Primera Lectura: del libro del Génesis 22: 1.2, 9-13, 15-18
Salmo Responsorial, del salmo 115: Siempre
confiaré en el Señor.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los romanos 8: 31-34
Aclamación: En el esplendor de
la nube se oyó la voz del Padre, que decía: “Este es mi Hijo amado:
escúchenlo”.
Evangelio: Mateo 9: 2-10.
“Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas…”
¿Podría, Quien es todo bondad y cariño, dejarnos en el olvido? Somos
nosotros quienes hemos de tenerlo presente. “Con
Él a mi lado, jamás vacilaré”, es Él, no yo, “quien derrotará
al enemigo”. Proclives a la dispersión, no escuchamos al que
está, no solamente junto, sino dentro de nuestro ser; sabedores de
ello, le pedimos: “escucharlo en su Hijo y abrir los ojos para
contemplar su gloria”.
Domingo
de las paradojas del Amor. Cuando todo navega en mar tranquilo, el conocimiento,
la afectividad, la ternura, parecen florecer naturalmente; pero que
no se haga presente el sufrimiento, porque perdemos la pisada, nubes
negras ocultan la frescura de la anterior mirada, el corazón se vuelve
pensativo y amargo, la sonrisa se borra y pinta entre las cejas la interrogante
indescifrable. ¿Qué sucede conmigo, con el otro o la otra?, todavía
más, ¿dónde quedó el Otro que dice que me ama, me cuida y me
protege?
Es ahora
el tiempo propicio, el de volver, otra vez, al silencio que habla y
que ilumina, de regresar a la actitud de escucha, de atención permanente,
de confiar más allá, más lejos todavía.
Abraham
no imaginaba el dolor que venía; mecía entre sus brazos “la promesa
hecha carne”, fruto de sus entrañas, constatación palpable de lo
que fue esperanza. De pronto, la Voz que lo estremece: “Abraham,
Abraham”. Su respuesta es segura, resuena pronta y clara
“sabe en Quién se ha confiado”: “Aquí estoy”, disponibilidad
sin trabas, como la de Samuel: “Habla, Señor, que tu siervo te
escucha”. La paradoja crece, perturba el corazón y la conciencia,
pero no se detiene, da el paso dolorido, de manera inmediata, incomprensible
y nos muestra la realidad del que vive “colgado del Señor”.
“Toma a tu hijo Isaac, al que tanto amas, vete a la región de Moira
y ofrécemelo en sacrificio.”
La angustia hace achicar los huesos, al ser entero. La Fe supera todo
cuestionamiento: “no te entiendo Señor, es la promesa, la que Tú
me entregaste, ¿y quieres que la mate?” Al Señor no se le piden
cuentas, se escucha y ama hasta lo incomprensible. No se trata
de un juego, el dolor purifica, aquilata, hace ver lo invisible:
“El Señor no abandona a sus fieles”.
Sabemos la secuencia, Abraham no la sabía y por ello, por su actitud
confiada, nos dice la Carta a los Hebreos: “Se le apuntó en justicia.
Pensaba que poderoso es Dios para levantar a los muertos.”
(11: 19), y no fue defraudado. ¿Cuántos Issacs he de sacrificar sabiendo
que no detendrás mi brazo? ¡Auméntame la fe!
Meditando
un momento con San Pablo: “¿Qué podrá separarnos del Amor
del Mesías?” “Si Dios está a nuestro favor,
¿quién estará en contra nuestra?”. ¿Y todavía dudamos?
Jesús
se Transfigura, nos enseña su Gloria, porque fue el Gran Escucha; es
Quien resume todo, porque su vida, paso a paso, fue de agrado del Padre;
otra vez el Espejo donde hemos de encontrar, rediviva en nosotros, su
figura.
La Pasión
y la Muerte, - vuelve la paradoja -, son camino de Resurrección y de
Vida.
No podemos
permanecer en el ocio de la contemplación sin compromisos, asombrada,
deleitable y gustosa. Bajemos la montaña y preparemos el diario sacrificio,
aunque no lo entendamos, para resucitar. Quizá sigamos preguntando:
“¿Qué querrá decir eso de resucitar de entre los muertos?”.
Con Abraham respondamos, como nos pide el Padre: ¡“Escuchando”!.
Ya Él se encargará de lo que sigue.