viernes, 28 de octubre de 2016

Domingo 31° Ordinario, 30 de octubre de 2016



Primera Lectura: del libro de la Sabiduría 11:22, 12:1
Salmo Responsorial, del salmo 144: Bendeciré al Señor, eternamente.
Segunda Lectura: de la segunda carta del apóstol Pablo a los tesalonicenses 1:11-2,2
Aclamación: Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo Único, para que todo el que crea en El, tenga Vida Eterna.
Evangelio: Lucas 19: 1-10

Al considerar la Antífona de Entrada, nos percatamos de que el Señor no sólo no nos deja, sino que sale a nuestro encuentro constantemente. Al mirarnos a nosotros mismos, brota la súplica, precisamente porque nos conocemos, para que nos aleje de todo aquello que pudiera apartarnos de Él: criaturas, dinero, ambiente, sociedad, superficialidad, egoísmo. La respuesta de los corazones sinceros no se hace esperar. ¿Al menos procuramos tener un corazón sincero, orientado a lo que dura, a lo que proporciona la paz, o nos quedamos apesgados a lo que pensamos es la felicidad?

El Libro de la Sabiduría nos centra en la experiencia de ser criaturas: El Señor es el hacedor de todo, el mundo entero con todas sus riquezas puestas en la balanza, pesa menos que un grano de arena. Regresamos a meditar lo relativo de las cosas, todas ellas y redescubrimos al Absoluto. Qué ánimo tiene que embargarnos lo que dice a continuación: “Aparentas no ver los pecados de los hombres para que se arrepientan. Tú amas cuanto hiciste, no aborreces nada de cuanto has creado, pues si lo hubieras aborrecido no lo hubieras creado.”  Necesitamos experimentar profundamente ese Amor eterno del Señor por cada uno de nosotros: El Señor me tiene eternamente presente, ¿cuál es mi respuesta a su cariño, a su delicadeza, a su predilección?

Mínimo, cantar, profundizar diariamente en el estribillo del Salmo: “Bendeciré al Señor eternamente.” Ya estamos en el camino de eternidad y tenemos que acostumbrar a nuestro interior a Alabar, Bendecir y Servir al Señor mientras duren nuestros pasos peregrinos para continuar haciéndolo con todos los que le han sido fieles y ya gozan de Él sin temor de perderlo.

Orar unos por otros, como nos dice San Pablo, para “que el Señor nos haga dignos de la vocación a la que hemos sido llamados… su poder, su gracia, su presencia nos asegurará en el camino directo hacia Él: siempre afianzados en el Único Mediador: Cristo Jesús.

En el Evangelio, simplemente tratemos de hallar la mirada de Jesús, como la encontró Zaqueo: esa mirada dulce, penetrante, invitadora, comprometedora, que si lo hacemos, encontraremos la fuerza para hacer lo que hizo aquel jefe de publicanos y rico. De qué forma impulsa a superar todos los obstáculos el solo deseo “de ver a Jesús”.  No le importó el que se rieran de él, sujeto con renombre, ricamente vestido, subiendo a un árbol, desenredando su manto, con tal de “ver a Jesús”. Las consecuencias las hemos escuchado, cuando el corazón sana, toda creatura, comenzando con el dinero, toma su estatura precisa ante al Absoluto.

Preparémonos siempre para ese “encuentro”, que es posible en cualquier momento y para escuchar: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa.”  El Señor nos creó muy bien hechos, no nos desaprovechemos. Pidámosle que esté constantemente presente ese deseo de verlo y de encontrarlo en cada creatura, y de manera especial en nuestros semejantes: “La realidad del rostro divino se transparenta en el rostro humano, porque cada hombre es mi hermano.”  Vivir en cristiano es abrirnos a todos, es cortar de tajo toda murmuración, toda interpretación que descalifique. Sintámonos acogidos por las palabras de Jesús: “El Hijo del hombre ha venido a buscar lo que estaba perdido.”  Si acaso alguna vez hemos equivocado la senda, ya sabemos donde reencontrarla.

