Primera Lectura: del libro del Deuteronomio
18: 15-20
Salmo Responsorial, del salmo 94: Señor, que no seamos sordos a tu
voz.
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol
Pablo a los corintios 7: 32-35
Aclamación: El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz. Sobre los que
vivían en tierra de sombras, una luz resplandeció.
Evangelio: Marcos 1: 21-28.
Que nuestra
oración por la unión de las iglesias se alargue indefinidamente, desde el deseo y la petición, tal como lo
expresa la antífona de entrada: “Reúnenos
de entre todas las naciones”, que por tu gracia lleguemos a realizar esa
unidad ansiada por Ti, Señor, y por todos: “Un
solo cuerpo, un solo espíritu, como también es una la esperanza de la vocación
con la que hemos sido llamados”; (Ef. 4: 4), unificación no sólo de las
Iglesias sino de todos los hombres. Desde esta experiencia viviremos con mayor
plenitud lo que pedimos: “amarte con todo
el corazón, y con el mismo amor, amar a nuestros prójimos”; incapaces ni
siquiera de soñarlo si no es desde Ti y contigo.
Escuchamos en la
lectura del Deuteronomio una promesa que palpamos realizada en el Evangelio que
nos narra San Marcos. Los israelitas temen, y lo confiesan: “No nos hable el Señor porque moriremos,
háblanos tú, Moisés”. Y Dios, aquiescente y comprensivo, pronuncia su
palabra: “Yo haré surgir en medio de tus
hermanos un profeta como tú. Pondré mis palabras en su boca y él dirá lo que le
mande Yo”. Un Profeta que vive entre los humanos, que camina en su
historia, que habla de Dios con las palabras de Dios, que no inventa sino que
comunica lo que ha recibido, y se vuelve testigo de tal calidad, que “A quien no escuche las palabras que él
pronuncie en mi nombre, Yo le pediré cuentas”.
Esto fue lo que llamó la atención de los oyentes en la sinagoga
de Cafarnaúm; no era cualquier palabra la que escuchaban, sino la misma palabra
de Dios, que al ser pronunciada por Cristo, Palabra Encarnada, traslucía
autoridad, magnificencia, claridad,
cercanía, poder de convicción;
por eso no es de extrañar “que quedaran
asombrados, pues hablaba no como los escribas”, estos hacían referencia a
otros maestros, Jesús tiene como referencia al Autor de la Ley y de la Alianza; es la Escritura viva, porque
“aprendió a escuchar”, “aceptó la
vocación”, y eso transmite: “Lo que
el Padre me enseñó, es lo que digo”. (Jn. 8:28) “Les
doy a conocer todo lo que le he oído al Padre, (Jn. 15: 15).
La promesa hecha
a Moisés, llegó a cristalizar la figura ideal del profeta y creció a tal grado
que sintetizó la persona del Mesías; los
asistentes a la sinagoga, lo viven, de inmediato hacen referencia y, espontánea,
llega la pregunta: “¿Qué es esto?, ¿qué
nueva doctrina es ésta?”, y más después de ser testigos de la curación de un enfermo que padecía una anormalidad
psíquica, (por ello eran vistos como poseídos por un espíritu impuro); atónitos
porque Jesús con su sola voz domina esa fuerza maligna que impedía a esa
persona realizar su identidad y vivir en familia. La coherencia de Jesús, su
cercanía a cuantos necesitan cariño, protección y alivio, deja al descubierto
en qué consiste la Buena Nueva; no es el temor del Sinaí, sino el amor
comprensivo y compasivo que nos trae de Dios, que nos descubre al Padre y que
de paso, nos hace comprender, a través de San Pablo, que toda vocación, todo
estado de vida es importante, es valioso, “si
se vive en presencia del Señor, tal como conviene”.
Que la Eucaristía
en la que participamos nos ayude a vivir más profundamente nuestra fe, como lo
pediremos en la oración después de la Comunión.