lunes, 22 de febrero de 2010

2º Cuaresma, 28 febrero, 2010.

Primera Lectura: del libro del Génesis 15: 5-12, 17-18;
Salmo Responsorial, del Salmo 26: El Señor es mi luz y mi salvación.
Segunda Lectura: de la carta de San Pablo a los Filipenses 3: 17 a 4: 1
Evangelio: Lucas 9: 28-36.

“Busco tu rostro, Señor no me lo escondas”; si la búsqueda es sincera, el encuentro es seguro; el Señor no juega con nosotros, nos llama constantemente y nuestra expectativa, anhelante, es “poder verlo”. Comprendemos que no se trata de un mirar físico, sino de una experiencia interior, tan fuerte como la de Abraham, como la de Pedro, Juan y Santiago, como la que tuvieron en sus días, tanto Moisés, “con quien hablaba Dios como se habla con un amigo” (Éx. 33:11), como Elías, “hombre de Dios, profeta cuya palabra se cumple”, (1° Rey. 17: 24), separado de Eliseo “por un carro de fuego, con caballos de fuego, subió al cielo en el torbellino”, (2° Rey. 2: 11-12). Idéntico es nuestro destino: hablar con Dios como con un amigo y llegar a su lado para “contemplar su gloria”.

El inicio de la Fe, lo hemos meditado muchas veces, está en la actitud de escucha; Dios nos habla de muchas maneras, de Él proviene siempre la iniciativa, Él propone la Alianza y conforme a la respuesta, cumple la promesa. Abraham escuchó y creyó “Abraham se fió de Dios y esto le valió la rehabilitación, y se le llamó amigo de Dios”. (Sant. 2: 23). El brasero que consume a los animales sacrificados, evoca en el humo la invisibilidad de Dios y en el fuego, su presencia visible. Dios pasa y confirma el pacto.

Las etapas de la Antigua Alianza llegaron a su culmen en el que vuelve a aparecer la necesidad de hacer crecer en nosotros, con la ayuda del Espíritu, la actitud de escucha: “En múltiples ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los Profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por su Hijo, al que nombró heredero de todo, lo mismo que por Él había creado los mundos y las edades”. (Heb. 1: 1-2) La palabra da a luz nuestro interior, La Palabra Encarnada, que nos abre al conocimiento de Dios; es Cristo, el Único Mediador, “por quien obtenemos la redención, el perdón, el que nos hace visible al Padre” (Col 1:15-17).

Intentemos contemplar la escena de La Transfiguración. Lucas lo propone a la luz de las teofanías del Antiguo Testamento, pero su núcleo está claramente dirigido, como un anticipo, a la Pascua. La presencia de Moisés y Elías: la Ley y los profetas, señalan que en Jesús está la culminación de la Revelación. Veamos el sitio: un monte, soledad, intimidad, oración, contacto con el Padre, compañía y comunicación, en contraste con el aislamiento, la lejanía, el ayuno, las tentaciones, que considerábamos el domingo pasado, y nos permitía ver con claridad la Humanidad de Cristo; hoy somos testigos admirados de su Divinidad, de su Filiación Divina, de la convicción que guía su vida para salvación de todos. Escuchemos el contenido de su conversación con Moisés y Elías: “Hablaban de la muerte que le esperaba en Jerusalén”. Igual que los discípulos, estamos adormilados, no entendemos o no queremos entender, nos quedamos en el gozo del momento, un tanto egoísta, y queremos “construir tres tiendas”, mantenernos alejados de la misión encomendada, “sin saber lo que decimos”. Los envuelve y nos envuelve una nube que nos aterra; pero no nos encontramos solos, ahí está Jesús y la Voz del Padre que insiste: “Este es mi Hijo, mi escogido; escúchenlo”. Para salir del marasmo, pedimos, humildemente a nuestro Padre: “alimenta nuestra fe con tu Palabra y purifica los ojos de nuestro espíritu…solamente así seremos capaces de contemplar tu gloria y colmarnos de alegría”. Seguro que el Señor nos hará partícipes de la experiencia profunda del conocimiento auténtico de Jesucristo y podremos decir con Pablo: “sean imitadores míos, como yo lo soy de Cristo”. Ya desde ahora, “ciudadanos del cielo”, porque aceptamos vivir como seguidores de Cristo, y en Él ponemos nuestra esperanza de ser “transformados de un cuerpo miserable, en cuerpo glorioso como el suyo”. Nos queremos arrepentir y creer en el Evangelio.

¡Que el Señor nos ayude a mantenernos fieles!

lunes, 15 de febrero de 2010

1° Cuaresma, 2 febrero 2010.

Primera Lectura: del libro del Deuteronimio 26: 4-10;
Salmo Responsorial, del Salmo 90: Tú eres mi Dios y en ti confío.
Segunda Lectura: de la carta del apostol San Pablo a los Romanos: 10: 8-13
Evangelio: Lucas 4: 1-13.

El miércoles de Ceniza nos hace reconocer la temporalidad que llevamos en el ser. Nos incita, suave y fuertemente, a acompañar a Jesús, a ir con Él en su experiencia humana de una vida ordinaria, oculta, orante, silenciosa, totalmente entregada al anuncio de la Buena Nueva, a aceptar que el polvo del camino nos envuelva en tolvaneras, a abrazar, “haciendo contra el amor carnal y mundano”, y vencer toda tentación para llegar a la realidad del sacrificio hasta la Pasión y la Cruz, para poder resucitar con Él.