sábado, 22 de octubre de 2016

30° ordinario, 23 octubre 2016.- (DOMUND – Domingo mundial de las Misiones)



Primera Lectura: del libro del Eclesiástico 35: 15-17, 20-22
Salmo Responsorial, del salmo 33: El Señor no está lejos de sus fieles.
Segunda Lectura: de la segunda carta del apóstol Pablo a Timoteo 4: 6-8, 16-18
Aclamación: Dios ha reconciliado consigo al mundo, por medio de Cristo, y nos ha encomendado a nosotros el mensaje de la reconciliación.
Evangelio: Lucas 18: 9-14.

¿Se alegra, con toda sinceridad, mi corazón porque busco continuamente la ayuda del Señor?, ¿porque anhelo estar en su presencia? ¿Cómo es mi trato con Dios, ha pasado a ser para mí un factor único, a quien acudo antes de cualquier determinación, a quien reconozco como mi Señor? ¿Es mi oración un monólogo o un diálogo humilde y confiado que pide la solidificación de la fe, la esperanza y el amor para enderezar el camino y seguir sus mandamientos, para agradarlo y recibir de Él la corona prometida a cuantos esperan su venida?

¿Cuál es la realidad, mi realidad a la que me enfrento?, esa “verdadera historia” que pide San Ignacio, la que es y como es, abierta en abanico, sin intentar solapar mi pequeñez con las minúsculas acciones, sin duda buenas, pero que distan, años luz, de lo que Él espera de mí. De ninguna manera se trata de un juicio condenatorio global, sino de que analice, con franqueza, si estoy viviendo el “cumplimiento” partido o bien he profundizado en mi interior y me encuentro, sin rodeos, “pecador”. Viene a cuento lo que dice San Agustín: “pecador no es tanto el que peca, sino el que se sabe capaz de pecar”, de hacer a un lado a Dios y ponerse en el centro del propio ser; probablemente no tanto en la acción, sino en la intención, en la soberbia, en el apropiarse lo ajeno, sin reconocer que viene de arriba.

Por más que lo intente, “el Señor no se deja impresionar por apariencias…, escucha las súplicas del oprimido…, la oración del humilde – aquel que reconoce la verdad -, atraviesa las nubes y mientras no obtiene lo que pide, permanece sin descanso y no desiste hasta que el justo Juez le hace justicia”.

Esta es la oración que oye Dios: “Señor, apiádate de mí que soy un pecador”. Sé que no habrá cambios espectaculares en mi vida, no prometo nada, me voy conociendo y he constatado que esos propósitos, hechos mil veces, yacen olvidados en papeles amarillentos; simplemente estoy aquí para que me mires como sólo Tú sabes hacerlo: con misericordia, perdón y comprensión. ¡Mírame para que alguna vez pueda mirarte! Aparta de mí la tentación de “la ilusión de la inocencia”, la que me haría, como incontables veces lo ha hecho, sentirme superior: “Yo no soy como los demás”.

Que aprenda de los que te han servido fielmente, de Pablo, que siente en todo momento que “has estado, estás y permanecerás a su lado”, para luchar bien en el combate, para continuar caminando hacia la meta perseverante en la fe, esperanzado en recibir el premio prometido; sin enorgullecerse por sus méritos, pues sabe de dónde proviene la capacidad de pronunciar y mantener el   del compromiso para llegar, sostenido por ti, al Reino celestial y proclamar: Gloria al Único que la merece.

