sábado, 27 de agosto de 2011

22º Ordinario, 28 Agosto 2011

Primera Lectura: del libro del profeta Jeremías 20, 7-9
Salmo Responsorial, del salmo 62: Señor, mi alma tiene sed de ti.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los Romanos 12: 1-2
Aclamación: Que el Padre de nuestro Señor Jesucristo ilumine nuestras mentes para que podamos comprender cuál es la esperanza que nos da su llamamiento.
Evangelio: Mateo 16: 21-27  

Le pedíamos al Señor, en la Antífona de entrada del domingo pasado que “nos escuche y nos responda”, ahora le “explicamos” la razón de nuestra esperanza, “porque lo invocamos sin cesar y sabemos que Él es Bueno y clemente y no niega su amor al que lo invoca.”  Preguntémonos, con sencillez, pero con verdad, si hemos hecho hábito en nuestras vidas la recomendación del Señor: “Oren sin intermisión”, si es verdad, no tardaremos en reconocer la voz del Señor que nos indique cuál es el camino a seguir. 

¡Cómo nos parecemos a Jeremías!: han venido y seguirán llegando ratos de desolación, de tiniebla, de prueba y, como a él nos asalta la tentación de abandonarlo todo. En él nos vemos retratados, preferimos lo fácil, nos da miedo el rechazo, la persecución, la burla. Me entiendo y nos entiendo, el camino va de subida, es pedregoso, perdemos de vista a Aquel que nos ha elegido y nos espera y, de súbito, parecería que encontramos el remedio: “Ya no me acordaré del Señor ni hablaré en su nombre.”  Pero como al Profeta, el Lebrel del cielo nos persigue, nos “seduce” y ¡ojalá nos dejemos seducir! Esa es la experiencia profunda de Dios, ese “fuego ardiente” que por más que nuestra naturaleza se esfuerce por rechazarlo, no puede. Por supuesto que el Señor responde, lo que sucede es que, lamentablemente, nos da miedo escucharlo.

Que el Salmo brote del corazón a los labios y, mirándonos incapaces, supliquemos con todas nuestras fuerzas: “Señor, mi alma tiene sed de Ti.”  Soy, somos, dejados a nosotros mismos: “suelo reseco, tierra árida, sin agua” La añoranza de la naturaleza nos enseña vivamente: ¡Cómo desaparece el agua del primer agucero por las grietas resquebrajadas! ¡Cómo va a las profundidades y renueva la vida y pronto hace aparecer los brotes!

Los brotes nacidos del Agua Viva no pueden ser otros que el “verdadero culto”, criterios nuevos, pensamiento y acción transformados para vivir conforme a la voluntad de Dios, buscando y realizando lo que le agrada, lo perfecto. Lograrlo, no es mérito nuestro, es presencia del “fuego que viene de arriba”: “Que el Padre de nuestro Señor Jesucristo ilumine nuestras mentes para que podamos comprender cuál es la esperanza a que hemos sido llamados.”

Jeremías, Pedro, cada uno de nosotros, estamos urgidos de esta luz para “pensar según Dios”, para aceptar lo inaceptable, por incomprensible, a nuestros ojos, a nuestros deseos, a nuestros planes: La Pasión y Muerte, el seguimiento fiel del discípulo para llegar a la Resurrección. Nos aterra lo primero porque perdemos de vista lo último.

Jesús verdaderamente se molesta e increpa a Pedro de manera inusitada: “¡Apártate de mí, Satanás y no intentes hacerme tropezar en mi camino…” ¡Contraste de visiones y de determinación! “Tú piensas según los hombres”, “Yo no he venido sino a hacer la Voluntad del Padre que me envió…, mi alimento es hacer la Voluntad del Padre”. “Padre si es posible, pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya.”

Toda su vida fue obediencia y adhesión y no puede ser otra la forma de seguir a Jesús: “El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, tome su cruz y me siga.”
 
