viernes, 29 de enero de 2016

4° Ordinario, 31 Enero, 2016.

Primera Lectura: del libro del profeta Jeremías 1: 4-5, 17-19 
Salmo Responsorial, del salmo 70: Señor, Tú eres mi esperanza. 
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol Pablo a los corintios 12:31 a 13: 13
Aclamación: El Señor me ha enviado para anunciar a los pobres la buena nueva y proclamar la liberación a los cautivos.
Evangelio: Lucas 4: 21-30.

Finalizó el día 25 la Octava de Oración por la unión de las Iglesias; en la antífona de entrada le pedimos al Señor que “nos reúna de entre todas las naciones”, y recordamos el último versículo de la 1ª. Lectura del domingo anterior: “Celebrar al Señor es nuestra fuerza”.

San Lucas nos presentó, hace ocho días, el Programa de Jesús; hoy Jeremías y Pablo nos enseñan cómo vivir esa misma misión que, necesariamente, culmina en el mismo Jesús, único Mediador para la salvación de todos.

Jeremías, en su vida prefigura, quizá el que lo hace más claramente, la vida de Jesús: “Te conozco desde antes de que nacieras, te consagré como profeta de las naciones”. Jesús, Engendrado antes de todos los tiempos, consagrado por Voluntad del Padre para ser La Piedra Angular, para darnos a conocer “cuanto ha oído del Padre”. Como a Jeremías le harán la guerra, “pero no podrán con Él, pues Dios Padre está a su lado para salvarlo”.

De manera similar, Pablo es elegido: “Yo lo he escogido para que lleve mi nombre a todas las naciones”. (Hechos 9: 15) Y aprenderá cuánto ha de sufrir por mi nombre.

Es Dios mismo quien confiere la misión, no nos la señalamos nosotros. La encomienda que llega desde Dios tiene una doble dirección: denuncia y destrucción de lo que impida el crecimiento del Reino; por ese tinte, los profetas no fueron bien acogidos, y por otra parte, de construcción, de acogida especialmente a los pobres y segregados. Su proclama insistía en que “enderezaran los caminos hacia el Señor” y como eso requiere esfuerzo personal, sacrificio, sinceridad, constancia y apertura, la respuesta que encontraron fue la muerte, para acallarlos. Escuchar la invitación de Dios, aceptarla, ponerla en acción, conlleva riesgo, y no cualquiera, ¡la misma muerte!

Jeremías siente la cercanía de Dios: “Cíñete y prepárate, ponte en pie; diles lo que Yo te mando. No temas, no titubees delante de ellos.”

Jesús escucha, inicialmente, “la aprobación y la admiración de la sabiduría de las palabras que salían de sus labios”; pero cuando confronta la incredulidad de los corazones, cuando trata de orientarlos para que comprendan la universalidad del llamamiento de Dios, la extensión del Reino y les recuerda los milagros de Elías y Eliseo, en tierra extranjera como signo palpable de que “la Palabra de Dios no está encadenada”, la actitud inicial se trueca y “todos los que estaban en la sinagoga se llenaron de ira, lo sacaron de la ciudad, lo llevaron al monte para despeñarlo”…; pero Él no está solo, la fuerza del Espíritu lo acompaña, “y Jesús, pasando por en medio de ellos, se alejó de ahí”. ¡Valentía que llega desde arriba y se ha consolidado en su interior: “El Espíritu del Señor me ha ungido y me ha enviado…, hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura!”

Misión y envío que nos comprometen a cada uno; ya hemos recibido una doble unción, en el Bautismo y en la Confirmación; somos nuevos Jeremías, nuevos Pablos, “otros Cristos”, para ser voces de los sin voz, para denunciar y para construir, con el mismo arrojo y venciendo todo temor, la vía del Reino.

Pablo nos insta a buscar “los dones más excelentes”, al amor, lo único que perdurará, lo que aprendió de Cristo, no por haberlo visto, sino por haberlo experimentado internamente.