¡Señor, que regrese, que regresemos, justificados, porque Te hemos reconocido como nuestro Dios y nuestro Padre, porque nos hemos reconocido pecadores, necesitados pero reanimados, seguros de tu amor y tu perdón pues ya nos has mirado y fortalecido con el Pan que da la Vida en esta Eucaristía, en ella te nos das en Jesucristo, tu Hijo y nuestro Hermano!

domingo, 16 de octubre de 2016

29º. Ordinario, 16 octubre 2016.-



Primera Lectura: del libro del Éxodo 17:8-13;
Salmo Responsorial, del salmo 120: El auxilio me viene del Señor, que hizo el Cielo y la Tierra.
Segunda Lectura: de la segunda carta del apóstol Pablo a Timoteo 3: 14-4:2
Aclamación: La Palabra de Dios es viva y eficaz y descubre los pensamientos e intenciones del corazón.
Evangelio: Lucas 18: 1-8.

La invocación con que se abre la liturgia de hoy, nos descubre la ternura de Dios. ¡Cómo tenemos a nuestro alcance, si lo invocamos, la posibilidad de sentirnos, tiernamente, bajo su cuidado: “como la niña de tus ojos, bajo la sombra de tus alas”! Comparaciones que comprendemos, aun cuando Dios ni tenga ojos ni tenga alas; pero que el salmo utiliza para iluminar la relación, siempre cercana del Señor, para con aquellos que “lo invocan” –lo invocamos y atendemos como Él nos atiende. Con Él y desde Él obtendremos la fortaleza y la constancia para “ser dóciles a su voluntad” y encontrar el modo de “servir con un corazón sincero”.  

Nos conocemos, o al menos pensamos que nos conocemos, y encontramos en nosotros actitudes de una autosuficiencia que a la postre nos engaña, nos defrauda y nos induce al desánimo. Al detenernos a escuchar y profundizar la Palabra de Dios, captamos que todas las lecturas invitan a la oración, a la confianza, a la perseverancia, a examinar, con mucha atención, ¿cómo está nuestra relación de intimidad con Él; cómo está la Fe activa?, esa que pedíamos, junto con los apóstoles que Jesús hiciera crecer: “¡Señor, aumenta nuestra fe!”, no desde lo cuantitativo, sino desde lo cualitativo; la que hemos recibido como don y regalo, pero que necesita el cuidado y atención de nuestra parte para actuar en consonancia, la que parte desde el trato, el conocimiento, la aceptación, la que genera el compromiso…, que si no insistimos, se obscurecerá en medio de las preocupaciones que acaparan nuestra atención, nos envuelven y nos hacen olvidar lo fundamental. 

Bella imagen la de Moisés con los brazos levantados en actitud de súplica, de confianza, de la seguridad que da la conciencia de que Dios está con su Pueblo; al estar con Él, Él está con nosotros; al prescindir de Él, comienza la derrota. Momento de preguntarnos si elevamos, no solamente los brazos, sino el ser entero, hacia la altura “de donde nos viene todo auxilio”, como signo de confianza y abandono en Aquel “que protege nuestros ires y venires, ahora y para siempre” , si pedimos ayuda a los demás para que nos sostengan o volvemos a la encerrona de la estéril autosuficiencia. Una vez más encontramos en las personas del Antiguo y Nuevo Testamento que la oración es necesaria y en sí misma es eficaz en la búsqueda de orientación de nuestras vidas hacia Dios. No es nuestra palabra la primera, el Padre ya ha hablado por Su Palabra que “es útil para enseñar, para reprender, para corregir y para educar en la virtud, a fin de que el hombre esté preparado para toda obra perfecta”. En nuestra oración ya está Dios, ya está Jesús presente; conocen nuestras necesidades pero “les gusta” que las expresemos “sin desfallecer”. 

Un juez inicuo “que no teme a Dios ni respeta a los hombres”, se determina a hacer justicia “por la insistencia de la viuda”, ¡cuánto más Aquel que es la Justicia y el Amor sin límites, nos escuchará “si clamamos día y noche”!

La última frase que pronuncia Jesús, quizá nos haga temblar, pero también adentrarnos más y más en la realidad que vivimos: “cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?”. Regresemos a la oración y renovemos nuestra súplica: “haz que nuestra voluntad sea dócil a la tuya y te sirvamos con corazón sincero”, firmes en Cristo Jesús.