jueves, 24 de mayo de 2018

La Santísima Trinidad, 27 mayo 2018.-


Primera Lectura: del libro del Deuteronomio 4 32-34
Salmo Responsorial, del salmo 32: Dichoso el pueblo escogido por Dios.
Segunda Lectura: de la carta de San Pablo a los romanos 8: 14-17
Aclamación: Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo. Al Dios que es, que era y que vendrá.
Evangelio: Mateo 28: 16-20.

En la Antífona de entrada, creemos y confesamos lo que nos convierte en discípulos de Cristo, lo que nos abre, desde el misterio, a la vida Trinitaria. No sabemos cómo, pero estamos en el núcleo mismo de la Revelación que nos ha hecho Cristo: Dios no es un Dios solitario, silencioso, incomunicado sino todo lo contrario: es familia, ejemplo de la vivencia total del amor, de la participación, de la creatividad inacabable. Pero este Amor no es excluyente ni egoísta, no es un Amor entre tres es la expansión misma de ese Amor que contagia, vivifica, anima y, en una palabra, crea y nos crea para compartir esa vida divina. Aceptamos el misterio que sobrepasa toda lógica terrena y nos encontramos ante la imposibilidad de comprender la profundidad de la realidad máxima, ¿quién será capaz de entender la infinitud de Dios?, lo será no quien trate de llegar a Él a través del discurso reflexivo, sino quien se interese en saber algo sobre el Amor.

La fiesta de la Santísima Trinidad nos pone en presente lo que olvidamos con demasiada frecuencia: que Dios sólo es Amor y su gloria y su poder consisten solamente en Amar. Nos hace recordar la frase de San Ireneo: “La gloria de Dios consiste en que el hombre viva”.

La inquietud, el anhelo, el ansia por adentrarnos en el sentido del amor, ha acompañado y acompaña a la humanidad desde que comenzó a pensar y a pensarse, a experimentar y a experimentarse, a vislumbrar la grandeza que somos y el empequeñecimiento al que hemos llegado: “hechos a imagen y semejanza de Dios”; por lo tanto muy bien hechos, pero a ratos mal aprovechados, por olvido, por superficialidad, por egoísmo, por apesgamiento a las creaturas que nos deslumbran y que nos impiden entrar más adentro de nosotros mismos y sentir de dónde viene esa necesidad de amar y ser amados, de acoger y ser acogidos, de disfrutar cuando compartimos una amistad que nos impulsa a crecer, a dar y recibir vida; en esos momentos saboreamos el amor trinitario de Dios, amor que brota y que proviene de Él, y sabemos que viene de Él, porque al rebuscar en nosotros no encontramos veta alguna.

Persiste la inquietud, ¿cómo, de dónde puede nacer esa capacidad de amar a quienes no pueden o no quieren corresponder, de dar sin apenas recibir, de aceptar, sinceramente, a los pobres y pequeños, de entregar el entusiasmo y la vida para intentar construir un mundo nuevo? Si aún no lo hemos experimentado, pidamos la oportunidad de hacerlo y encontraremos una fuerza, un impulso, una coherencia, una entrega que, quizá, ni siquiera hemos soñado.

Este Dios familia, comunidad, don, gozo, alegría, es el que nos revela Jesucristo para que nos dejemos “guiar por el Espíritu de Dios, - y por esa presencia invisible pero real -, podamos llamar Padre a Dios”; esta filiación gratuita, nos convierte en “herederos suyos y coherederos con Cristo”. De permitir en nosotros esa grandeza, entenderemos y aceptaremos, aunque nuestra corporalidad se estremezca, que “si sufrimos con El, seremos glorificados junto a Él”.