Jesús, la paradoja viviente: “El que salve su vida, la perderá, pero el que la pierda por mí, la salvará”. Ábrenos, Señor, el entendimiento y el corazón, no tanto para que te entendamos sino para que te amemos y te sigamos; no para “recibir” algo por nuestras obras, sino para recibirte a Ti en la plenitud de la Gloria del Padre.

domingo, 21 de agosto de 2011

21º Ord. 21 de agosto 2011.

Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 22: 19-23Salmo Responsorial, del samo 137: Señor, tu amor perduraeternamente.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los Romanos 11: 33-36Aclamación: eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y los poderes del infierno no prevalecerán sobre ella, dice el Señor.
Evangelio: Mateo 16: 13-20.

“Escúchame y respóndeme” le decimos al Señor en la antífona de entrada; pienso que más bien sería al revés: Señor, que te escuchemos y te respondamos. Recuerdo el curso de Ejercicios que tomé en Roma, ya hace años y la precisión que hacía el P. Herbert Alphonse: “La oración del pagano es palabra, la del cristiano es escucha”.
 
Toda petición que hacemos tiene una finalidad y esto no deja de cumplirse en la que nos une a toda la Iglesia: “Danos un mismo querer y un mismo sentir, danos amar lo que nos mandas y anhelar lo que nos prometes, para que en medio de las preocupaciones de esta vida encontremos la felicidad verdadera.”  ¡Esa, la que nunca se acaba, la que viene de Ti, la que pacifica, centra, conduce y orienta hacia la posesión de nuestro ser en tu Ser!
 
Las lecturas de hoy nos estremecen, positivamente, ante la infinitud del Señor, a reconocerlo, alabarlo, a medir nuestra pequeñez, cierta, pero enorme porque de Él tenemos todo, y, especialmente, la gratuidad de la salvación en Cristo Jesús; por eso finaliza este fragmento con esa exclamación de Pablo: “¡A Él la gloria por los siglos de los siglos!” Nos acercaremos a Él, no por vía intelectual: “¡Qué impenetrables son sus designios e incomprensibles sus caminos!”, sino de manera afectiva, experiencial, orante, cuajada de asombro y de silencio, abierta a la efectiva acción del Espíritu desde dentro, atentos a la manifestación del Padre, dóciles en la actitud de escucha. 
 
Hemos captado la relación entre la promesa que hace Isaías a Eleacín y la de Jesús a Pedro: “Pondré la llave del palacio de David sobre su hombro. Lo que él abra, nadie lo podrá cerrar, lo que él cierre, nadie lo podrá abrir.” Aquella fue punctual, la de Cristo abre la universalidad eclesial, la permanencia a pesar de la incredulidad creciente, a pesar del indiferentismo, por sobre cualquier estructura que amenace la dignidad de la persona, porque su origen viene desde arriba, “del Padre de las luces”.  
La pregunta: “Y ustedes ¿quién dicen que soy Yo?”, continúa resonando en el mundo y en cada uno de nosotros. No podemos contentarnos con una respuesta irrelevante, sin compromiso, que permanece a nivel de opinión extrínseca. Pidamos que surja, con una fe firme y decidida, confiada en Dios y mantenida por el trato y el conocimiento interno de Jesús: “¡Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo!” Aquel que ofrece frescura, novedad, creatividad, liberación, esperanza que inicia desde aquí, esfuerzo por instaurar un Reino de justicia y de paz y que queremos que cuente con nuestra adhesión incondicional, hecha acción, para convertirnos, a ejemplo suyo, en hombres y mujeres para el servicio de los demás. 

Digámoselo al recibirlo en la Eucaristía, en ese encuentro profundo y silencioso. Digámoselo con humildad y llenos de confianza: “¡Verdaderamente, Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios!” ¡Ciertamente nos escucha y hará vida en nosotros esta confesión!

miércoles, 10 de agosto de 2011

20° ordinario, 14 agosto, 2011.

Primera Lectura: del libro del profera Isaías 56: 1, 6-7
Salmo Responsorial, del salmo 66:  Que te alaben, Señor,todos los pueblos.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los Romanos 11: 13-15, 29-32
Aclamación: Jesús predicaba el Evangelio del Reino y curaba las enfermedades y dolencias del pueblo.
Evangelio: Mateo 15: 21-28.
  
