martes, 30 de octubre de 2012

31º Ordinario, 4 noviembre 2012

Primera Lectura: del libro del Deuteronomio 6: 2-6
Salmo Responsorial, del salmo 17: Yo te amo, Señor, eres mi fuerza.
Segunda Lectura: de la catta a los Hebreos 7: 23-28
Aclamación: El que me ama cumplirá mi palabra y mi Padre lo amará y haremos en él nuestra morada, dice el Señor.
Evangelio: Marcos 12: 28-34.

Ni que Tú te alejes, ni que yo me aleje; te necesito para tratar de comprenderte, de comprenderme y de comprender a los demás; sin Ti será imposible penetrar el alcance de tu mandamiento, porque en uno los reúnes todos: vertical y horizontal, todos en Ti y Tú  en todos; El resto, es consecuencia que brota, que desborda, que fecunda la vida. 

“¡Atrápame, Señor! ¡Átame fuerte!, que mis pasos no puedan más la huída y mi mano a tu mano quede asida más allá del dolor y de la muerte.”  Son muchas las tentaciones de olvidarte, de perderte y perderme, me envuelve la ceguera y no te miro ni a Ti ni a los demás. Obstáculos que llegan desde dentro y de fuera, multiplican tropiezos; la meta es superarlos, pero sin Ti, sin mi ser en mí mismo, sin los hermanos, se volverá utopía.

En el Deuteronomio nos recuerdas que eres el Único Principio, el Fundamento, la Causa Primordial que ha de estar en presente todo el tiempo, el precepto que guía, el “Shema Israel”, colgado en cada puerta y la memoria: “Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios, es el único Señor; amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas. Guarda en tu corazón los mandamientos que hoy te he transmitido”. Nuestra naturaleza lo percibe, sabe que el ser le fue entregado, que la única forma de volver al principio es encontrarte para cerrar el círculo y hallar la paz con todos.

¿Por qué el olvido constante y repetido? ¿Dónde quedó  el amor que fortifica? ¿Quién podrá suplantarlo? Nos sentimos cansados y vacíos, la multitud de las creaturas jamás podrá  romper la soledad del hombre.

Tú entiendes, Señor, los pasos vacilantes, los nudillos que tocan en las casas sin eco de ternura y las ansias de llenarnos de emociones y cosas que se acaban. Haznos capaces de mirar esa Luz que trasciende, a Jesucristo que salva a todos, el único inocente que se entregó  de una vez para siempre y es la puerta abierta para el acceso al Reino. Su Sacerdocio, recibido de Ti, envuelve a todo hombre, y en él lo purifica. Con la experiencia viva de sentirnos amados, entonamos el canto de alegría: “Yo te amo, Señor, Tú eres mi fuerza”. 

Regresando al inicio: Jesús engloba, el par de mandamientos; reducción increíble, ya no 613 que había en la Tradición hebrea. El “Shema Israel”, pide en reciprocidad lo dicho en el Levítico: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (19: 18), y concluye: “No hay ningún mandamiento mayor que éstos”. 

Dejemos convencernos para poder decir con el escriba: “¡Tienes razón, Señor!”, y que Jesús añada esas palabras que resuenen adentro, que nos llenen de paz y de confianza porque miramos seguro el horizonte, el cercano y el último: “No estás lejos del Reino de Dios”. 

Las preguntas, aun antes de enunciarlas, ya las ha respondido: Busca a Dios en el hombre y te hallarás con Él entre las manos, junto a ti mismo y a tu hermano.

miércoles, 24 de octubre de 2012

30° Ordinario, 28 Octubre 2012.

Primera Lectura: del libro del profeta Jeremías 31: 7-9
Salmo Responsorial, de salmo 125: Grandes cosas has hechopor nosotros, Señor.
Segunda Lectura: de la carta a los Hebreos 5: 1-6
Aclamación: Jesucristo, nuestro salvador, ha vencido a la muerte y ha hecho resplandecer la vida por medio del Evangelio.
Evangelio: Marcos 10: 40-52.

El hombre es el ser que busca, sabiendo lo que busca. Podemos ir por la vida sin meta precisa, ¿a dónde llegaríamos? La sabiduría popular nos enseña: “el que no sabe es como el que no ve”. Pero aquel que verdaderamente siente la inquietud de llegar, hará lo imposible por encontrar ayuda que lo lleve, aunque no mire, a donde la necesidad interna lo conduce. La confianza en la mano que le tienden, es báculo seguro.

La obscuridad que nos rodea, por dentro y por fuera, nos impide el encuentro que cambie nuestras vidas. ¿Existe, al menos, el deseo que nos pide el Señor: “Busquen continuamente mi presencia”?

