Primera Lectura: del libro de los Hechos de los Apóstoles 5: 12-16
Salmo Responsorial, del salmo 117: La misericordia del Señor es eterna. Aleluya. Segunda Lectura: del libro del Apocalipsis 1: 9-11, 12-13, 17, 19
Evangelio: Juan 20: 19-31.
Desear, con la sencillez de los niños el alimento que nutre al ser entero, el que propicia el crecimiento hasta la madurez de la salvación; ¿a Quién sino a Jesús mismo?, ¿a Quién sino al Señor de la misericordia?
Terminamos la Cuaresma, celebramos la institución de la Eucaristía, acompañamos a Jesús en el camino al Calvario, quizá, un poco tímidos miramos la Cruz, la muerte, el sepulcro, algo alejados, todavía envueltos por el miedo, la duda, la impotencia, el coraje…, pero no hicimos nada, y ahora nos preguntamos si es posible hacer algo aunque distantes en el tiempo, pero no en la intimidad, ni en el deseo de una fe ferviente, que quiere ser y mostrarse comprometida, como tenue reflejo de la primitiva comunidad cristiana; ellos se reunían en el Pórtico de Salomón, a nosotros nos reúne Jesús alrededor de la Eucaristía, de la Palabra recién pronunciada que resuena siempre nueva, liberadora, que nos impulsa a animar a cuantos nos encontremos en la vida a escucharla, a aceptarla, no tanto por los milagros que pudiéramos realizar sino por el milagro de una vida llena de paz, de congruencia, de servicio.
El Salmo nos recuerda que “la misericordia de Dios es eterna”, nos protege, nos acompaña, es la seguridad sobre la que edificamos nuestro presente y nuestro futuro; de ninguna manera queremos desecharla, es, en último término, Jesús, la Piedra angular quien nos asegura la filiación, el perdón, la victoria final, la que cuenta; junto a Aquel “que es el Primero y el Último. El que vive; el que estuvo muerto, pero ahora vive por los siglos de los siglos; el que tiene las llaves del más allá”, lo ha abierto ya y nos invita a seguir sus pasos, los que Él dio en la batalla para conseguir la victoria.
Hay en la lectura del Apocalipsis y en el Evangelio una anotación que no podemos dejar pasar: Juan cae en éxtasis un domingo, día del Señor; Jesús se presenta ante sus discípulos el mismo día de la Resurrección, domingo, día del Señor y lo hace ocho días después, el domingo: día del Señor, para que tomemos conciencia de que le pertenecemos al Señor, de una manera libre, pero lúcida, comprometida y nos preguntemos qué tanto nos hacemos presentes ante Él, al menos cada semana, “en su día” o bien los cimientos de nuestra casa han quedado abandonados, están llenos de herrumbre, de moho, de olvido…, que vuelva a resonar el salmo y recordemos que su misericordia es eterna y volvamos a ella.
En el Evangelio encontramos a un prototipo de nuestro tiempo: “si no veo, no creo”, el ansia desmedida de las pruebas palpables, que dicho sea de paso, ante una prueba ya no creo, simplemente sé; la fe está en otro nivel, el de la confianza, el de la apertura, el de la humildad, el de un previo conocimiento que me asegura que los testigos son fieles, dignos de creerse, y más aún el Gran Testigo del Padre, Jesucristo. Tomás se ha encerrado en su propio criterio, no ha roto la concha que le impide experimentar la salida de sí mismo y lanzarse a la aventura del encuentro de Jesús a través del testimonio de los compañeros; al menos ante Jesús sí da el paso, no ve sino la naturaleza humana de Jesús, pero su corazón descubre al totalmente Otro y lo confiesa: “Señor mío y Dios mío”.
Estamos en una situación semejante a la de Tomás, pidamos sencillez, aumento de esa fe que supera nuestra limitada lógica humana y que confesemos con los labios, el corazón y las obras que Jesús es el Señor, para gloria de Dios Padre.