miércoles, 23 de abril de 2014

2° de Pascua, 27 abril

Primera Lectura: del libro de los Hechos de los Apóstoles 2: 42-47
Salmo Responsorial, del salmo 117: La misericordia del Señor es eterna. Aleluya
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol Pedro 1: 3-9
Aclamación:
Evangelio: Juan  20: 19-31.

Abrir el corazón a la alegría, a la gratitud, porque Dios nos ha llamado al Reino. No por nuestros méritos, nos preguntaríamos: ¿cuáles?, los que mira el Señor, ¿encontraría alguno que mereciera lo que nos promete? Es su Misericordia la que nos ilumina, levanta en vuelo y asegura que la Fe en Él vale la pena; por ella superamos todas las adversidades y nos sentimos consolidados por el triple don ya recibido: “El Bautismo que nos purifica”, “el Espíritu que nos da Nueva Vida” y “la Sangre que nos redime”; profundizar en estos tres regalos bastaría para meditar y prolongar nuestra acción de gracias sin cesar e intentar recrear las actitudes de la primitiva comunidad cristiana, que, aun cuando algo idealizada, proyecta los frutos palpables de una Resurrección vivida y compartida: “constancia en escuchar la Palabra”, porque solamente conociendo el Bien podemos amarlo, tratar de hacerlo nuestro con raíces profundas, “como árboles plantados cerca del torrente, que dan fruto abundante” (Ez. 47: 12).

“La comunión fraterna”, precisamente la que reinstaura las relaciones que el pecado rompió, la que se abre universalmente a todos los hombres, aunque nos suene a utopía, la que Dios escribió en los corazones de todo y cada ser humano.

“La fracción del pan”, la Eucaristía como centro de la auténtica vida cristiana, la que alimenta y da cohesión más allá de las limitaciones de lengua, raza o nación, y nos permite, si lo dejamos, ser asimilados por Cristo. “La oración”, personal y familiar, la que conjunta a los amigos en el Señor, la que reconoce las carencias pero sabe dónde y a Quién acudir para remediarlas. Por eso causaban admiración, asombro, deseo de participar en ese género de vida. Sin individualismo egoísta, aceptando los sacrificios que suponía “tenerlo todo en común para que nadie pasara necesidad”. ¡Ese es el ideal, realizable desde la presencia del Espíritu que nos ha dejado Jesús! El reto está en presente, ¿no podríamos iniciar su realización, al menos, en el seno familiar e irlo extendiendo a cuanto podamos? Brotará, espontanea, la alegría que contagia y da vida a la vida.

El Salmo nos recuerda al Señor de la misericordia; desde Él nos sabemos edificados “en la Piedra que desecharon los constructores y Es la Piedra angular”, ningún torrente, ninguna avenida de las aguas, ningún viento impetuoso podrán destruir esa casa. “Sabemos en Quién hemos puesto nuestra confianza” (2ª. Tim. 1: 12). San Pedro sobreabunda en el tema de la Fe y la Esperanza: el Señor está con nosotros y nosotros queremos estar con Él para rebosar de alegría porque de Él viene la salvación.

Jesús Resucitado “regresa a buscar lo que estaba perdido”, a los que “estaban con las puertas cerradas”, es Consolador, es Paz, es seguridad que supera toda expectativa que, ni por asomo, pudiera imaginar la mente humana; sigue ofreciéndonos esa Paz, esa reconciliación, los fundamentos para que realicemos su anhelo, su proyecto, el fruto maduro de su entrega hasta la muerte: la comunidad de creyentes que se transformen en testigos de su vida, de su permanencia entre nosotros, por el Espíritu que ha comunicado a la Iglesia.

Tomás pide pruebas y la delicadeza de Jesús se las ofrece: “Aquí están mis manos…, aquí está mi costado, no sigas dudando, sino cree”. Al discípulo, desde su turbación, se le abren los ojos de la fe y va más allá de lo que mira: “Señor mío y Dios mío”.


Pidamos a Jesús que también a nosotros nos ilumine para reconocerlo en la creación, en los hermanos, en la Eucaristía y confesemos igualmente: “Señor mío y Dios mío”.

sábado, 19 de abril de 2014

Domingo de Resurrección. 20 abril 2014.

Primera Lectura: del Libro de los Hechos de los Apóstoles: 10: 34, 37-43
Salmo Responsorial, del salmo 117: Este es el día del triunfo del Señor. Aleluya Aleluya.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol pablo a los colosenses 3: 1-4
Aclamación: Cristo, nuestro cordero pascual, ha sido inmolado; celebremos, pues, la Pascua.
Evangelio: Jn. 20: 1-9.”