La nebulosa experiencia que obscurece el camino, nos hace ser conscientes de lo que pedimos a nuestro Padre Dios: “Aumenta en nosotros la fe, la esperanza y la caridad”, virtudes que orientan directamente la relación contigo, que esclarecen y guían, que enseñan lo profundo y dan lo necesario para amar en concreto cuanto dices y mandas; sólo así obtendremos la realidad del Reino.

“Volver”, implica haber partido, habernos apartado, como Israel, a países lejanos. Ellos vivieron el dolor del exilio, la soledad, el llanto y la añoranza. Nosotros hemos partido sin movernos de sitio, lejos del corazón y los deseos. Ellos escucharon la voz de la promesa que allanó los caminos y dio seguridad a todo paso; aun los ciegos y cojos, junto a esa multitud, encontraron consuelo, porque “El Señor es amigo de su Pueblo”, y  congregó “ a los supervivientes de Israel”, se comportó como Quien es, Padre amoroso. La invitación para nosotros es la misma; la Voz que nos conduce, si queremos oírla, hará que regresemos a la senda segura, donde no tropecemos.

Detrás de la Voz, descubramos a Aquel que la pronuncia, al que no pude sino “hacer maravillas por nosotros”, que nos hace reír, que nos alegra, que nos transforma en admiración para los pueblos, pues nos ha liberado de un cautiverio más cruel que las cadenas. 

El Padre se nos hace presente en Jesucristo, Sacerdote y ofrenda que se entrega a sí mismo por nosotros. Nos sabe desde sí, desde su carne, débil como la nuestra; por eso nos comprende, se apiada y nos consuela; nos enseña a superar los miedos y la muerte. El Padre lo constituye en Único Mediador, “Piedra angular” que todo lo sostiene.

Es el mismo Jesús quien va por el camino de la vida, sus pasos suenan firmes, seguros, decididos, de modo que aun los ciegos los distingan. Bartimeo está alerta; la salvación roza su sombra, no la ve, pero el sentido interno, la descubre. El grito de “¡Piedad!”, surgido desde la soledad en que vivía, se escucha más allá de todo ruido. Su insistencia es fe que actúa, no se deja acallar por otras voces que desvíen su deseo de mirar; grita más fuerte: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!”. Jesús, que siempre oye al que con fe lo invoca, se detiene. Él sabe lo que hay en el corazón del hombre, y lo llama. La esperanza del ciego ha crecido, arroja el manto y de un salto camina hacia Jesús dando tropiezos, no le importa, siente cerca el encuentro que cambiará su vida. Pregunta y respuesta van unidas por un lazo invisible que se transforma en luz: “¿Qué quieres que haga por ti?” “Maestro, que pueda ver”. El milagro está hecho; la claridad, venida desde dentro, iluminó sus pasos hacia fuera, lo llenó de alegría y le dio el tono del canto agradecido: “Grandes cosas ha hecho por mí, el Señor”.

Ilumina, Señor, a tanto Bartimeo que vaga por el mundo sin sentido; nosotros como él, te suplicamos: ¡Que veamos, Señor tus maravillas, y por encima de ellas, a Ti mismo!

jueves, 18 de octubre de 2012

Domund, 21 octubre 20012

Primera Lectura: del libro del profeta Iaías. 56: 1: 6-7
Salmo Responsorial, del salmo 66
Segunda Lectura: del la primera carta del apóstol Pablo a Timoteo 2: 1-8
Evangelio: Mateo 28: 16-20.

Vocación cristiana, vocación universal. Agradecidos por haber recibido la salvación, cantamos e invitamos a todos los hombres a cantar la gloria y las maravillas del Señor.

Incorporados a Cristo, Cabeza de la Iglesia, sintámonos Iglesia viva, comprometida para que la salvación llegue a todos los habitantes del orbe, hasta sus últimos confines. Misión y tarea que Cristo encomendó no sólo a sus Apóstoles sino a cuantos hemos tenido el gozo de conocerlo, la oportunidad de amarlo y el deseo de predicarlo.
Recordando las lecturas del primer domingo de octubre, nos damos cuenta de la acción inacabable del Espíritu: “¡Ojalá todo el pueblo de Dios fuera profeta y descendiera sobre todos ellos el Espíritu del Señor!”, exclamaba Moisés, y precisamente ese es el incesante deseo que recorre toda la Escritura en la Historia de la Salvación y que cuaja en el envío de Jesucristo a sus discípulos y a cuantos creemos en Él.

La predicación no está limitada a la palabra pronunciada, se abre en un inmenso abanico que engloba toda acción que tiene en cuenta, como reflexionábamos el domingo pasado, al hermano, de modo especial al segregado, al pobre, al desvalido y al triste, a la viuda y al extranjero: “Velen por los derechos de los demás, practiquen la justicia, porque mi salvación está a punto de manifestarse”. Si esto lo profetizaba Isaías, ¿qué no deduciremos al ver la obra de la Redención ya concluida? “Mi templo será casa de oración para todos los pueblos”, que Jesús completó en su diálogo con la samaritana: “Los verdaderos adoradores, adorarán en espíritu y en verdad”.

