jueves, 31 de diciembre de 2020

Santa María Madre de Dios, 1° enero 2021.--


Primera Lectura:
del libro de los Números 6: 22-27
Salmo Responsorial,
del salmo 66: Ten piedad de nosotros, Señor, y bendícenos.

Segunda Lectura:
de la carta del apóstol Pablo a los gálatas 4: 4-7
Evangelio
: Lucas 2: 16-21. 

¿Costumbre, rutina? ¡Aguardamos el 1º de Enero para decir a voces: Feliz Año Nuevo!, si detenemos por un momento el paso y el pensamiento, captamos que “lo nuevo” es cada instante y lo grandioso de la novedad es que, al fijarnos en el tiempo, comprendemos que en sí mismo, mirando el segundero del reloj, “no es, es y deja de ser”, en un paso rítmico e interminable que recorre, acompasado, carátulas y vidas, como un algo que se va, se va y no retorna. 

¿Qué novedad es ésta, que no es; esa a la que apenas miro y ya se ha ido? La que señala el camino que acaba y no termina, la que nos hace conscientes de estar viviendo entre la trama del espacio y aquello que llamamos tiempo, magnitudes que estrechan la visión y por lo mismo  invitan a romperla porque el latido sigue, porque el horizonte de la esperanza se abre en infinito y urge, no a acelerar el paso, no podemos, ya que él mismo nos lleva hasta el final concreto, desconocido en sí, pero seguro en el encuentro cuando se rompan, en silencio, lo que llamábamos el espacio y el tiempo y comencemos, sin otra referencia externa, a vivir la intensidad total, fuera de miedos, de distancia y relojes, el hacia dónde, que el Señor imprimió, desde el principio, en lo profundo del ser de cada uno. Ésta es la novedad: ¡ya estamos viviendo la Eternidad! 

La “bendición de Dios” nos acompaña, “hace resplandecer su rostro sobre nosotros, nos mira con benevolencia y nos concede la paz”. ¿Qué mejor augurio podemos desear para el año que inicia? El mismo Señor nos enseña a invocar su nombre. 

“La plenitud de los tiempos”, no hace referencia temporal, indica la maduración progresiva de la historia que ha alcanzado la plenitud necesaria para que Dios, en Cristo, por María, traiga hasta nosotros la filiación divina, en un hermano, en un hombre cuyo nombre nos salva y enaltece: Jesús, el Salvador, Hijo de Dios e Hijo de María. Jesús por Quien y en Quien podemos llamar a Dios ¡Padre!, y ser herederos del Reino que ¡ya está entre nosotros! 

Seamos como los pastores: corramos y encontremos a María a José y al Niño y salgamos, con una nueva luz, a proclamar que la salvación ha llegado; ese es el distintivo del cristiano: contemplar, llenarse de Dios en Cristo y en María y promulgar con alegría que ya no somos esclavos sino hijos. 

Imitemos también a María, la creyente, la fiel y obediente, la que se da tiempo y da tiempo a Dios “guardando y meditando todas estas maravillas en su corazón”, la discípula excelsa que escucha y pone en práctica la Palabra de Dios. 

Antiguamente se celebraba en este día El Santo nombre de Jesús: “El Señor salva”, hoy están unidas las dos festividades: la circuncisión, momento en que se imponía el nombre al nuevo miembro de la comunidad judía, que abarca ahora a la comunidad humana, y la de María, Madre de Dios al haber dado a luz, con la fuerza del Espíritu Santo, al Hijo Unigénito de Dios. Vuelve a relucir la Buena Nueva: “hemos sido transladados de las tinieblas a su luz admirable”.

miércoles, 23 de diciembre de 2020

Natividad del Señor, 24 diciembre 2020.--


Primera Lectura:
del libro del profeta Isaías 9: 1-3
Salmo Responsorial,
del salmo 95
Segunda Lectura:
de la carta del apóstol Pablo a Tito 2: 11-14
Evangelio:
Lucas 2: 1-14

¡El tiempo se ha cumplido! “Tú eres mi Hijo, hoy te engendré Yo”. Luz, Vida, Esperanza, Camino, Verdad, Paz, Guía y podríamos continuar sin parar, enumerando los atributos-realidades que no son de Cristo, son Cristo mismo. 

Aun cuando no lo confiese, la humanidad entera está hambrienta de luz y de verdad, de fraternidad, de gozo, paz y serenidad. 

El misterio de la interioridad del hombre dejará de serlo cuando aceptemos el misterio de Dios hecho Hombre que esta noche se nos hace patente y nos invita a recorrer el camino de regreso a la gloria del Padre; entonces dejaremos de ser misterio para nosotros al sumergirnos, inundados de su luz, en el misterio de Dios. 

Para cosechar necesitamos haber sembrado, para repartir el botín, debimos haber vencido. Cristo nos provee de semilla abundante, de armas imbatibles para la lucha “que no es contra hombres de carne y hueso, sino contra las estratagemas del diablo, contra los jefes que dominan las tinieblas, contra las fuerzas espirituales del mal”. Revistámonos con ellas: “el cinturón de la verdad, la coraza de la honradez, bien calzados y dispuestos a dar la noticia de la paz, embrazado el escudo de la fe que nos permitirá apagar las flechas incendiarias del enemigo; el casco de salvación y la espada del Espíritu, es decir la Palabra de Dios” (Ef. 6: 12-17), solamente así conseguiremos que su Humanidad engrandezca la nuestra. 