¡Este es el día del triunfo del Señor!”. Aleluya.  La soledad, la angustia, el sufrimiento tienen un sentido, jamás han sido ni serán lo definitivo; son realidad y misterio a la vez; son compañeros de nuestro caminar al lado de Cristo; son invitación a penetrar, con fe, a veces temblorosa y dubitante, pero que quiere ser sincera, lo que vivió con plena convicción Jesús y cuantos lo han seguido, con la mirada y el ser entero clavados en Él y que confesaron con San Pablo: “Que nuestro orgullo sea la cruz de nuestro Señor Jesucristo, porque  en Él tenemos la salvación, la vida y la resurrección, y por El hemos sido salvados y redimidos.”  (Gál. 6: 14) Quizá lo balbucimos temerosos, no será, si miramos el presente con la seguridad del futuro pleno de certeza: “He resucitado y viviré siempre contigo; has puesto tu mano sobre mí, tu sabiduría es maravillosa.”

Más allá de toda ciencia, de toda filosofía, de toda imaginación, está la realidad, la Palabra que se cumple, la promesa que llega a su plenitud: “El Hijo del hombre va a ser entregado a los gentiles, y será objeto de burlas, insultado y escupido y después de azotarlo, lo matarán y al tercer día resucitará.”  (Lc. 18: 31-33) El trago amargo, verdadero, dramático,    brutal, ha pasado, ahora está la victoria sobre el último enemigo que sería destruido, la muerte. (1ª. Cor. 15:25) “¿Dónde está, muerte tu victoria?, ¿dónde tu aguijón?”  (1ª. Cor. 15: 55) “Muriendo, destruyó nuestra muerte, resucitando nos dio nueva vida.”

¡Esta es la fe que alienta y fortalece a la primitiva comunidad cristiana! Es la que nos tiene    que consolidar en la Esperanza que con firmeza expresa San Pedro: “Dios ungió con el Espíritu Santo a Jesús de Nazaret y pasó haciendo el bien Lo mataron colgándolo de la cruz, pero Dios lo resucitó al tercer día… Nosotros hemos sido testigos… Hemos comido y bebido con Él, nos mandó a predicar al pueblo y a dar testimonio de que Dios lo ha constituido Juez de vivos y muertos… El testimonio de los profetas es unánime, que cuantos creen en Él, por su medio, recibirán el perdón de sus pecados.”   ¡Ésta es nuestra fe que nos gloriamos de profesar en Cristo Jesús, Señor nuestro! Ya resucitados con Él, “busquemos  los bienes de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios…, nuestra vida está escondida con Cristo en Dios.”  ¡Hagámosla patente! Como Él, “pasemos por la vida haciendo el bien”, pensando en lo que nos espera: “la manifestación gloriosa, juntamente con Él.”

Quien ama busca, aun lo que “humanamente parece perdido sin remedio”; ¡Busca la vida aun en la muerte! María lo hace, va al sepulcro, ve que la piedra ha sido removida, la agitación la envuelve, echa a correr y, angustiada, avisa a Pedro y a Juan: “Se han llevado al Señor y no sabemos dónde lo habrán puesto.”  Estos, a toda prisa se dirigen al sepulcro; llega Juan primero pero, respetuoso, aguarda a Pedro, mientras llega se asoma y mira “los lienzos puestos en el suelo”.  Llega Pedro y entran juntos, constatan lo ya visto “los lienzos en el suelo pero el sudario doblado, puesto en sitio aparte.”  Juan confiesa de sí mismo “vio y creyó, pues no había entendido las Escrituras según las cuales Jesús debía resucitar de entre los muertos.”

¡Lázaro salió atado! Aquí comprende que las ataduras de la muerte han sido rotas y que ¡ésta es la verdadera Resurrección!

Cristo vive, Cristo triunfa, Cristo aguarda a que lo busquemos. Estemos seguros de que se dejará encontrar. Está mucho más cerca de lo que imaginamos. Confiemos en que nos abrirá el entendimiento y el corazón para comunicar a todos esta certeza y demos, con nuestras vidas, nueva vida al mundo. “Ya está su mano sobre nosotros”.


sábado, 12 de abril de 2014

Domingo de Ramos. 2014.

Bendición de las palmas: Mt. 21: 1-11.

Por un momento los judíos viven lo que anhelaban: ¡la llegada del Mesías Victorioso! La actitud de Jesús muestra lo que no pensaban, se presenta como: “...un rey, apacible, montado en un burro, un burrito, hijo de animal de yugo”…, no entendieron el mensaje. La emoción del momento fue fugaz, pues esos mismos que ahora lo aclaman: “¡Hosanna!, ¡Viva el Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en el cielo!,  gritarán días después: “¡Crucifícalo!”

Que el Señor fortalezca nuestros corazones para que no nos envuelvan la ingratitud y la superficialidad, y que nuestro júbilo sea porque vamos asimilando, “los sentimientos de Cristo Jesús”.

Textos de la Misa: Is. 50:4-7; Filip. 2: 6-11; Mt. 26:14 a 27: 66.