Si el espíritu misionero desplegado por la primitiva Comunidad cristiana, fue necesario, no lo es menos ahora que el mundo entero piensa que marcha seguro hacia adelante sin mirar ni hacia arriba, ni a los lados; sin intentar oír a Dios y a los hermanos, enfrascado en una lucha ansiosa de poder y de riqueza. ¿Cómo podrá percibir la bondad de Dios y poner en Él su confianza? No es pesimismo ni falta de esperanza, la cruel realidad que constatamos es que Dios, Padre Bueno, la dignidad del hombre, la justicia y la equidad,  yacen en la basura.

Ya nos dice San Pablo cómo  reiniciar la construcción del mundo: “Hagan súplicas y plegarias por todos los hombres, y en particular por los jefes de Estado y las demás autoridades”. La oración ya es misión, “para que los hombres, libres de odios y divisiones, lleguen al conocimiento de la verdad y se salven”.

Todos necesitamos aprender de Jesucristo, a Él se le ha concedido todo poder en el cielo y en la tierra; un poder que construye, que eleva, que libera. Del mismo poder nos participa para que vayamos “a enseñar, a bautizar” con el signo Trinitario, a preceder con el ejemplo, cómo entender y cumplir sus mandamientos; así impregnados de su misma misión, confirmamos el camino de fraternidad que lleva al Padre. 

Unámonos a tantos hombres y mujeres que, movidos hondamente por el Espíritu, lo abandonaron todo para llevar destellos de paz y de ternura, para ser chispas de Dios que tratan de incendiar el mundo.

Que la oración y el don, nazcan de dentro como una proyección concreta de quienes aún creemos en el amor y la concordia.

jueves, 11 de octubre de 2012

28º Ordinario, 14 Octubre 2012.

Primera Lectura: del libro de la Sabiduría 7: 7-11
Salmo Responsorial, del salmo 89:  Sácianos, Señor, de tu misericordia.
Segunda Lectura: de la carta a los Hebreos 4: 12-13
Aclamación: Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos.
Evangelio: Marcos 10: 17-30. 
 
En la antífona que abrió nuestra liturgia, revivimos la del domingo pasado: “Tú eres Señor del universo”, tu Espíritu todo lo conoce, nuestra creaturidad no se te esconde y desde ella reconocemos que “eres un Dios de perdón”, de ese perdón que necesitamos, el que olvida para siempre; de otra forma “¿quién habría que se salvara?” 
 
Semana tras semana, día tras día, nos hace presente su amor, su misericordia, su comprensión, la necesidad que tenemos de su Gracia para descubrir que, en el servicio a los hermanos, se funda la mirada universal, la que, aun cuando encuentre obstáculos, los supera. 
 
Lecturas y oraciones se orientan hacia el tú, hacia el hermano, parecería que Dios se hace a un lado y nos pide profundizar en los valores que miran hacia el “otro”, todo “otro”, para llegar al totalmente Otro.
 
Imposible escudriñar el corazón sinceramente sin la Sabiduría que viene de Dios, la que hace “saborear” los manjares distintos que alientan al paso trascendente que pone en su sitio a las creaturas, por muy bellas que sean. La que con su resplandor enseña a discernir, después de haber mirado y admirado, y preferir “la Luz que no se apaga”. Si con ella llegamos hasta el fondo del ser, -incluido mi yo, que siempre me acompaña-, encontraremos el gozo ya anunciado: “Todos los bienes me vinieron con ella; sus manos me trajeron bienes incontables”. Saciados así, de su presencia, júbilo será toda la vida. 
 
Nos recuerda la Carta a los Hebreos lo que hemos meditado muchas veces: “La Palabra de Dios es viva y eficaz, penetrante como espada de dos filos que divide la entraña”. Podemos preguntarnos, ¿cómo es que habiéndola escuchado, continuamos enteros? Ella deja al descubierto pensamientos, intenciones y anhelos; aun los más escondidos se vuelven transparentes a sus ojos. No el temor sino el realismo puro, afianzado en “el Dios del perdón”, nos hará preparar cada momento, para dar cuenta de ellos. 
 
San Marcos nos presenta a Jesús que confronta, ¿cuáles son tus valores?, ¿deseas la vida eterna?: Guarda los mandamientos, y en la enumeración que hace, olvida los primeros, va directo a aquellos que dicen con el “tú”: “No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, no cometerá fraudes, honra a tu padre y a tu madre”. El mensaje está claro: la vía que lleva al Padre, pasa antes por el hermano. Si pudiéramos decir, honestamente: “Todo lo he cumplido desde muy joven”, sentiríamos la mirada cariñosa de Jesús y dejaríamos que su Palabra quitara de nosotros lo que impide seguirlo más de cerca: “Una cosa te falta: vende cuanto tienes, da el dinero a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo, después, ven y sígueme”.., el hombre se fue apesadumbrado porque tenía muchos bienes. 
 