¡Increíble: ¡un Niño “ha quebrantado el yugo que nos esclavizaba”! ¿No es absurdo, una vez libres, regresar a las ataduras? Abramos ojos y oídos para escuchar al “Consejero admirable, a Dios poderoso, al Padre amoroso, al Príncipe” que viene a reinar “en la justicia y el derecho para siempre”; ofrezcámosle como trono inicial, la interioridad de nuestro ser. 

Hoy todo ha de ser canto, proclamación, alegría y regocijo porque “nos ha nacido el Salvador”. Viene el que ES la Gracia, con Él aprenderemos a vivir en constante religación, a renunciar a los deseos mundanos, a ser sobrios, justos y fieles a Dios, a practicar el bien. Verdaderamente no tenemos excusa si actuamos de otra forma. 

Hagámonos, como dice San Ignacio en la contemplación del Nacimiento, “esclavitos indignos” y extasiémonos mirando a las personas, escuchando sus palabras, rumiando en nuestros corazones la grandiosidad en la pequeñez, el incomprensible silencio de “Aquel por quien fueron hechas todas las cosas, y sin Él nada existiría de cuanto existe”. (Jn.1: 3). Pidamos que entre con toda su fuerza y rompa nuestra ansia loca de tener sin tenerlo a Él. Verdaderamente “nos enriqueció con su pobreza”. 

No podemos menos de unirnos al coro de todo el universo para entonar el Himno de la Gloria, de la Alegría, de la Paz porque Dios en su Hijo Jesucristo, hermano nuestro, ha rehecho nuestros corazones, nuestros ideales y orientado hacia Él nuestras vidas.

sábado, 19 de diciembre de 2020

4°. Adviento, 20 diciembre 2020.-


Primera Lectura:
del libro del profeta Samuel 7: 1-5, 8-12, 14. 16
Salmo Responsorial,
del salmo 88:
Proclamaré sin cesar la misericordia del Señor.
Segunda Lectura:
de la carta del apóstol Pablo a los romanos 16: 25-27
Evangelio:
Lucas 1: 26-38  

El Señor nos esclarece más y más la razón de nuestra alegría, la invitación que nos dejaba algo perplejos la semana pasada, pues nos sentíamos como sin luz, sedientos, perdidos en el camino, hoy se ve iluminada por la misma Palabra de Dios a través de Isaías, Palabra que anuncia, para nosotros, lo que ya es Historia, pero que la humanidad tuvo que aguardar siglos para contemplarlo: “Destilen, cielos, el rocío, y que las nubes lluevan al Justo; que la tierra se abra y haga germinar al Salvador”. Unión de lo divino y lo humano, el cielo, que sensiblemente imaginamos “arriba”, y la tierra, nuestro barro, nuestra pequeñez, nuestra debilidad, pero que recibe una fuerza tal que, por la presencia activa del Dios Trinitario, es cuna humana de Jesús, el Emmanuel, el que realiza, desde la Encarnación hasta la Resurrección y Ascensión, sin olvidar el paso amargo de la Pasión y de la Cruz, la total afirmación del “Dios con nosotros”. 

En la primera lectura, David desea construir una casa para Yahvé, pero a través de Natán, Dios le hace cambiar la visión: no quiero un espacio reducido, mi casa son los hombres, mi casa no son piedras inanes, es mi Pueblo, ustedes “piedras vivas en las que se va edificando el templo espiritual”, como no dice San Pedro ; especialmente es “la dinastía que te prometo, es tu hijo y es Mi Hijo”“es el trono y l reino que será estable eternamente”. Ya está gestado el Misterio que se mantuvo secreto durante siglos y que ahora ha quedado de manifiesto, en Cristo Jesús, “para atraer a todas las naciones a la obediencia de la fe”.  Sin duda resuenan las palabras de Jesús: “Dichosos ustedes porque oyen”; el misterio, aunque siga siendo misterio, ahora nos permite entrever su contenido porque el Señor se ha hecho presente entre nosotros; pero no basta con oírlo, la respuesta ha de ser: aceptar a Jesús todo entero, sin convencionalismos, sin partijas, en la radicalidad de su entrega, de su amor, de su obediencia al Padre. Por eso, es “el Hijo de las complacencias del Padre”, ya heredó y convirtió la promesa en realidad “al heredar el trono que será estable eternamente”. Están abiertas las puertas del Reino, e invitados todos los hombres a pasar el umbral y unirse al canto de alabanza con todos los que han aceptado y seguirán aceptando, -confiamos contarnos entre ellos-, ingresar a la Gloria: “Proclamaré sin cesar la misericordia del Señor”. 

En los domingos anteriores, personajes sin tacha, que no pusieron peros al Espíritu de Dios, Isaías y Juan Bautista, nos mostraron cómo prepararnos a la venida del Señor. Al concluir el Adviento, María centra nuestra atención; Ella es el último eslabón en la larga cadena de personas a las que Dios invitó a colaborar para hacer posible que el Verbo de Dios, Jesús, se hiciera hombre. ¡Cuánto debemos aprender de Ella! 