La liturgia de hoy continúa con el tema de la Fe, la que parecería que faltó a San Pedro, como leíamos el domingo pasado, pero que surgió, como del rescoldo, la suficiente para gritar: “Señor, sálvame”. Busquemos entre las cenizas el fuego que revive esa confianza, surgida, como hemos reflexionado muchas veces, del conocimiento, de la entereza y convicción de que en Jesús encontramos la sanación, la recuperación de lo que sentíamos perdido. Esa llama, otra vez fulgurante, nos hará sentir que es verdad lo que hemos escuchado y confesado en la antífona de entrada: “un solo día en tu casa, vale más que mil en cualquier otra parte”; que agrande lo que perdura: el Amor, una vez más como fruto del conocimiento, de la aceptación y del auténtico abandono en manos de Aquel que nos promete mucho más de lo que nosotros podríamos imaginar, sintiendo el eco de lo que nos dice San Pablo en el fragmento que hemos escuchado de la carta a los Romanos: “Dios no se arrepiente de sus dones ni de su elección”.

Sabernos elegidos, no en una exclusividad que nos engría, sino en una realidad que nos invite a la total aceptación del plan universal del Señor; para Él no hay barreras, no hay separatismo, El Padre y Jesús, son para todos, llamados, con y por la fuerza del Espíritu, a formar parte de la única familia, la humanidad nueva en la que reinen la justicia, la convivencia, la comprensión, el servicio interesado en expandir el Reino, manifestando un culto verdadero, el que nace de los corazones sinceros, que guiará, por nuestras actitudes, a todos los hombres “al monte santo para llenarlos de alegría”; solamente así se volverá realidad efectiva lo que hemos cantado en el salmo: “Que te alaben, Señor, todos los pueblos”.
El rejuego de rechazo y aceptación que propone Pablo, nos debería hacer pensar en las respuestas diarias que damos a Dios; la rebeldía de unos, por no reconocer a Jesús Mesías, abrió las puertas a los paganos, extranjeros, lejanos que ni siquiera habían oído hablar de Él; el gozo de la reconciliación, de la adhesión a Jesús, provocará  la reintegración, la resurrección, y la misericordia de Dios se extenderá  por todas las regiones de la tierra. ¡Somos factores decisivos para la salvación de otros! Lo seremos si constatan en nosotros los actos nacidos de la fe, del amor que nos asemeja a Jesús, “Primogénito entre muchos hermanos”.
El Evangelio nos confirma lo que significa la persistencia en la fe. Jesús sale de la tierra de Israel, va, con sus discípulos a la región de Tiro y Sidón. Una “extranjera, pagana”, que por la cercanía tenía noticia de Jesús, le implora: “Señor, hijo de David, ten compasión de mí. Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio”. Los discípulos, muy lejanos todavía del espíritu de Jesús, le piden que la atienda “porque viene gritando detrás de nosotros”; aún no miran sino por su propio bienestar. Jesús expone claramente cuál es su misión; la mujer insiste. La forma en que el Señor se dirige a ella, nos desconcierta, parece un desprecio, una discriminación. La fe saca fuerzas del corazón angustiado de la cananea: “también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de sus amos”.

La petición de una mujer, María, adelantó la manifestación de Jesús en Caná; la súplica de otra mujer abre las puertas a la universalidad del Reino, Él ha venido para la salvación de todos los hombres y su expresión lo confirma: “Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas”.

Para la fe no hay distancias, para el Señor tampoco. “Y en aquel mismo instante quedó curada la hija”.

No conocemos todos los detalles del plan de Dios, la oración y la petición confiada nos enseñan que no están lejos de nosotros; Dios nos ama a todos como hijos e hijas, nos enseña a romper barreras de exclusivismo, de discriminación y a abrirnos a todo ser humano y a romper todo aquello que nos separa; podemos adelantar la realización del plan de Dios, ¡esto es admirable!

miércoles, 3 de agosto de 2011

19° ordinario, 7 agosto 2011.