Estamos en circunstancias similares a las de Jeremías y Pablo: escucha, oración, fe y total confianza en que “Cristo está a nuestro lado para salvarnos, para sostenernos, para alentarnos”, es su misión la que nos ha confiado, no podemos descuidarla. ¡Corramos el riesgo de aceptarla! ¡No estamos solos!

viernes, 22 de enero de 2016

3° Ord. 24 enero, 2016



Primera Lectura: del libro del profeta Nehemías 8: 2-6, 8-10
Salmo Responsorial, del salmo 18: Tú tienes, Señor, palabras de vida eterna.
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol Pablo a los corintios 12: 12-30
Aclamación: El Señor me ha enviado para anunciar a los pobres la buena nueva y proclamar la liberación a los cautivos.
Evangelio: Lucas 1: 1-4, 14-21.

Permanece nuestra expectativa-deseo: “Todos los hombres de la tierra, canten al Señor un cántico nuevo” La novedad está en el reconocimiento de la gratuidad, de sabernos amparados por el “esplendor de su gloria”; canto que brota simplemente al percibir nuestro ser de creaturas que se goza en el Creador. Canto admirado y agradecido.

Desde el conocimiento de nuestra limitación, bajamos a nuestra realidad y pedimos lo que no podríamos lograr por nosotros mismos: “producir frutos abundantes”, y comprendemos que sólo de Él puede llegar la ayuda para dar esos frutos, unidos íntimamente a Jesucristo. Casi espontáneamente hacemos la referencia a lo que el mismo Jesús nos dice en el evangelio de San Juan: “Yo soy la vid, ustedes los sarmientos, así como el sarmiento no puede dar fruto si no está adherido a la vid, así ustedes sin Mí, no pueden hacer nada” (15: 4-5).

Unidos a Él por el conocimiento de la Revelación, por la escucha de su Palabra. La alegría de saber el camino, de comprender la profundidad de la Ley, de acercarnos a la interioridad de Dios que se nos manifiesta, queda plasmada en la lectura del libro de Nehemías. El entendimiento, iluminado por la Verdad mueve a la voluntad a elegir Bien, y como hemos meditado en incontables ocasiones, “La Palabra de Dios es viva y eficaz”, lo vemos en la reacción del Pueblo al descubrir el poder de esa Palabra: “No estén tistes, porque celebrar al Señor es nuestra fuerza.”  Conciencia que se prolonga en el salmo: “Tú tienes, Señor, palabras de vida eterna”, en ellas hay perfección, rectitud, sabiduría, verdad, plenitud, refugio y salvación.

“Los hombres no somos islas”, dice Thomas Merton; nos necesitamos unos a otros, tan fuertemente como nos lo explica San Pablo en el fragmento que escuchamos de la Carta a los Corintios: somos muchos, pero formamos un solo cuerpo y tenemos a Cristo como Cabeza; tal como experimentamos en la vida, que donde va la cabeza, va el cuerpo, y donde está el cuerpo está la cabeza, de idéntica forma debería de ser nuestro proceder, acordes, unidos, identificados con Cristo, para ejercer en bien de todos, –como analizábamos el domingo pasado-, los dones con que Dios dotó a cada uno. Multiplicidad de cualidades que confluyen al mismo fin: construir, con la Gracia del Espíritu, la totalidad del Cuerpo de Cristo. En el mejor de los sentidos, ¡no hay escape posible, si de verdad deseamos llevar a término nuestro caminar en el mundo.

San Lucas, después de haberse informado minuciosamente de todo, desde el principio, nos presenta el programa de Jesús. El Cristianismo no consiste en leyes, preceptos y normas, no puede contentarse con escuchar, (recordemos que para el pueblo hebreo el escuchar ya es realizar), nos urge pasar a la acción: conocer, amar y seguir los pasos de Jesús: con la unción del Espíritu, conforme a la complacencia del Padre, viene “para llevar a los pobres la Buena Nueva, para anunciar la liberación a los cautivos y la curación a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y anunciar el año de gracia del Señor”. En Él se cumple la profecía de Isaías y en nosotros, si es que aceptamos su programa, debe de continuarse. Éste, no otro, es el camino para proseguir la construcción del Cuerpo Místico.

