Salmo Responsorial, del salmo 70: Señor, Tú eres mi esperanza.
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol Pablo a los corintios 12:31 a 13: 13
Aclamación: El Señor me ha enviado para anunciar a los
pobres la buena nueva y proclamar la liberación a los cautivos.
Evangelio: Lucas 4: 21-30.
Finalizó
el día 25 la Octava de Oración por la unión de las Iglesias; en la antífona de
entrada le pedimos al Señor que “nos
reúna de entre todas las naciones”, y recordamos el último versículo de la
1ª. Lectura del domingo anterior: “Celebrar
al Señor es nuestra fuerza”.
San
Lucas nos presentó, hace ocho días, el Programa de Jesús; hoy Jeremías y Pablo
nos enseñan cómo vivir esa misma misión que, necesariamente, culmina en el
mismo Jesús, único Mediador para la salvación de todos.
Jeremías,
en su vida prefigura, quizá el que lo hace más claramente, la vida de Jesús: “Te conozco desde antes de que nacieras, te
consagré como profeta de las naciones”. Jesús, Engendrado antes de todos
los tiempos, consagrado por Voluntad del Padre para ser La Piedra Angular, para darnos a
conocer “cuanto ha oído del Padre”. Como
a Jeremías le harán la guerra, “pero no
podrán con Él, pues Dios Padre está a su lado para salvarlo”.
De
manera similar, Pablo es elegido: “Yo lo
he escogido para que lleve mi nombre a todas las naciones”. (Hechos 9: 15)
Y aprenderá cuánto ha de sufrir por mi nombre.
Es
Dios mismo quien confiere la misión, no nos la señalamos nosotros. La encomienda
que llega desde Dios tiene una doble dirección: denuncia y destrucción de lo
que impida el crecimiento del Reino; por ese tinte, los profetas no fueron bien
acogidos, y por otra parte, de construcción, de acogida especialmente a los
pobres y segregados. Su proclama insistía en que “enderezaran los caminos hacia el Señor” y como eso requiere
esfuerzo personal, sacrificio, sinceridad, constancia y apertura, la respuesta
que encontraron fue la muerte, para acallarlos. Escuchar la invitación de Dios,
aceptarla, ponerla en acción, conlleva riesgo, y no cualquiera, ¡la misma
muerte!
Jeremías
siente la cercanía de Dios: “Cíñete y
prepárate, ponte en pie; diles lo que Yo te mando. No temas, no titubees
delante de ellos.”
Jesús
escucha, inicialmente, “la aprobación y
la admiración de la sabiduría de las palabras que salían de sus labios”;
pero cuando confronta la incredulidad de los corazones, cuando trata de
orientarlos para que comprendan la universalidad del llamamiento de Dios, la
extensión del Reino y les recuerda los milagros de Elías y Eliseo, en tierra
extranjera como signo palpable de que “la
Palabra de Dios no está encadenada”, la actitud inicial se trueca y “todos los que estaban en la sinagoga se
llenaron de ira, lo sacaron de la ciudad, lo llevaron al monte para despeñarlo”…;
pero Él no está solo, la fuerza del Espíritu lo acompaña, “y Jesús, pasando por en medio de ellos, se alejó de ahí”. ¡Valentía
que llega desde arriba y se ha consolidado en su interior: “El Espíritu del Señor me ha ungido y me ha enviado…, hoy se ha
cumplido este pasaje de la Escritura!”
Misión
y envío que nos comprometen a cada uno; ya hemos recibido una doble unción, en
el Bautismo y en la Confirmación; somos nuevos Jeremías, nuevos Pablos, “otros
Cristos”, para ser voces de los sin voz, para denunciar y para construir, con
el mismo arrojo y venciendo todo temor, la vía del Reino.
Pablo
nos insta a buscar “los dones más
excelentes”, al amor, lo único que perdurará, lo que aprendió de Cristo, no
por haberlo visto, sino por haberlo experimentado internamente.
Estamos
en circunstancias similares a las de Jeremías y Pablo: escucha, oración, fe y
total confianza en que “Cristo está a
nuestro lado para salvarnos, para sostenernos, para alentarnos”, es su
misión la que nos ha confiado, no podemos descuidarla. ¡Corramos el riesgo de
aceptarla! ¡No estamos solos!