Primera Lectura: del primer libro del profeta Samuel 26: 2, 7-9,
12-13, 22-23
Salmo Responsorial, del salmo 102: El Señor es
compasivo y misericordioso
Segunda Lectura: de la primera carta a los corintios 15: 45-49
Aclamación: Les doy un
mandamiento nuevo, dice el Señor, que se amen los unos a los otros, como yo los
he amado.
Evangelio: Lucas 6: 27-38.
Cantar, expresión de alegría y
más aún cuando el motivo es tan profundo:
“El bien que el Señor nos ha hecho”. Como dijimos en el Salmo, porque: “El Señor es compasivo y misericordioso”.
Mirándolo a Él, recordando paso a paso cómo nos trata, nos cuida, nos aparta
del peligro, no lleva cuenta de las culpas, nos hace sentir su amor y su
ternura para que reavivemos la realidad de ser sus hijos, para que mirándonos
así, nuestra verdadera ansiedad sea vivir según su voluntad.
Liturgia de lecturas y mensaje
revolucionarios que sobrepasan cualquier proceso lógico, que mueven los
cimientos desde lo más profundo y nos muestran, en la práctica diaria, el modo
de vivir lo escuchado la semana pasada: Las Bienaventuranzas.
Somos fáciles para discurrir y
recorrer, sin tropiezos, el camino de la racionalización, ahí, donde las ideas
ni duelen ni comprometen al quedarse encerradas
en una ideología idealista, sin duda entusiasmante, pero estéril. Eso de
¡perdonar gratuitamente, de superar la oportunidad de venganza, que
consideramos justa, porque surge de nuestra dignidad herida! Eso, no puede
marchar acorde con nuestros sentimientos, con lo que llamamos “autoestima”.
¿Permanecer impasible ante una ofensa? Sería desdecirme de mi ser de hombre…,
podríamos aumentar, casi sin límites, “las razones” que justificaran una
reacción violenta y dejaran satisfecho nuestro ego.
Por eso nos estruja y
desconcierta el mensaje nuclear de estas lecturas: “Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los aborrecen, bendigan a
los que los maldicen, y oren por quienes los difaman.” Realidad al alcance del hombre que ama a
Dios, que actúa conforme al dictado de un corazón que mira siempre arriba;
muchos siglos antes de que Jesús nos lo dijera, David lo realizó, “razones” las
tenía, la oportunidad está presente, pero “no
quise actuar contra el ungido del Señor”.
Fue y sigue siendo posible ir más
allá de lo heredado del primer Adán, lo puramente humano, y ascender a lo “vivificado por el Espíritu” que nos
trajo Cristo. Semejantes al primero, necesariamente, llamados a imitar al
Segundo, libremente. “Tierra en carne de cielo”.
Jesús, Maestro, con preguntas que
atinan en el centro, describe nuestro andar cotidiano, el natural, el fácil y
asequible: amar a los que nos aman, prestar con la seguridad de recibir a
tiempo lo prestado, tratar bien a los que nos tratan con respeto…, eso también
lo hacen los pecadores…, y vuelve el torbellino que nos cimbra: “Ustedes en cambio, amen a sus enemigos,
hagan el bien y presten sin esperar recompensa”. La visión supera lo
terrestre: “Así tendrán un gran premio”,
pero más importante es lo que añade: “serán
hijos del Altísimo” ¿No es esto lo que anhelamos: “no nada más llamarnos sino ser en verdad hijos de Dios”?
El final del discurso nos hace
comprender que nos comprende: ¡Somos tan interesados! “No juzguen, no condenen, perdonen”, todo esto revertirá en nuestro
bien: “No serán juzgados, ni condenados,
al contrario, serán perdonados”.
Día a día pueden ejercitar la
misericordia, la donación, la fraternidad y nada de ello quedará infructuoso: “Recibirán una medida sacudida, apretada y
rebosante en los pliegues de su túnica”.
Su última lección, breve,
concisa, trascendente, tendría que acompañarnos toda la vida: “Con la misma medida con que midan, serán
medidos”. Nuestro actuar es nuestra firma, es nuestro yo en presente que
escribe entre los hombres, la medida que nos mida.