María, “llena de Gracia”, aprendió a decidir desde la fe y la confianza, desde la penumbra de lo incomprensible, pues no puede acceder a la evidencia que proviene de la clara manifestación del ser, y acepta la palabra del ángel, testigo que sabe lo que dice y dice lo que sabe, al fin y al cabo, cumplidor de la misión recibida de parte de la Trinidad, y se deja cobijar por “la sombra del Espíritu”. 

La total disponibilidad de María, aun cuando le sea imposible entender todo lo que encierra la petición de Dios –Él siempre pide permiso para entrar a los corazones-, accede a salir de sí misma y deja que Dios disponga de su vida: “Yo soy la esclava del Señor, cúmplase en mí lo que has dicho”. Dios quiso y quiere tener necesidad de los hombres. Que, en cada uno de nosotros, como en María, “Jesús se haga carne y habite desde nosotros, para todos los hombres y mujeres de nuestro mundo”. 

sábado, 12 de diciembre de 2020

3°. Adviento, 13 diciembre, 2020.-


Primera Lectura:
del libro del profeta Isaías 61: 1-2, 10-11
Salmo Responsorial,
del evangelio de Lucas 1: 46: Mi espíritu se alegra en Dios, mi salvador.

Segunda Lectura:
de la primera carta del apóstol Pablo a los tesalonicenses 5: 16-24;
Evangelio: Juan 1: 6-8, 19-26.

Estamos a mitad del Adviento, tiempo de preparación que nos pide penitencia, austeridad, conversión; hoy se abre la liturgia con una exclamación de Alegría; es el gozo que florece en rosa: “Estén siempre alegres en el Señor, se lo repito, estén alegres. El Señor está cerca”.

¡Señor, Tú conoces mejor los tiempos que vivimos: pandemia, violencia, angustias; seres que vienen desde Ti y han olvidado la sensibilidad con que los creaste, problemas económicos, consumismo; ¿a cuántos inocentes has recibido últimamente, lastimados, heridos, infectados?, y ¿nos pides que estemos alegres?, ¿de dónde provendrá la fuerza que provoque y mantenga esa alegría?

Buscamos en nuestros interiores y encontramos vacío; ansiamos una paz que no puede brotar desde nosotros; se ha perdido el amor entre los hombres y con él la convivencia y la sonrisa franca; nos acechan temores, desconfianza, la mirada se nubla y el corazón se seca, ¿dónde encontrará su estancia la alegría?

Bordeamos tu misterio y el nuestro, nos urge tu presencia, con ella como guía, podremos traspasar la nube que nos cerca y encontrar la Luz de tu Palabra. 

Para ello te pedimos “¡danos un corazón nuevo!”, una inteligencia limpia y transparente que discierna, separe, “y conserve lo bueno”. Así podremos penetrar la entraña de la promesa y llegar a la  raíz del ser que somos, “ungidos por tu Espíritu”, como nuevos profetas, captaremos tu mensaje de salvación, de cura, de liberación y gracia y entonces llegaremos al fondo, donde nace la fe, el cauce que desborda toda limitación y que llena de paz al ser entero: “espíritu, alma y cuerpo”, para prorrumpir en cantos de alabanza y gratitud; revestidos de Ti, con corona y vestido de bodas, surgirá, como árbol frondoso, la auténtica alegría. ¡Es otro el nivel al que nos llamas! “Tú eres fiel y cumples  tu promesa”.

Pensando en los testigos, encontramos cuatro voces en bello tetragrama: el Profeta, María, Juan y Jesús; acordes componen la sinfonía perfecta que teje la esperanza.  La relación entre Dios y el ser humano se transforma, es el tono concreto de Isaías, vuelve a ser una alianza de amor, cimiento firme en donde crezca el Reino.

María al aceptar, confiada, la propuesta de Dios, exulta en el júbilo que sólo puede llegar por el Espíritu.

Juan, interrogado, niega y afirma, “Yo no soy el Mesías, ni Elías ni el profeta”; no rehuye la confesión personal: “¿Qué dices de ti mismo?”, su afirmación es clara: “La voz que grita en el desierto: enderecen el camino del Señor”. Pudiendo hacerse pasar por el Mesías, rodeado del apoyo y admiración del pueblo, opta por la verdad, por lo que es, por lo que quizá desde la obscuridad de la fe, ha recibido como misión: ser heraldo y advertir que “El que viene, ya está entre ustedes”, ¡abran los ojos, el corazón y los oídos, pues de otra forma no lo reconocerán! ¿Qué decimos nosotros de nosotros?

Jesús, el Esperado, “el Hijo de las complacencias del Padre”, no habla ahora, pero ya prepara la presentación definitiva y citará en la Sinagoga de Cafarnaúm, las palabras que hoy hemos escuchado de Isaías. “Esta escritura que acaban de oír se ha cumplido hoy”.