Entonces enseñaremos lo aprendido, esparciremos su deseo, completaremos su misión bautizando, proclamando y testimoniando que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo. La confianza se afianza en su Palabra: “Yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo”.

domingo, 20 de mayo de 2018

Pentecostés, 20 mayo 2018


Primera Lectura: del libro de los Hechos de los Apóstoles 2: 1-11
Salmo Responsorial, del salmo 103: Envía, Señor, tu Espíritu a renovar la tierra. Aleluya.
Segunda Lectura: de la primera carta a los corintios 12: 3-7, 12-13
Aclamación: Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu Amor.
Evangelio: Juan 20: 19-23.

La vida, las obras, las palabras de Cristo rebosan sinceridad, definitivamente hacemos bien en confiar: “Dentro de poco me volverán a ver”, y lo vieron; “Dentro de pocos días serán bautizados con el Espíritu Santo”, y lo cumple. “El Señor siempre fue un Sí”  

Nos reunimos cada semana bajo la acción del Espíritu, es Cristo mismo que lleva a plenitud otra de sus promesas: “No los dejaré huérfanos. Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. “Recibirán la fuerza del Espíritu y serán mis testigos hasta los últimos rincones de la tierra”. Ese puñado de hombres medrosos, escondidos, temblorosos, decepcionados, ¿será capaz de cumplir esa misión? Nosotros, herederos no sólo del nombre sino de la vida íntima de Cristo, ¿seremos capaces de cumplir nuestra misión? ¡Jamás, sin la conmoción del Espíritu! Con el “ruhaj” de Dios, con el aliento de Dios, con el mismo con el que creó el universo, viene a renovar la tierra, a “encender los corazones con el fuego de su amor”.

Nos sabe humanos, desconfiados, expectantes de signos y prodigios y se acopla a nuestro ser: “De repente se oyó un gran ruido que venía del cielo, como cuando sopla un viento fuerte, que resonó por toda la casa donde se encontraban. Aparecieron lenguas de fuego que se distribuyeron y se posaron sobre ellos, se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en otros idiomas, según el Espíritu los inducía a expresarse”. Suceso que conmueve, que convoca, que asombra, que convierte. Se congregan gentes de 16 países diferentes, diversidad de lenguas conjuntadas en una: “Proclamar las maravillas del Señor”. La Babel invertida, la dispersión reunida, porque el Espíritu es Uno y “el Señor, que hace todo en todos, es el Mismo”.  Inicia el cumplimiento de la oración-deseo que escuchábamos de labios de Jesús, el 4° domingo de Pascua: “Tengo otras ovejas que no son de este redil, es necesario que las traiga, que escuchen mi voz para que haya un solo rebaño bajo un solo pastor”.

La Iglesia se consolida con la llegada del Espíritu Santo. Nosotros solos no podríamos ni imaginarlo, pero sí con Él que es “Luz que penetra las almas, dador de todos los dones, que lava, fecunda y cura”.

En la lectura del Evangelio, San Juan, vuelve sobre el tema: el miedo arrincona, atrinchera, paraliza. Jesús rompe toda barrera, con su presencia trae la paz: “la paz sea con ustedes”, lo repite dos veces para que el temblor se aquiete en sus discípulos. “Ellos se llenaron de alegría” al ver al Señor. ¿Puede ser otra la reacción de un ser humano ante Su Señor? ¿Qué tanto compartimos y difundimos la alegría del Evangelio?

De discípulos los convierte en Apóstoles, en Enviados. Para que esa paz se extienda, se derrame de manera que alcance a todo ser humano. Jesús, profundo conocedor del hombre, les confiere, y con ellos a la Iglesia, el poder de perdonar los pecados, el camino de reencuentro con Él y con el Padre, por la acción del Espíritu Santo. ¡Cuánto hemos de revalorar el Sacramento de la Reconciliación! “Sin tu inspiración divina, los hombres nada podemos y el pecado nos domina.”  ¡Señor, danos tu paz y tu alegría, y con ellas, un corazón agradecido! Verdaderamente te quedaste con nosotros, que nunca te perdamos de vista

viernes, 11 de mayo de 2018

La Ascensión del Señor. 13 mayo, 2018.-


Primera Lectura: del libro de los Hechos de los Apóstoles 1: 1-11
Salmo Responsorial, del salmo 46: Entre voces de júbilo, Dios asciende a su trono. Aleluya.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los Efesios 4: 1-13
Aclamación: Vayan y enseñen a todas las naciones, dice el Señor. Y sepan que Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo.
Evangelio: Marcos 16: 15-20.