  • Es una liturgia larga, pero ¡bien lo merece el Señor y mucho lo necesitamos nosotros! Orar, meditar, contemplar y quedarnos admirados.
  • Isaías,  en uno de los cuatro cantos del “Sirvo Sufriente”, muchos años antes, nos describe a Jesús. Pablo en la carta a los Filipenses, nos hace recapacitar en el fruto de la obediencia al Padre, el himno cristológico: ese es el camino del amor por nosotros, la causa de su exaltación en la Resurrección.  Durante el relato de la Pasión, apliquemos las realidades contempladas.  En ella está condensada la confesión fundamental de la fe cristiana: “Jesucristo es el Señor”.    
  • La oración Colecta, el Prefacio y la oración sobre las Ofrendas nos hacen mantener el  ritmo en el mismo tono: por la Pasión, la Cruz y la Muerte, hacia la Resurrección.
  • Mateo narra lo sucedido. Sorprende la extensión del relato de un solo día de la vida del Señor.
  • Acompañemos a Cristo en esta máxima prueba. “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos.” (Jn. 15:13)
  • Mientras escuchamos, vayamos captando las actitudes de Cristo y las de los personajes que intervienen. ¿Con quiénes nos identificamos?
  • En un momento de silencio permitamos que se asienten en nuestro interior las vivencias que el Espíritu haya suscitado.
  • Escuchamos la Pasión, en la liturgia dominical, para que nuestros corazones vivan en la semana lo que Cristo hizo por nosotros y para que comprendamos cómo inicia la ascensión la Pascua.
  • El próximo domingo reviviremos el culmen de esta entrega: “Por eso Dios le dio un nombre sobre todo nombre” (Filip. 2: 9)
  • Solamente asemejándonos a Cristo en la entrega lo seguiremos en la resurrección.
  • Pidamos esta actitud para recibir el don nuevo de Cristo y de su Espíritu.

viernes, 4 de abril de 2014

5° Cuaresma, 6 abril, 2014.

Primera Lectura: del libro del profeta Ezequiel 37: 12-14
Salmo Responsorial, del salmo 120: Perdónanos, Señor, y viviremos. 
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los romanos 8: 8-11
Aclamación: Yo soy la resurrección y la vida, dice el Señor; el que cree en mí no morirá para siempre. 
Evangelio: Juan 11: 1-45.

¡Defiéndeme, Señor, de mí mismo; de mi superficialidad, de mi apatía, de mi injusticia para contigo y los demás! ¡Soy, tantas veces, mi peor enemigo que por eso quiero poner toda mi confianza en Ti, mi Dios y mi defensa!

Con la seguridad de ser escuchados, pedimos a Dios aprender y continuar ese camino de entrega que nos dejó Jesús, su Hijo y hermano nuestro. Ahí está la auténtica liberación, la salvación, la resurrección.

Permitamos que nuestros interiores reaccionen, que nuestros corazones latan con más fuerza, sabiendo que “Dios siempre cumple sus promesas”. ¿Qué escuchamos por medio del profeta Ezequiel?: “Yo mismo abriré sus sepulcros, los conduciré a la tierra prometida” – la que ellos esperaban -, a la Patria eterna, la que nosotros esperamos.

¿Queremos mejor prueba que la Palabra del mismo Dios?: “Sabrán que Yo, el Señor, lo dije y lo cumplo.”

Cómo nos parecemos al Pueblo de Israel, “Pueblo de cabeza dura”, lo reconocemos en el Salmo y le confesamos al Señor nuestra impotencia, pero juntamente nuestro arrepentimiento “desde el abismo de nuestros pecados”; nos apoyamos en lo único que podemos: su amor, su misericordia, su consciente olvido de nuestras faltas, para alcanzar su perdón.”

Tenemos ya un anclaje seguro en el mensaje de San Pablo, si de verdad nos esforzamos por vivirlo: “Ustedes llevan una vida conforme al Espíritu que ya está en ustedes. Ese Espíritu, que es Dios mismo, que resucitó a Jesucristo, los resucitará a ustedes y les dará, aun a sus cuerpos mortales, una nueva vida.”   Esta visión tiene que iluminarnos ante la certeza de que un día nos encontraremos con Él y que queremos esperar contra toda esperanza meramente humana: encontrarnos con Aquel que “es la Resurrección y la Vida”  y nos hará partícipes de la felicidad que no termina.

El Evangelio nos anima, abre el horizonte, rompe las cadenas del espacio y el tiempo, confirma la victoria que Jesús ya logró frente a la muerte. Nos enseña a superar los “peros”, las lágrimas, (verdaderas, porque el cariño sufre), las lamentaciones inútiles, lo incomprensible: “ya hace cuatro días…, huele mal…, si hubieras estado aquí…, las críticas: ¿no podía éste que abrió los ojos al ciego, hacer que Lázaro no muriera…?”

Jesús ora, implora al Padre y con voz segura, manda: “¡Lázaro, sal de ahí!”  El milagro está patente, la Palabra de Jesús, él mismo, es Vida y la comparte: “Desátenlo para que pueda andar.”  El asombro sacude a todos; Martha y María llevarán grabado para siempre: “¿No les he dicho que si creen, verán la Gloria de Dios’?”


Quizá muchas veces hemos dicho: “todo tiene remedio menos la muerte”, ¡qué equivocados estábamos! La resurrección nos aguarda, vivamos de tal manera el presente que preparemos el futuro para ser envueltos en la Gloria de Dios.