Salmo Responsorial, del salmo 94: Señor, que no seamos sordos a tu voz.
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol Pablo a los corintios 7: 32-35
Evangelio: Marcos 1: 21-28
Celebrábamos el jueves pasado la conmemoración de la conversión de San Pablo y finalizábamos la octava de oración por la unión de las Iglesias; hoy universalizamos nuestra petición en la Antífona de entrada: “Reúnenos de entre todas las naciones y que nuestra gloria sea el alabarte.” ¿Cuál es la Gloria del Señor?: “Ámense como Yo los he amado”, y al percibir nuestra impotencia para vivir como Él lo espera, le pedimos nos conceda “amarlo con todo el corazón, pues solamente así podremos “con ese mismo amor, amar a nuestros prójimos.” Sin Él será imposible cumplir su mandamiento.
Para situarnos en la primera lectura: Dios se ha comunicado por medio de prodigios y señales al Pueblo de Israel, éste ha experimentado de cerca su presencia, especialmente en el Sinaí y todavía tiembla: “No queremos volver a oír la voz del Señor nuestro Dios, ni volver a ver otra vez ese gran fuego, pues no queremos morir.” La imagen inmediata que aún los estremece, les impide percibir al Dios Justo, Bueno y Compasivo, y piden un intermediario, alguien que hable en el nombre del Señor, a un Profeta como Moisés. Dios, complaciente, lo acepta y en esta aceptación envuelve la promesa del Gran Intermediario: Jesucristo quien será no sólo portador de la palabra, sino La Palabra misma. Lo anunciado por Moisés, sigue vigente: “A quien no escuche las palabras que él pronuncie en mi nombre, yo le pediré cuentas”.
¡Con qué necesidad pedimos en el Salmo!: “Señor, que no seamos sordos a tu voz.” Conscientes, aceptamos que el saber compromete; pero si no sabemos de Ti, ¿qué sabremos del mundo y de nosotros? En cambio, teniéndote en el centro de la vida, “Aclamaremos al Dios que nos salva; nos acercaremos con júbilo y sin miedo”. La visión ha cambiado, el gozo se acrecienta porque “Tú eres nuestro Dios y nosotros tu pueblo”. Esta verdad vibrante hará imposible que el corazón se endurezca.
El domingo pasado San Pablo advertía: “El tiempo apremia” y “este mundo que vemos es pasajero”; congruente a su palabra va su ejemplo: “Vivir constantemente y sin distracciones en la presencia del Señor, tal como conviene”. En Corinto sonó a sorpresa, y aun ahora sigue sonando, la invitación al celibato, a la virginidad, precisamente para “vivir sin preocupaciones, ocupados en las cosas del Señor”. Entendámoslo bien: la vocación es personal, el camino de realización se multiplica, ni la más mínima sombra de desprecio por el matrimonio; es otra vía de santificación y crecimiento, lo que importa es “vivirla en presencia del Señor”.
En el Evangelio, San Marcos, después de narrarnos la vocación de los primeros discípulos, presenta, escuetamente, como suele, pero con precisión, a Jesús Maestro. Entra en la sinagoga y “se pone a enseñarles”. Para eso ha venido y lo cumple. De inmediato resuena la primera lectura: “Haré surgir de en medio de ustedes un Profeta”. Los presentes lo oyen y se admiran. En ese mismo sitio ha habido muchas voces, pero ahora encuentran la Palabra, de ahí su exclamación: “Habla como quien tiene autoridad y no como los escribas”.
Los maestros de la Ley, hacían referencia a maestros anteriores, Jesús no necesita eso, su fundamento es el Autor de la Ley y de la Alianza; es la Escritura viva: porque “aprendió a escuchar” y eso transmite: “Lo que el Padre me enseñó, es lo que digo”. (Jn. 8:28) “Les doy a conocer todo lo que le he oído al Padre”. (Jn. 15: 15) y vuelve a resonarnos la primera lectura: “A quien no escuche las palabras que él pronuncie en mi nombre, yo le pediré cuentas” ¡.Señor, haznos escuchas!
Una última referencia: dice San Agustín “los demonios también creen y tiemblan”, reconocen, ya tarde, al Señor: “Ya sé quién eres: el Santo de Dios”. Jesús lo calla y lo expulsa. El demonio, con violencia, se retira; un rumor estupefacto se levanta: “¿Qué es esto? ¿Qué nueva doctrina es esta? Este hombre tiene autoridad para mandar a los espíritus inmundos y le obedecen.”
Te pedimos, Señor, que expulses a los “demonios” que nos cercan y que nuestros corazones tengan siempre presente lo que hace tantos años nos recuerda el Concilio Vaticano II: “Acompañen la oración a la lectura de la Sagrada Escritura, porque a Él hablamos cuando oramos, y a Él oímos cuando leemos las palabras divinas”. (Dei Verbum # 25)