Con esta compañía y con sus vidas, resuenan nuevamente, ahora comprendidas, las palabras con que abrimos la liturgia: “Estén siempre alegres en el Señor, se lo repito, estén alegres. El Señor ya está cerca”.  Señor que podamos decir: ¡ya estás dentro!

domingo, 6 de diciembre de 2020

2° Adviento, 6 diciembre 2020.-


Primera Lectura:
del libro del profeta Isaías 40:1-5, 9-11
Salmo Responsorial,
del salmo 84: Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos al Salvador.
Segunda Lectura:
de la segunda carta del apóstol Pedro 3: 8-14
Evangelio:
Marcos 1, 1-8

“Mirar y oír”, nos pide la antífona de entrada; captar y aceptar que la “voz del Señor es alegría para el corazón”. Prosigue el juego de los encuentros; el Señor que viene, nosotros que, esperanzadamente, lo esperamos. Jesús ya vino, sigue viniendo y volverá definitivamente. Nuestra vida se va desarrollando entre dos realidades: la historia y el proyecto; entre ellas, nuestro presente que rápidamente se vuelve historia y que, ojalá, llene de luz los momentos que sigan, sean cuantos sean, porque, fincados en la Palabra de Dios, sabemos que nos acercamos al consuelo, sabemos que han sido purificadas nuestras faltas, no por méritos nuestros, sino por su misericordia. Oigamos, con corazón dispuesto, “la voz que clama”: preparen el camino del Señor, que el páramo se convierta en calzada, que no se encuentren honduras tenebrosas ni cimas egoístas prepotentes, nada de senderos con espinas ni curvas que retrasen la llegada. Que retumbe, sonora, en los oídos, la Buena Nueva, la Noticia que deshace los nudos y aleja los temores; no es un desconocido quien se acerca, es el Señor que en su bandera ya tiene grabada la señal de ¡Victoria!; triunfa no a base de fuerza ni violencia, sus armas son la ternura y la bondad. La imagen del Pastor se vuelve realidad: “llevará en sus brazos a los corderitos recién nacidos y atenderá solícito a las madres”. ¿En qué mejores manos podemos descansar, seamos pequeños o adultos, pecadores o esforzados sinceros que, en verdad, deseamos encaminar los pasos y deseos, ya no sólo a la voz sino aún más allá, a la Palabra que le da sentido y cumplimiento?

Al meditar el Salmo, lentamente, hallamos la súplica cumplida: “Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos al Salvador”. Con Jesús en el pesebre y en la vida, llegaron la paz y salvación; se han unido, de modo inseparable, la justicia y la paz que tanto deseamos; Él abre ancho el camino para que, siguiendo sus pasos, podamos dar la dimensión exacta a las creaturas, -todas y cada una relativas-, y evitar los tropiezos que impidan coronar los esfuerzos por llegar, con la Gracia, al goce de la Gloria.

San Pedro nos recuerda que el tiempo es solamente nuestro, que vamos de un “antes” a un “después”; una invención que atrapa y nos enreda, nos agita y preocupa, nos sirve de pretexto para impedir confrontaciones serias y alargar decisiones indefinidamente: “después pensaré y podré realizarlo”…, en vez de pisar realidades, vivimos en conceptos, en terrenos aéreos que podemos manejar a nuestro antojo, hacer y deshacer la exigencia molesta y convertirla en sueño, en lejano deseo, en ausencia que borre el esfuerzo y la entrega, un vano intento de evitar el encuentro final con el Señor que está a la espera de cumplir su promesa hecha mucho antes del “tiempo” y que durará “sin tiempo”. 

¡Nos urge estar en sintonía de eternidad! ¡Ya la estamos viviendo! Vamos dando pasos sin tiempo, en tiempo apenas” pues “somos una conjunción de tierra y cielo”. Aceptar el concepto y volverlo concreto. Retornar a la actitud de escucha de esa “voz que clama”, pero no en un desierto, sino en seres capaces de florecer en actos de amor y cercanía, de conversión constante, que confían en la fuerza del Espíritu y descubren tras la voz, la Palabra.  Así “prepararemos el camino del Señor”.

domingo, 29 de noviembre de 2020

1° Adviento, 29 noviembre 2020.-


Primera Lectura:
del libro del profeta Isaías 63: 16-17, 19; 64: 2-7
Salmo Responsorial,
del salmo 79: Señor, muéstranos tu favor y sálvanos
Segunda Lectura:
de la primera carta del apóstol Pablo a los corintios 1: 3-9
Evangelio:
Marcos 13: 33-37.

La búsqueda de Dios ya ha sido encuentro, y es Él, como, mil veces lo hemos comprobado, quien da el paso hacia nosotros; siglos de espera, de súplica, de esperanza no quedan defraudados. Gozosos y admirados, constatamos que Dios, Padre amoroso, nunca olvida su alianza.

Isaías contempla a la Ciudad y al Templo derruidos, mira al Pueblo, y a sí mismo, a todos los elegidos y en ellos a todos los hombres de la tierra, que llevan y llevamos un “corazón endurecido”; eran y somos “como trapo asqueroso, como flores marchitas”, pecadores impuros y lejanos de la justicia y la verdad, paja inerte que arrebata el viento; “nadie invoca el nombre del Señor ni se refugia en Él”; todo es tiniebla y desolación; pero se eleva el grito de la fe que encuentra pronta respuesta: “rasgas los cielos y bajas, eres, Señor, nuestro Padre, vuelve a moldearnos con tus manos de incansable alfarero”.

