos que los hombres actuales estamos programado para la producción y el consumo, encerrados en una atmósfera asfixiante para el espíritu y el vacío existencial ha llegado a ser un denominador común; sin interioridad, llevando una vida sin sentido, incapaces de dar cabida a la felicidad, ausentes de razones para vivir y preocuparnos de los demás, porque no queremos aceptar la condición de creaturas, limitadas, ¡sí! pero creadas para la plenitud, con tal que nos arriesguemos a abrirnos a la acción del Espíritu, con tal que abramos, o dejemos que el Señor nos abra, los ojos de la fe. Nuestro grito y súplica a la vez: “Ven Espíritu Divino; mira el vacío del hombre, si Tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado, cuando no envías tu aliento”.

Si no hay Espíritu, crecerá el miedo, cerraremos las puertas, nos sentiremos paralizado por el temor, igual que los discípulos: “Estaban reunidos en una casa con las puertas cerradas por miedo a los judíos”, sin Jesús y carentes del Don del Espíritu. ¡Qué cambio cuando el Espíritu, Dios mismo, está presente! Antes: miedo, apatía, inacción, duda, silencio, ineficacia, falta de fe y de confianza; en cuanto “el viento que viene desde arriba” los enciende con “fuego nuevo”, experimentan el cambio -ese que nosotros mismos deseamos-, crecen la audacia y la necesidad de dar testimonio de la Fuente de Vida que los impulsa, de decir al mundo que Dios ES, que Jesús vive y proclamar fuerte y alegremente: “las maravillas de Dios”.

En este mundo que no cree en el Espíritu, ¿sabemos, los cristianos, testimoniarlo y dar razón de nuestra esperanza? ¿Hacemos viva la palabra que nos reanima, “los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Hemos recibido, no un espíritu de esclavitud para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos que nos hace gritar: ¡Abba!, ¡Padre”? (Rom. 8: 14-17)

Jesús, da la paz a los apóstoles y los y nos hace partícipes de la vida divina mediante el perdón que llena de “esa paz que el mundo no puede dar”. (Jn. 14: 27)

Si las palabras no nos conmueven, tomo una ilustradora reflexión de J. A. Pagola: “Medita lealmente y con rigor la existencia, detente en las experiencias más profundas del gozo o del dolor, en los momentos culminantes del amor o de la soledad, ¿no sientes que en el fondo de cada uno de nosotros hay un misterio último, inexpresable, que estamos casi siempre rehuyendo?”