Como Jesús vino a sembrar libertad, luz y gracia, no solamente en Galilea sino en el mundo entero, queremos, asombrados y agradecidos, cuidar y acrecentar lo que Él sembró, iniciando en nuestros interiores para impulsar a cuantos nos vayamos encontrando en la vida, a trabajar para que esa luz, esa libertad y esa gracia, alcancen la plenitud. Conscientes de la magnitud de la empresa, volvemos a pedir que Jesús nos mantenga adheridos a Él para poder “dar frutos abundantes”. 

jueves, 14 de enero de 2016

2° Ordinario, 17 Enero, 2016

Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 62: 1-5
Salmo Responsorial, del salmo 95: Te alabamos, Señor
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol Pablo a los corintios 12: 4-11
Aclamación: Se abrió el cielo y resonó la voz del Padre, que decía: "Este es mi Hijo amado; escúchenlo"
Evangelio; Juan 2: 1-11.

Todavía con el sabor del amor y del misterio que el Padre nos ha revelado en Jesucristo, comenzamos la serie de domingos ordinarios, con la atención despierta, con la expectación constante para seguir creciendo en la profundización del significado de todo lo que en este tiempo de Anuncio, Navidad, Epifanía, Bautizo del Señor hemos vivido.

Ansiamos de verdad que la antífona de entrada se vuelva realidad: “Que se postre ante el Señor la tierra entera, que todo ser viviente alabe al Señor”. ¿Llegará el día en que la humanidad entera aprenda a levantar los ojos, a doblar las rodillas agradecidas por tanto bien recibido, a dejarse guiar por el amor paterno y a comprender que solamente así transcurrirán los días en paz y en armonía? Tú mismo lo prometes, Señor y tu palabra es verdadera: “Por amor a mi pueblo” – que somos todos – “haré surgir al justo y brillará su salvación como una antorcha”.  Nuestra esperanza, espera, a pesar de vivir largos lapsos de obscuridad y angustia. No más desolación, ni sombra de abandono; no se trata de Ti, somos nosotros los que hemos tergiversado el camino y damos pasos de ciego en medio de la luz, por eso deseamos escuchar tu palabra que alumbra, entusiasma y anima: “A ti te llamarán ´Mi complacencia´, y a tu tierra ´Desposada´”. ¿Puede haber algo que cause más alegría que el sabernos complacencia de Dios?, ¿puede un esposo enamorado olvidar el día de su boda? ¡Renuévanos, Señor, la memoria para poder cantar tus grandezas y especialmente la mejor de todas: “Que nos has llamado a participar de la gloria de nuestro Señor Jesucristo”!

El Espíritu ha derramado dones a raudales, todos “para el bien común”, para que ayudándonos los unos a los otros, reencontremos el camino de la Vida, la comunidad que supera las divisiones porque es el mismo Espíritu el que actúa en nosotros, de Él vienen la posibilidad de la justicia y la seguridad de la salvación. ¿Reconocemos y usamos los que nos ha dado?

En el Evangelio de hoy, San Juan nos muestra, en María, un modelo de quien pone en acción los dones personales para bien de los demás.

Jesús y María han sido invitados a una boda; la alegría llena el recinto y parecería que nadie se ha dado cuenta de algo que resultaría bochornoso, de algo que rompería la alegría de la fiesta; pero… ahí está María, la mujer perspicaz, la atenta, la cuidadosa, la que vela por todos, la silenciosamente humilde y confiada; se acerca a Jesús y le dice: “Ya no tienen vino”. Asimila la respuesta desconcertante de su Hijo: “Mujer, ¿qué podemos hacer tú y yo? Todavía no ha llegado mi hora”, y con el amor y la confianza  de Madre de Jesús y Madre nuestra, Intercesora inigualable, indica a los servidores: “Hagan lo que Él les diga”. Ya escuchamos y conocemos la secuencia. Agua convertida en un vino mejor que el primero; asombro de los sirvientes que habían hecho caso a María y a Jesús y el reproche admirado al novio, de parte del encargado de la fiesta.
Dos actitudes deberían seguir latiendo en nosotros: continuar escuchando a María que nos repite: “Hagan lo que Él les diga” y la mente y el corazón abiertos de los discípulos que “creyeron en Él”.     

sábado, 9 de enero de 2016

Bautismo del Señor, 10 enero 2016



Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 40: 1-5, 9-11;
Salmo Responsorial, del salmo 103
Segunda Lectura: de la segunda carta del apóstol Pablo a Tito, 2: 11-14; 3: 4-7
Evangelio: Lucas 3: 15-16, 21-23.

