Primera Lectura: del libro del Génesis 22:
1-2, 9-13, 15-18
Salmo Responsorial, del salmo 115: Siempre confiaré en el Señor.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a
los romanos 8: 31-34;
Aclamación: En
el esplendor de la nube se oyó la voz del Padre, que decía: "Este es mi
Hijo amado; escúchenlo".
Evangelio: Marcos 9: 2-11.
Una vez más, no
es Dios quien tiene que recordar que “su
amor y su ternura son eternos”, somos nosotros los que tenemos que vivir en
esa presencia activa para que “no nos
derrote el enemigo” para que nos defienda del peor de todos los enemigos
que somos nosotros mismos, con nuestros caprichos, nuestra despreocupación por
lo que perdura, solo con Él nos
mantendremos firmes, abiertos los ojos para poder contemplar su Gloria en
Jesucristo que nos deja ver, aceptando en la fe, su divinidad. Sabemos que para
llegar a la Resurrección,
es imprescindible pasar por la
Pasión y por la
Muerte; se vuelven a presentar las dos últimas realidades que
no nos atraen, pero al escuchar al Señor, una y otra vez, y pedirle que nos
convenza, lo lograremos.
.
En la narración
del Génesis constatamos que la fe lo vence todo, la confianza se convierte en
fortaleza, la apertura hacia lo imposible e impensable va mucho más allá de
nosotros mismos y nos pone, así simplemente, ante el Señor. ¡Cuántas veces
habremos meditado e imaginado la subida de Abrahán al monte Moria, el fuego en
una mano, el cuchillo, para sacrificar, en la otra y siguiéndolo, Isaac, “el
hijo de la promesa”, cargando el haz de leña! ¡Obediente para, sin mapa,
abandonar su tierra, peregrino de esperanzas, asombrado y gozoso al recibir al
hijo prometido, al heredero…, y ahora lleno de interrogaciones en su interior,
pero no indeciso, pues ha experimentado al Señor, y sabe “de Quién se ha fiado”; pero, sin duda, la angustia lo atenaza, la
penumbra interior le obscurece el entorno, sabe que no entiende y lo acepta, y
contra todo eso, avanza: vive el “esperar
contra toda esperanza” y es ejemplo para que actuemos en consonancia. El
Señor le detuvo la mano, porque comprobó, como asegura el ángel: “que temes a Dios y no le has negado a tu
único hijo”, por ello –confirma la bendición- “multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y las arenas
del mar…, porque obedeciste a mis
palabras”. Cuántos “hijos” pide el Señor que sacrifiquemos, ni siquiera
hijos de la promesa, sino adherencias recogidas en el camino, sabemos que hacen
el fardo más pesado y entorpecen la subida hasta el Monte del Señor. Sabemos que
ningún ángel detendrá nuestra mano, que el sacrificio será real, habrá
derramamiento de sangre y humo de sacrificio, que la purificación es necesaria,
si es que deseamos ver el rostro de Dios. Sentimos que “falta fuerza en las
venas y que es muy difícil amar cuando se ama sólo con el espíritu, porque el
corazón no sabe y tiembla y llora”.
“Dios está a nuestro favor, nos ha entregado
a su Hijo y con Él, todos los bienes, ¿quién podrá separarnos del amor de
Dios?” Quien ama, contempla, y queda
trastornado como Pedro, Juan y Santiago; no puede quedarse estático, es necesario entregar
a los demás, lo contemplado; bajar del monte y hacer llegar a todos la voz del Padre: “Este
es mi Hijo muy amado, escúchenlo”.
Él es para
todos, a todos alcanza la promesa de la Resurrección, que si bien no sabemos cómo será,
sí sabemos que será. Nos acosan las mismas inquietudes que a los discípulos: “qué querrá decir eso de resucitar de entre
los muertos”. La Pascua,
a la que nos preparamos, nos dará la respuesta en la realización completa de la Misión de Cristo:
Descansar, felices, en el Reino del Padre. ¡Señor, aumenta nuestra fe!