Reconocer de dónde viene la verdadera sabiduría, es don de Dios. Abrir los ojos es dejar que la luz nos ilumine para “mirar su favor y ser salvos”. Por eso cantamos en el Salmo su manifestación y su poder, su visita y protección, la elección que ha hecho de nosotros y cómo nos guarda y nos renueva; sólo por Él conservamos la vida, y con la gracia y la paz que nos ha concedido por medio de Jesucristo, “crecemos en el conocimiento de la Palabra y en la fidelidad del testimonio”, hasta el día de su advenimiento para que “nos encuentre irreprochables”.

Pablo nos ha recordado que no carecemos de ningún don; el Señor Jesús utiliza una parábola en la que se presenta a Sí mismo como el hombre que reparte dones y tareas, advierte a todos que “velen y estén preparados porque no saben cuándo llegará el momento”, y luego sale de viaje. Cristo vino “habitó entre nosotros”, algunos no lo recibieron y siguen sin recibirlo, otros afirmamos que lo hemos recibido y que por ello, “nos hace capaces de ser hijos de Dios”

En su primera venida abrió caminos, ensanchó corazones, hizo resplandecer la Verdad que brotaba de Él con fuerza suficiente para ofrecer la purificación a todo hombre; si hemos profundizado en la realidad de ser hijos de Dios, trataremos de ser coherentes a esa filiación, a la fidelidad en el testimonio y a la actitud de vigías y porteros alerta, que estamos “esperando la segunda venida del Señor”, esa actitud impedirá que nos encuentre durmiendo, nos ayudará a “poner nuestro corazón no en las cosas pasajeras, sino en los bienes eternos”, y a hacerle caso al Señor que por tres veces nos advierte: “Velen”.

Adviento es tiempo de preparación y esperanza, es tiempo para hacer, con especial finura, el examen de nuestra conciencia y de mejorar nuestra pureza interior para recibir a Dios en Jesucristo; tiempo para pensar, con detenimiento, ¿Quién viene, de dónde viene y a qué viene?

Que Jesús mismo, en la Eucaristía que celebramos, nos llene de estas actitudes, para que su llegada produzca frutos de amor y salvación.

 

sábado, 21 de noviembre de 2020

Cristo Rey, 22 noviembre 2020.-


Primera Lectura:
del libro del profeta Ezequiel 34: 11-12, 15-17
Salmo Responsorial,
del salmo 22: El Señor es mi pastor, nada me falta.

Segunda Lectura:
de la primera carta del apóstol Pablo a los corintios 15: 20-26, 28
Evangelio:
Mateo 25: 31-46.


El Año litúrgico termina con la festividad de Cristo Rey. El próximo domingo inicia el Adviento, continuará la invitación para acompañar a Jesús en su “acampar entre nosotros”, a permanecer atentos a la escucha de su voz que nos guía como Pastor, Rey y Soberano; imágenes que utiliza el Profeta para que percibamos la cercanía de Dios, quien, lo sabemos, “aun antes de saber que lo sabíamos”, siempre toma la iniciativa en la búsqueda y el encuentro, en el cuidado y robustecimiento, en la participación de su vida; se pone  a nuestro alcance; ofrece la paz, el bienestar, la felicidad, la seguridad, la novedad siempre nueva, el camino hacia verdes praderas y las fuentes tranquilas. No podemos ignorar ni dejar de prever el momento final del rendir cuentas: el juicio.
 


Los antiguos consideraban a los soberanos “pastores de los pueblos”, cuánto más es aplicable el título a Jesucristo, “el Cordero inmolado, digno de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza y el honor., a Él la gloria y el imperio por los siglos de los siglos”. Es la realización perfecta del Pastor, jamás buscó su propio bien, nunca obró por egoísmo, se enfrentó a todos los poderes buscando siempre el bien de los hombres y mujeres marginados, pobres, inútiles y despreciados, “nos rescató, no a precio de oro ni plata, sino por su sangre derramada”“dichosos los que han lavado sus vestiduras con la sangre del Cordero, estarán ante el trono de Dios, sirviéndole día y noche".


Es Jesús, la Piedra sobre la que todo está fundado, el que libera de toda esclavitud, “primicia de los resucitados”, único Puente para volver a la vida, Mediador entre el Padre y la humanidad, ejemplar del hombre nuevo, vencedor del mal y de la muerte, consumador de toda perfección para que “Dios sea todo en todas las cosas”.


Preguntémonos si es Cristo, quien reina en nuestro corazón, si de verdad sentimos en el interior la inhabitación del Espíritu Santo, si en nuestro caminar tenemos a Dios y a Cristo como un mero factor significativo que aparece en algunos momentos de la vida: bautizos, primeras comuniones, bodas, sepelios, un rato en la alegría o la tristeza, en la angustia y la impotencia; lo traemos brevemente a la memoria, nos conmovemos y después olvidamos. O bien es un factor determinante que orienta nuestras decisiones para buscar, encontrar y vivir según su voluntad, el que mantiene nuestra mirada hacia el Reino; o todavía mejor aún si ya ha llegado a ser en nosotros factor único, de modo que no elijamos sino lo que sea para su Mayor Gloria, entonces sí que habremos escuchado y seguido la Voz del Pastor, Rey y Guía.


