Primera Lectura: del libro del profeta Sofonías 2:3, 3:12-13
Salmo Responsorial, del salmo 145: Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los corintios 1: 26-31
Evangelio: Mateo 5: 1-12.
El sábado terminó la Octava de Oraciones por la unión de las Iglesias, hoy le pedimos al Señor que nos reúna de entre todas las naciones para agradecer su poder y cantar sus alabanzas. Todo ser humano está en la mira de Dios en orden a la salvación, nos rodea a todos con un infinito abrazo de su Paternidad y, para tratar de asemejarnos a Él, pedimos en la Oración “amarlo con todo el corazón y con el mismo amor, amar a nuestros prójimos.”
En la visión cristiana, si es que en verdad queremos tenerla, no cabe la acepción de personas; nuestras relaciones interpersonales no deben guiarse por simple empatía o romperse por antipatía; hay en nuestros corazones algo mucho más grande, el Señor, el Dios siempre Mayor, si permitimos que su Gracia actúe, seremos capaces de vivir lo que hemos pedido: un corazón, una visión, una actuación auténticamente universales.
Las tres lecturas de hoy confirman una única línea, la de Dios, iniciada desde la Antigua Alianza y reafirmada por Pablo, quien vive con profunda convicción el ejemplo y el mensaje del Señor Jesús.
“¿Quién será grato a tus ojos, Señor?: el que procede honradamente, el que no juzga, el que no miente, el que no es altanero”. Es tan fuerte la palabra profética, al fin y al cabo, Palabra de Dios, que trasciende los tiempos y las épocas. Cala la realidad, descubre los secretos más íntimos. No tolera las acciones destructivas contra los hermanos, hace reflexionar para que nos unamos a ese “pequeño resto”, para que la justicia y la humildad nos planifiquen. La humildad es la verdad, nuestra verdad de ser creaturas, de ser hijos, de ser hermanos; de ella brotarán la justicia, el respeto y la paz. ¿De verdad deseamos vivir tranquilos?, sometamos a juicio nuestro proceder, ¿es fraterno o sigue los criterios de la sociedad que nos rodea, en la que estamos enclavados y cuyo único interés es el poseer, el poder, la primacía, la triste pero total ausencia de los demás en su vida. ¡Qué diverso es el camino de Dios, va, y si vamos con Él, contracorriente! “No escogió a sabios y poderosos de este mundo…, sino a los pobres, a los débiles, a los ignorantes, a los que nada valen”. Contrastes golpeantes, condena flagrante del “parecer”. Nuestra única gloria es estar ya injertados en Jesucristo y gozar “en Él nuestra santificación y redención”. ¡Qué bien aprendió Pablo el “Sermón del Monte”, sin haberlo escuchado!
Al exponer el camino del Reino, Jesús no utiliza el lenguaje legislativo, no da mandamientos, señala la senda que conduce a la felicidad plena, y lo hace desde Él mismo, con su ejemplo. Invita a que nos centremos en lo que vale y permanece: “Dichosos, bienaventurados, los pobres de espíritu”, sólo desean vivir a gusto de Dios! Dichosos los que lloran ante la injusticia y la impiedad que han olvidado a Dios, los pobres y necesitados porque, libres de toda atadura, ponen toda su confianza en el Señor; los que sufren porque se sienten asociados a la Pasión de Cristo; los que con un corazón limpio trabajan por el bien de todos. Es un programa de vida exigente y radical, tan opuesta a los criterios del mundo, que nos advierte el mismo Jesús: “los perseguirán, los injuriarán, dirán cosas falsas de ustedes, por causa mía, pero alégrense porque su recompensa será grande en los cielos.”
El contenido y la invitación sin duda trastornan muchos de nuestros planes; las incomodidad quizá nos atemoricen, pero, o miramos con intensos ojos de fe nuestra realidad desde la vida y la entrega de Jesús y nos lanzamos, confiados en que Él y el Espíritu nos sostendrán, o nos veremos arrastrados por el contrasentido que nos rodea.
La decisión de correr el riesgo y la aventura, está en nosotros, en ese ¡sí!, sin reticencias al Señor. ¡Convéncenos, Señor, que “sólo en Ti podemos gloriarnos!”