Primera Lectura: del 1er libro de los Reyes 19:9, 11-13
Salmo Responsorial, del salmo 84: Muéstranos, Señor, tu misericordia.
Segunda lectura: de la carta del apóstol Pablo a los Romanos 9: 1-5
Aclamación: Confío en el Señor, mi alma confía y espera en su palabra.
Evangelio: Mateo Mt. 14: 22-33. 
 
Imagino al Señor respondiendo a nuestra plegaria: “Acuérdate, Señor, de tu alianza”, cómo nos dice: ¿Acaso alguien o algo puede permanecer en el olvido ante Mí?, los tengo presentes, les ofrezco siempre mi ayuda, sus voces no se apartan de “mis oídos”, son ustedes los que se olvidan de ustedes mismos y, lo que más me sorprende, es que se olvidan de Mí y de mi Alianza. Entonces oramos juntos: “haz crecer en nosotros el espíritu de hijos adoptivos tuyos, y que comencemos a gozar, ya desde ahora, de la herencia que nos tienes prometida”. Que el agua regrese a su cauce, que los corazones reconozcan el único camino, el Hijo Predilecto que nos salva de todas las tormentas, internas y externas. 
 
En la primera lectura, la experiencia de Elías corrige cualquier imagen o concepto erróneos que hubiéramos podido concebir de Dios; ¡qué  lejos de aquel Dios que infundía temor a los israelitas y que hablaba a Moisés con truenos, densas nubes y trompetas!; se nos muestra no en el huracán, o en el terremoto, no en el fuego, sino “en el murmullo de una suave brisa”. Nuestro Dios es cariño, tranquilidad, pacificación, ya no necesitamos taparnos el rostro como el profeta, necesitamos abrir los ojos para descubrirlo constantemente en Jesús: “la presencia del Dios invisibl;, quien me ve a Mí, ve al Padre”. A través de Jesús escuchamos las palabras del Señor, captamos que la salvación, no sólo está cerca, ya está dentro de nosotros “por el Espíritu que nos hace exclamar: ¡Abbá!, Padre”. 
 
Esta conciencia atestiguará, como nos da a conocer San Pablo, que la luz del Espíritu es tan fuerte, que nos haría exclamar, paradójicamente, como lo hace él: “Hasta aceptaría verme separado de Cristo, si esto fuera para bien de mis hermanos”; paradoja, pues acaba de decirnos que “nada ni nadie podrá separarnos del amor de Cristo”. Es una expresión que revela el inmenso amor que tiene por la Buena Nueva, por la primera Iglesia, por su raza de la que nació Cristo. Es un esforzado intento para que reflexionen y reflexionemos en la maravillosa dignación de Dios que nos ha hecho hijos adoptivos en Cristo, verdadero Dios, verdadero Hombre, “bendito por los siglos de los siglos”.  Fruto de esta experiencia, si ha sido intensa, es el Aleluya: “Confío en el Señor, mi alma espera y confía en su palabra”. 
 
Jesús nos deja el ejemplo práctico para encontrar al Padre: “Después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar. Llegada la noche, estaba Él solo allí”. Nos hace recordar lo que ya había dicho: “Nunca estoy solo, mi Padre está conmigo”. Estar sin Jesús, en medio de la tormenta, nos llenará de pavor, la bruma de las tribulaciones y trabajos nos impedirá verlo, pero aguzará nuestros oídos para escucharlo: “Tranquilícense y no teman. Soy Yo”. Bajar al mar bravío, podremos hacerlo si no quitamos la mirada en Jesús, de otra forma, nos hundiremos. Que quede en nosotros la llama de la fe para gritar, como Pedro: “¡Sálvame, Señor!”. Su mano, su misericordia y su cariño por nosotros, nos salvará, aunque nos reprenda “por haber dudado”. La luz de su presencia nos impulsará a reconocerlo: “Verdaderamente Tú eres el Hijo de Dios”.