Primera
Lectura: del segundo libro de los Reyes 4:
8-11, 14-16
Salmo
Responsorial, del salmo 88: Proclamaré sin cesar la misericordia del Señor.
Segunda
Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los
romanos 6: 3-4, 8-11
Evangelio: Mateo 10: 37-42.
“Aclamar
al Señor con gritos de júbilo”,
alegría que nace de sabernos “hijos de la luz”, conscientes de que
la presencia y la actuación de la Gracia nos mantendrá “alejados de las
tinieblas del error y permanecer en el esplendor de la verdad”. Preguntémonos,
con sinceridad, si existe algo que más nos interese, y al descubrir que somos y
queremos ser sinceros, se acrecentará el júbilo; y si aún faltara profundidad
en nuestro interior por vivir el esplendor de la verdad, ahora es ocasión
propicia para pedir, más y más, sentirnos “hijos de la luz”.
La
liturgia de hoy nos presenta variaciones sobre la actitud de apertura, de
acogida, de hospitalidad, de aprender a “ver a Dios en todas las cosas
y a todas las cosas en Dios”.
Eliseo
es un profeta itinerante, pasa con cierta regularidad por la ciudad de Sunem;
una mujer distinguida le insiste en que se hospede en su casa, él acepta; los
esposos no contentos con ofrecerle comida, deciden construir una modesta
habitación donde repose. El agradecimiento nace de manera espontánea y Eliseo
pregunta a su criado qué hacer por aquellas personas tan amables; éste le pinta
el panorama que ha descubierto: “No tienen hijos y el marido es
anciano”.
Capta
el “hombre de Dios” y, desde su enorme confianza en Yahvé,
llama a la mujer y le promete algo que ya no podían esperar humanamente: “El
año que viene, por estas mismas fechas, tendrás un hijo en tus brazos”. Definitivamente
la recompensa que viene de Dios, supera toda expectativa: Quienes han dado
hospedaje gratuitamente, tendrán descendencia; es la bendición que llega de
arriba. Seguro que cantaron con todo entusiasmo el salmo que deberíamos recitar
con mayor frecuencia y con plena conciencia: “Proclamaré sin cesar la
misericordia del Señor”.
San
Pablo nos insta a un “hospedaje” de mayor nivel, somos nosotros los itinerantes
que no tenemos, desde nosotros, donde reposar y es Cristo quien nos invita a
ser “injertados en Él”; no en una habitación pasajera, sino en la Casa que nos
ofrece la Vida permanente. Ya, por su gratuita elección, hemos recibido el
Bautismo: sumergidos con Él para resucitar con Él, –siguiendo la
comparación- “muertos al pecado, vivamos para Dios, en Cristo Jesús”.
La vida nueva la ha comenzado Él en nosotros y contamos con Él para
continuarla.
Jesús
no puede dejar de recordarnos la radicalidad del Evangelio, de nuestro
compromiso, de la aceptación de que todo es relativo, y, que el Padre y Él, en
unión con el Espíritu Santo, son, ES, el único Absoluto, y el camino para
demostrarlo, -entendámoslo o no- es la Cruz, no como sufrimiento, sino como
seguimiento, como “pérdida que es la ganancia final”. Para intentar comprender,
de alguna forma, lo que nos parece demasiado difícil, no tenemos otra instancia
más que pedir que “esa Luz, de la que somos hijos”, ilumine
nuestras carencias y enderece nuestras elecciones.
Toda
creatura es reflejo de la bondad de Dios, nuestros más cercanos, nuestra misma
vida, cada ser humano y de manera especial “los más pequeños”.
Recibir con sinceridad y alegría a cuantos encontremos en la vida, ¡creámosle
al Señor!, es recibir a Cristo y recibir al Padre. No pensemos en la
recompensa, vivamos, ¡ya!, la verdadera liberación que nos conduzca a
encontrar, experiencialmente, a Dios en todas las cosas y a todas en Él.