Es bueno “mirar al cielo”, pero con los pies en la tierra. Aprender a ser, como nos dice San Gregorio: “hombres intramundanos y supramundanos a la vez”. Entre las creaturas, especialmente entre los hombres, a ejemplo de Jesús, sin huir contrariedades, molestias, incluso la muerte, porque vislumbramos, más aún, sabemos que “su triunfo es nuestra victoria, pues a donde llegó Él, nuestra Cabeza, tenemos la seguridad de llegar nosotros, que somos su cuerpo.” Esta es la forma de ser lo que somos para llegar a ser lo que seremos; ahora aquí en la entrega incondicional al Reino; después allá, adonde Cristo nos ha precedido.

Camino al monte de la Ascensión, el Señor Jesús refuerza nuestra confianza: “Aguarden a que se cumpla la promesa del Padre…, dentro de pocos días serán bautizados en el Espíritu Santo”. Hemos aprendido, en la lectura de la Sagrada Escritura y en la experiencia personal, que “Dios es fiel a sus promesas”; ésta también la cumplió y la sigue cumpliendo, “iluminando nuestras mentes para que comprendamos cuál es la esperanza a la que hemos sido llamados, la rica herencia que Dios da a los que son suyos.”  ¿Aprenderemos a confiar “en la eficacia de su fuerza poderosa”? Convocados a ser uno en Cristo para participar de su Plenitud.

Como respuesta a la pregunta que le hacen los discípulos: “Señor, ¿ahora sí vas a restablecer la soberanía de Israel?”, imagino a Cristo esbozando una sonrisa comprensiva, no en balde ha sido un ser totalmente intramundano, ha convivido con los hombres, les ha abierto su corazón pero ellos no han aprendido a “mirar hacia arriba”. ¿Qué clase de reino esperan todavía? ¿La riqueza, el poder, el engrandecimiento? Qué pronto han olvidado aquella lección cuando discutían ente ellos sobre ¿quién era el mayor? “No sea así entre ustedes, porque el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado”. Ni lo que, sin duda, supieron que respondió a Pilatos: “Mi Reino no es de este mundo”. Ya les y nos enviará al Espíritu para comprender cuanto les y nos ha dicho. De su mismo Espíritu brotará la fortaleza para cumplir la encomienda: “Serán mis testigos hasta los últimos rincones de la tierra.”  Los ángeles los sacan del asombro y les confirman que “ese mismo Jesús que los ha dejado para subir al cielo, volverá, como lo han visto alejarse”. ¡Revivamos con fe lo que diariamente decimos en la Misa!: “que vivamos libres de pecado y protegidos de toda perturbación, mientras esperamos la venida gloriosa de nuestro Salvador Jesucristo”.

Sin dejar de mirar al cielo, es hora de volver a los hombres y de anunciar la Buena Nueva; es la hora de la Iglesia, es nuestra hora de “ir y enseñar a todas las naciones”. Su Palabra ya es promesa cumplida: “Yo estaré con ustedes, todos los días, hasta el fin del mundo”.

La pléyade ejemplar de los que le han sido fieles, nos anima; aunque no hagamos milagros, ni curemos enfermos, ni expulsemos demonios. Aunque nos digan que vamos en sentido contrario, que es una utopía creer en el amor y en la bondad, en el servicio desinteresado, en la fraternidad universal,  y el mundo nos grite que abramos los ojos y veamos el mal, el odio y la violencia, mostremos con las obras que el Señor “actúa con nosotros” y afirma nuestros pasos. ¡Alguien que vale la pena, nos espera, preparemos el encuentro final ya desde ahora!