La exclamación que oímos de Jesús, no es violenta, pero sí es tajante; su mirar alrededor contagia de tristeza: “Hijitos, ¡qué difícil es para los que confían en las riquezas, entrar en el Reino de Dios!” El hombre no fue creado para poner el corazón y los valores en aquello que se queda aquí en la tierra, que le corta las alas y que le rompe el vuelo; no bastan los deseos, por muy altos que sean. 
 
No es fácil aprender a abandonarlo todo, más bien es imposible “a esta carne mimada”, pero hay Alguien que mira y apoya y entusiasma: “Para Dios todo es posible”. La jerarquía de valores, ¡ya está recuperada! 

miércoles, 3 de octubre de 2012

27º Ordinario, 7 Octubre 2012.

Primera Lectura: del libro dle Génesis 2: 18-24
Salmo Responsorial, del salmo 127: Dichoso el que teme al Señor.
Segunda Lectura: de la carta a los Hebreos 2: 9-11
Aclamación: Si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud.
Evangelio: Marcos 10: 2-16.

Considerar en serio lo que nos dice el Libro de Esther en la antífona de entrada: “Todo depende de tu voluntad, Señor, y nadie puede resistirse a ella”, desata en cadena un caudal de consecuencias que se convierte en cascada, que nos anega gozosamente, al reconocer: “Tú eres el Señor del universo”.

Señor que cuida, que jamás sojuzga, que indica, que despierta la conciencia de nuestra creaturidad y le indica el camino. Señor que respeta su propia creación y de ella, primordialmente, la libertad que ha dado a los seres humanos; pero que no permanece impasible ante los desvíos de nuestras elecciones. Una y otra vez sale en nuestra búsqueda, porque nos ama, porque somos corona de cuanto ha hecho y desea que esa corona brille en todo su esplendor, que refleje su origen y meta, que se asemeje más y más a la Comunidad Trinitaria en la íntima, profunda y constante comunicación, en la entrega sin límites, en la comprensión hasta el sacrificio, en el mutuo apoyo que supera toda posibilidad de división.

“No está bien que el hombre esté solo, hagámosle alguien como él que lo acompañe”. Delicadeza y finura en la intuición, eficacia en la acción, no algo secuencial en Él, sino explicación para nosotros. Dios no pasa “del no saber” al “saber”, ya hemos captado que es “el Señor del universo”. Conocemos que la narración de Génesis no está dentro de los libros históricos sino sapienciales. ¿Qué mensaje nos da a conocer? La igualdad del hombre y la mujer, la misión conjunta, el poder reconocer al propio “yo” al mirar a un “tú”, al aceptarlo en plenitud, al hacer resonar todo el paraíso, el mundo entero, con el clamor del gozo de que haya alguien que pueda pronunciar el nombre que me identifica y me erige en persona, lo que ninguna de las creaturas había logrado. “Ésta sí es carne de mi carne y hueso de mis huesos”. Y la cascada prosigue: “Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán los dos un solo ser”. Tú eres mi tú entre todos los túes. La voluntad de Dios está expresada, y su Palabra dura para siempre. ¿Por qué el mundo la ha olvidado y ansía senderos caprichosos y egoístas y trata de convalidar su andar, no con razones, sino con una emotividad desbordada que escoge como guía un ciego instinto que dejará su corazón vacío e inquieto? ¡Cómo necesitamos, hombres y mujeres, reedificarnos a la luz de la Palabra!

Amor, ¡qué  fácil definirlo con los ojos y la fe puestos en Él: “Dios es Amor” y encontrar su realización en Jesucristo!, la cascada prosigue: la entrega hasta la muerte, por los que ama, para que “redunde en bien de todos”. Lo que cuenta es “el tú”, en todos los niveles: en el matrimonio, en la amistad, en la familia, en la comunidad religiosa, en el trabajo, en la acción apostólica.

Si el verdadero amor es el faro, “la dureza del corazón” se ablandará y llegará al fondo de la promesa del mismo Jesús: “El que ama, permanece en Dios y Dios en él, y su amor llegará a la plenitud”.

Jesús vuelve a ponernos frente a la sencillez, la sonrisa transparente, la limpieza total de los niños; en ellos no hay dureza, ni desconfianza, ni doblez, ni prejuicios. ¿Queremos llegar al Reino? Escuchemos y vivamos lo que nos comunica La Palabra que da Vida.