El Evangelio de hoy lo leímos el día de la conmemoración de los fieles difuntos. Ellos ya fueron examinados, confiamos en la misericordia de Dios que hayan sido aprobados, pues supieron, de antemano, como ahora nosotros, las preguntas de la evaluación final: ¿Amaste a cuantos encontraste en tu vida?, ¿serviste de enlace entre ellos y Yo?, ¿aceptaste a todos sin distinción y especialmente a los más necesitados?, entonces: “Ven bendito de mi Padre, toma posesión del Reino preparado para ti desde la creación del mundo”. ¡Señor contamos con tu gracia para que nuestras respuestas ya sean correctas desde ahora!

sábado, 14 de noviembre de 2020

33° Ord. 15 de noviembre de 2020


Primera Lectura:
del libro de los Proverbios 31: 10-13, 19-20, 30-31
Salmo Responsorial, del salmo
127:
Dichoso el que teme al Señor.
Segunda Lectura:
de la carta del apóstol Pablo a los tesalonicenses 5: 1-6
Evangelio: Mateo 25: 14-30.

La Antífona de Entrada evita, desde el inicio, que surja en nuestra mente una falsa concepción de Dios, sobre todo al escuchar y meditar el Evangelio. De Dios no pueden brotar sino “designios de paz, no de aflicción; me invocarán y los escucharé, los libraré de toda esclavitud donde quiera que se encuentren.” ¡Cuántas veces hemos considerado que de la Fuente de Bondad no puede manar sino Bondad!

Nuestra respuesta no puede ser otra que la aceptación de sus mandatos, ellos son las mojoneras del camino para que no nos desviemos, para que encontremos la felicidad, la que perdura, la que, solamente, se consigue en el servicio fiel a su voluntad y a la entrega a los hermanos.

El sendero es fácil si estamos llenos de Dios; cuando encontramos piedras, espinas y abrojos, si prestamos atención, percibiremos que nosotros mismos los hemos colocado, de nuestras manos ha salido la mala semilla; todavía es tiempo de escardar, de limpiar, de emparejar. ¿Capacidad para ello? Ya el Señor nos la dio de sobra, lo que no sabemos es si nos alcanzarán las horas para entregar los frutos, por eso cualquier demora, puede ser decisiva.

El canto de alabanza a la mujer hacendosa, que entona el Libro de los Proverbios, es un preludio a la parábola que utiliza Jesús; “dichosa la que, con manos hábiles, teje lana y lino, que maneja la rueca, que abre las manos al pobre y desvalido”; talentos recibidos para alegrar la vida de los otros.

El Salmo, como variaciones sobre el mismo tema: “Dichoso el hombre que confía en el Señor”. La bendición de arriba será su compañía y la verá, fecunda, con su mujer al lado. Basta que abramos los ojos para encontrar a Dios en todas partes, y con Él encontrar el gozo anhelado.

San Pablo ha dedicado largas horas al trato con Jesús; de Él ha aprendido lo que ya meditamos: lo incierto de lo cierto y del amor confiado porque es conocido; deshace las angustias de aquellos que quisieran saber la precisión del tiempo de la llegada del Señor de los cielos. ¿Para qué preocuparse del tiempo cuando éste ya no exista? ¡Es ahora el momento de alejar las tinieblas, de espabilar el sueño, de vivir sobriamente y llenarnos de luz!

No es Dios el que se ha ido; Él no sale de viaje. Entrega los talentos y está a la expectativa. Mira cómo nos miramos con manos enriquecidas con sus dones y, más, con su confianza. Oímos, quedamente, lo que su amor pronuncia: “No son ustedes los que me han elegido, soy Yo quien los elegí para que vayan y den fruto y ese fruto perdure”. (Jn. 15: 16).

Lo recibido es para que el Reino crezca. El don ya fue gratuito, mas para que haya cosecha se necesitan creatividad y esfuerzo. Temor y ociosidad jamás tendrán cabida, y si acaso aparecen, de antemano estarán condenados.

Una doble mirada, a lo que he hecho y hago, pero con los ojos puestos en Aquel que vive de la entrega; siguiendo sus pisadas evitaré “el ser echado fuera”.

¡Confiaste en mí, Señor, ¡y de ti espero corresponder sin falta!

sábado, 7 de noviembre de 2020


Primera Lectura:
del libro de la Sabiduría 6:12-16
Salmo Responsorial,
del salmo 62:
Segunda Lectura:
de la carta del apóstol Pablo a los tesalonicenses 4: 13-18
Evangelio:
Mateo 25: 1-13.

¿Cuándo no han llegado hasta el Señor nuestras plegarias? La respuesta es sencilla: cuando hemos cerrado labios y corazón. Sin duda nos acordamos de Dios cuando la necesidad nos aprieta, cuando la tentación ronda incansable, cuando el dolor nos muerde…, es bueno, pero no suficiente, demuestra que hay fe en nuestro corazón, que sabemos a quién acudir en el momento en que el camino se vuelve pesado, cuando no encontramos respuestas en ninguna creatura y menos en nosotros mismos; más parecería un trato convenenciero que una relación amorosa que en serio dejara “en sus manos paternales todas nuestras preocupaciones”.