Celebrábamos, el domingo pasado la Epifanía, la manifestación de Dios; esta manifestación es y ha sido siempre, desde la creación, “Tú que llamas a los seres del no ser para que sean”, cada creatura es presencia del Creador y desde cada una de ellas podemos aprender a llegar hasta el Señor; pero nuestra miopía, nuestra falta de relación, de comprensión, lo han impedido: “Desde que el mundo es mundo, lo invisible de Dios, es decir, su eterno poder y su divinidad, resulta visible pare el que reflexiona sobre sus obras…” (Rom. 1: 20) Como sabio conocedor de nuestra flaqueza, le habla a Noé, a Abrahám, a Moisés, comunica su palabra por boca de los profetas, por los signos de liberación, en ocasiones difíciles de comprender en “nuestro ahora”: “Todo el pueblo percibía los truenos y relámpagos, el sonar de las trompetas y la montaña humeante. Y el pueblo estaba aterrorizado, y se mantenía a distancia. Dijeron a Moisés: háblanos tú y te escucharemos, que no nos hable Dios, que moriremos”. (Éx. 20: 18-19), nos parece un Dios temible e inalcanzable. La historia es de rechazo, de alejamiento, de olvido, ¡tan parecida a la nuestra! “No hicieron caso, me dieron la espalda, rebelándose, se taparon los oídos para no oír”. (Zac. 7: 11) 

El Señor nos quiere, es persistente, continúa ofreciendo su amor y su amistad a su pueblo, y en él a todos los hombres, porque en el proceso de salvación todos estamos involucrados; las palabras que escuchamos de Isaías nos llenan de esperanza: “Consuelen, consuelen a mi pueblo, hablen al corazón de Jerusalén, -al corazón de todos los hombres-, ha terminado el tiempo de su servidumbre, preparen el camino del Señor…” Y la Epifanía acompaña el correr de la historia, Dios, como “el lebrel del cielo”, sigue nuestras huellas; pero…, no nos dejamos alcanzar, queremos ignorar que nos quiere “presa” de su amor y salvación. Y llega al colmo: “Llegada la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley para liberar a los que estábamos bajo la ley, para que recibiéramos la condición de hijos”. (Gál. 4: 4) Con la Anunciación, Encarnación y Nacimiento de Jesús, nueva Epifanía, intenta ofrecernos Dios, señales más claras del interés que tiene por nosotros: “Tanto amó Dios al mundo, que le envió a su Hijo único para que tenga vida eterna y no perezca ninguno de los que creen en Él”. (Jn. 3: 16) Los ángeles fueron heraldos, los pastores y “los magos”, testigos; Herodes, a pesar suyo, también es testigo del Nacimiento de Alguien diferente: ¡Ha llegado el Mesías!

Hoy una triple conjunción nos conmueve y confirma, ya no son los ángeles que cantan, ya no es la estrella, son los cielos mismos que se abren, la paloma que desciende, la voz del Padre que escucha la “oración de Jesús” que nos trae el Espíritu y el fuego y nos sella como pertenencia de Dios. El Bautismo de Juan sólo conseguía una preparación interior, el instaurado por Cristo nos abre el camino hasta el Padre, pues a cada uno de nosotros se aplica, como Cuerpo de Cristo, la bendición que desciende sobre Él como nuestra Cabeza: “Tú eres mi Hijo, el predilecto; en ti me complazco”.

Que nuestra vida, como bautizados, sea una vida en la que Dios se complazca, así seremos manifestación de Dios como verdaderos hijos suyos. Que el Señor Jesús, hecho Pan y Vino en la mesa eucarística, continúe alimentándonos e instruyéndonos para que vivamos, como Él, ¡a gusto del Padre!