La oración es plática confiada con el Amigo, con quien conoce nuestras necesidades y aguarda, deseoso, que las expongamos confiadamente. No es un monólogo inútil; es la aplicación de la verdadera Sabiduría: el saborear el amor de Dios, el buscarlo con todas nuestras fuerzas, salir a su encuentro y hallarlo siempre a la puerta de nuestras vidas. Esa Sabiduría Encarnada no sólo nos espera, sino que viene hasta nosotros: el fruto de ese encuentro conjunta nuestra voluntad con la suya y el resultado es lanzarnos a la trascendencia, a la plenitud y a la paz, en la total posesión de nuestro ser en el suyo. Esto es captar la “benevolencia del Señor”, Él quiere todo el bien para nosotros; todavía más, coopera, ilumina y guía nuestras decisiones para lograr y realizar el proyecto de nuestros proyectos: ¡Llegar a Él! “La sed será saciada”, “la añoranza, será realidad”, “la bendición colmada no terminará”, “el júbilo será nuestra túnica, desde los labios nos cubrirá por completo”.
 

Ciertamente no ignoramos “la suerte de los que se duermen en el Señor”. “Jesús, primicia de los resucitados, nos arrebatará con Él para estar siempre a su lado.” ¿Necesitaríamos alguna consolación mayor? Las palabras están confirmadas por la vida de Aquel que vino para que tuviéramos Vida.

En el Evangelio Jesús nos previene, no es ninguna amenaza, nos hace pisar, con firmeza, nuestra realidad de creaturas: “Estén preparados porque no saben ni el día ni la hora”. Aceptamos la certeza de la muerte. Realidad que conmueve, que agita el interior, que, quizá sin pensar, quisiéramos borrar del futuro, pero, a pesar de todos los esfuerzos, sabemos que está en camino, que nos cruzaremos con ella, pero no nos vencerá…, pues confiamos en tener “aceite para la lámpara” y que ésta estará encendida cuando llegue el Esposo, solo así “entraremos al banquete de bodas”. La seguridad nace de nuestra adhesión a Cristo, quien, como nos dice San Pablo: “como último enemigo, aniquilará –ya aniquiló con su muerte- a la muerte.” (1ª Cor. 15: 26)

La oración, la fidelidad, la cercanía son la previsión para mantenernos encendidos: “Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero.”

“El que consulta a Dios, recibirá su enseñanza; el que madruga por él, obtendrá respuesta.” San Pedro, con la experiencia viva, nos afianza: “Esta voz, llegada del cielo…, hacen bien en prestarle atención como a lámpara que brilla en la obscuridad, hasta que despunte el día y el lucero nazca en sus corazones”.

Ojalá deseáramos lo que mi hermano Mauricio, casi en vísperas de su partida, pedía: “Quiero estar consciente al preinstante de verte para poner en Ti el consentimiento y repetirte el ¡sí! definitivo”.

sábado, 31 de octubre de 2020

Todos Santos, 1° nov. 2020.-


Primera Lectura:
del libro del Apocalipsis 7: 2-4, 9-14
Salmo Resposorial,
del salmo 23: Esta es la clase de hombres que te buscan,  Señor.
Se
gunda Lectura:
de la primera carta del apóstol Juan 3: 1-3
Evangelio:
Mateo 5: 1-19.

Domingo de alegría que ha nacido y es fecundada por la fe hasta que alcance la plenitud al encontrarnos con Dios. ¡Creo en la resurrección de los muertos y en la Vida Eterna! ¡Creo que existe la verdadera felicidad y que nuestra vida no es “un ¡ay! entre dos nadas”! ¡Creo que el Padre nos creó para que participáramos de su Bondad, de su cariño, de sus abrazos y de su mirada! ¡Creo en la Comunión de los santos, y, en esa Comunión estrecharé a todos mis seres queridos! Crecerá, junto con la alegría, la admiración al encontrar a tantos hombres y mujeres que supieron amar más a los otros que a sí mismos, porque sabiéndolo o sin saberlo, amaron a Dios en Jesucristo presente en cada hombre y mujer a quien amaron, por quien se preocuparon, a quien atendieron y apoyaron. Agradeceré, ya jubiloso, su intercesión por mí cuando aún era peregrino.

Fe perseverante en que la Gracia siempre ha sido y será más fuerte que mis flaquezas y mis inconstancias. Fe en que encontrarás en mí, Señor, “el sello de pertenencia a Ti”, de aceptación de tu Historia en mi historia y que me asegurará, gratuitamente, hacer trascender mi propia historia, porque “la salvación viene de nuestro Dios y del Cordero”.   

Confío que me cuentes “en esa inmensa muchedumbre que nadie puede contar y que hermana para siempre a hombres de todas las naciones y razas, de todo los pueblos y lenguas”. Me has “lavado en tu Sangre”, que, en el día señalado, me encuentres “con el manto blanqueado”, como fruto seguro de tu amor predilecto; no será por mis méritos, Tú y yo lo sabemos, sino por tu misericordia inacabable que perdona, que sana y capacita para que pueda ser “de la clase de hombres que te buscan, Señor”.

Me sé en el camino, porque Tú, Jesús, has abierto el camino que nos conduce al Padre y al conjuntar el texto de san Pablo en Rom. 8: 16, con el que acabo de leer en 1ª Jn. 3: 1-2, se ensancha el corazón; puedo llamar a Dios, sin ningún titubeo: “¡Abba!”, “¡Padre!”, porque Tú intercediste para que el Espíritu residiera en mí y que “no sólo me llame sino que sea hijo”, y si hijo, heredero, coheredero contigo de la gloria “que me haga semejante”, y “poder contemplarte”” –no sé cómo, ya me enseñarás a abrir los ojos- “tal cual Eres”. Puesta en Ti mi esperanza, seré purificado.

 Que ese Espíritu me ayude a rehacer mi escala de valores, a vivir los que Tú me propones para “bien aventurarme”; felicidad y dicha diferentes al programa que acosa desde fuera, el que insiste en el éxito, el tener y el valer por sobre los demás; el tuyo, en cambio, apunta a lo profundo, revuelve las entrañas, porque buscar el Reino es volcarme, por entero, a los otros, deshacerme de mí y caer en la cuenta del presente que afirmas al abrir y cerrar las Bienaventuranzas: “la pobreza de espíritu”,  ya es el Reino; “la constancia en la fidelidad ante las oposiciones”“ya es  el Reino”. Mi carne se rebela, mi espíritu se aquieta, porque vale más tu Palabra, tu actuar, siempre coherente, que todas las promesas que nacen de este mundo y en él se quedan.

Mi alegría y mi salto de contento, se unirán, para siempre a todos los que en fe caminaron y siguieron tu ejemplo. Lléname de tu Espíritu para que el Padre me acoja como hijo.

 

sábado, 24 de octubre de 2020

30°. Ord. 25 octubre 2020.-


Primera Lectura:
del libro del Éxodo 22: 20-26
Salmo Responsorial,
del salmo 17
Segunda Lectura:
de la carta del apóstol Pablo a los tesalonicenses 1: 5-10
Evangelio:
Mateo 22: 34-40.

¿Buscamos señales que nos confirmen la rectitud del camino en que andamos?, la Antífona de entrada las enciende: “Alegría porque buscamos al Señor”; si alguno se retrasa, surge el imperativo que endereza: “Busquen la ayuda del Señor, busquen continuamente su presencia”. Tres veces nos urge el verbo a movernos, porque cómodamente acomodados nada llegará mágicamente. Profundicemos en el fruto: “alegría”, y subrayemos el adverbio: “continuamente”. El encuentro con Dios es conjunción de dos Personas, Él nos busca desde siempre, no cesa de hacerse encontradizo, somos nosotros los que nos mostramos remisos y retrasamos “la alegría” que proclamamos desear tanto. ¿Tememos, acaso, tratar de ser lo que queremos ser?, repitamos con corazón consciente, la petición que juntos expresamos en la oración: “Aumenta en nosotros la fe, la esperanza y la caridad…”, actitudes, virtudes, disposiciones verticales que facilitan, desde nosotros, ese encuentro con Dios, con esas fuerzas “cumpliremos con amor sus mandatos” y llegaremos, gozosos, al único final que colme nuestro ser: a Dios mismo en el Reino de los cielos.

Amar a Dios en tono abstracto, está siempre al alcance, sin esfuerzo, vamos llenando la vida con ilusiones bellas; ¡qué fácil es soñar sin que los pies se cansen, sin que el sudor cubra la frente, sin que los huesos crujan, sin fatiga en la mente, sin movernos del sitio en que soñamos!

El verdadero amor, el que desciende y asciende en vertical, si no se muestra activo en forma horizontal, es falso y vano; busquemos en nosotros las señales que arriba pretendíamos: escuchemos al Señor: “No hagas sufrir ni oprimas al extranjero, no explotes a las viudas ni a los huérfanos…”, los he tomado a mi cuidado y “cuando clamen a mí, Yo escucharé, porque soy misericordioso”. Aleja de tu vida abusos, usuras y despojos; haz visible tu amor, ayuda a ser y a crecer, ilumina sus vidas como Yo lo     he hecho con la tuya; te convertí en “mis manos” para alargar mis dones, ¡no las cruces!

En la carta de Pablo vemos las concreciones: los tesalonicenses fueron campo que regó con su fe y con sus actos igual que las provincias romanas de la Grecia y fueron difusores de la Palabra y de la Vida, su ejemplo convenció y dirigió los pasos vacilantes hasta el encuentro con el Dios vivo; la esperanza los mantuvo despiertos, preparados para la resurrección.

¡Rompamos al fariseo que traemos dentro, no hagamos al Señor preguntas necias, esas, cuyas respuestas sabemos de antemano! No indaguemos, con cara de inocencia, para obtener la clasificación exacta: “¿Cuál es el principal mandamiento?”, porque no son 613 como en el Libro de la Alianza, sólo son 10, que Jesús, paciente y comprensivo, nos los reduce a dos, que todos conocemos, que los “teólogos de la Ley”, habrían explicado muchas veces, el “shema Israel”, que repetían mínimo dos veces al día: “El Señor nuestro Dios es el único Señor; amarás al Señor tu Dios, con todo el corazón” , como está en Deuteronomio 6: 4-5; pero Jesús completa con el otro, por tantos olvidado, incluidos nosotros: “El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. (Lev. 19: 18). Nos parece escuchar lo que dijo en otra ocasión: “haz esto y vivirás”, porque “en estos dos mandamientos están sostenidos toda la Ley y los Profetas”. ¡La señal luminosa está encendida, no queramos quedarnos en tinieblas!