Invocamos, llamamos, a quien nos puede y quiere escuchar, para que nos proteja y nos ayude a “progresar en su conocimiento” para vivir acordes a la fe que profesamos, y que ésta se proyecte en obras.

La Historia de Salvación dice nuestra propia historia. La lectura del Deuteronomio es la historia del Pueblo de Israel: elegido, bendecido, oprimido, liberado, plantado, gozoso, por el cumplimiento de la promesa. Historia de fidelidad y de infidelidad, de agradecimiento y de olvido, de presencia de Dios y de lejanía del corazón, pero que lo ha experimentado en el proceso de su caminar. Cada paso se repite en nuestras vidas y ojala respondamos como lo hacían los “cercanos a Yahvé” cuando les preguntaban por su fe: respondían “aman”, “sabemos en Quién estamos apoyados”, y, sin escudarse en conceptos, que no comprometen, relataban las acciones de Dios por las que lo sentían cercano, bondadoso, misericordioso, constante en su cariño; en las que descubrían “su mano poderosa y su brazo protector”, por eso al presentar sus primicias, “se postraban ante Él para adorarlo”. Releían su historia desde Dios y la revivían; si nosotros no podemos contar nuestra historia como salvación, señal de que sabemos muy poco de Dios.

El Señor jamás está lejos, lo tenemos al alcance de la boca y del corazón: aceptación desde lo más íntimo y profesión como testimonio de vida. Resumen del credo cristiano que nos lleva al centro de la esperanza: la Resurrección: luz que orienta ojos, corazón y pasos desde Cristo “primicia de los resucitados”.

Jesús, “en todo igual a nosotros menos en el pecado”, sabe lo que es la tentación, no sólo las que nos narra hoy Lucas quien subraya: “el diablo se retiró de él, hasta que llegara la hora”.

Contemplemos y reflexionemos el proceso y las respuestas que hemos escuchado. La fortaleza proviene del silencio orante, del dominio del instinto, de la fidelidad a la voluntad del Padre. Acepta y refiere a Dios todo: su experiencia “como hijo de Adán” y la seguridad de ser “Hijo del Padre”.

Sus tentaciones, son las nuestras: autonomía sin límites, tener y consumir, poder y soberbia, vanidad y gloria que nos honra a los ojos de los demás. La actitud de Jesús nos ilustra: no entrar en diálogo con la tentación, apoyados en Dios, ser tajantes, todo lo contrario a lo que nos narra Génesis 3, dentro del “midrash”, Eva dialoga, se enreda y cae, y, nosotros con ella y con Adán. La misma Palabra de Dios en la Escritura, pone las palabras exactas en nuestros labios para rechazar todo aquello que nos aparte del Señor.

Ninguna decisión mirándonos sólo a nosotros mismos; aceptar vivamente a Dios como el único Absoluto; alejar la presunción, sin dejar de confiar totalmente en Aquel que sabemos nos ama y nos protege.

Que la fe avive nuestra súplica, la aprendida desde Jesús: “no permitas que cedamos a la tentación y líbranos de todo mal”.

martes, 9 de febrero de 2010

6º Ordinario, 14 febrero, 2010.

Primera Lectura: del libro del profeta Jeremías 17: 5-8;

Salmo Responsorial, del Salmo 1: Dichosos el hombre que confìa en el Señor.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol San Pablo a los Corintios 15: 12, 16-20;
Evangelio: Lucas 6: 17, 20-26.

Hablar de Dios, nos dice San Agustín, sólo con mucho respeto y por analogías, ¿cómo expresar al inexpresable? Dios no es ni roca ni fortaleza inexpugnable, ni baluarte, pero ¡cómo nos sentimos seguros al profundizar en el hondo sentido del contenido de tales comparaciones! Él es tranquilidad, seguridad y guía; con enorme confianza le pedimos: Tú, Señor, “Prometiste venir y morar en los corazones rectos y sinceros”, ven a nuestro interior, transfórmalo de tal forma que “nos haga dignos de esa presencia tuya”.

Si estás de corazón en cada cosa, con cuánta mayor razón en cada ser humano. ¡Vivir la realidad de tu presencia en mí, de mi presencia en Ti, me dará la fuerza necesaria para ser constante en el esfuerzo!

Jeremías nos habla en presente, no es una voz lejana dirigida sólo al Pueblo de Israel; la Palabra de Dios traspasa las edades, los tiempos y los sitios, es universal y nos pide que consideremos la realidad del paralelismo: “Maldito el hombre que confía en el hombre, y en él pone su fuerza y aparta del Señor su corazón”, será excluido de la promesa, se quedará estéril, será infeliz porque su fundamento es endeble. En cambio: “Bendito el que confía en el Señor y en Él pone su confianza”.

Viene a continuación la comparación que, sensiblemente, nos ilustra con la feracidad de la naturaleza, “será como árbol plantado junto al agua, que hunde en la corriente sus raíces, que da fruto a su tiempo y nunca se marchita”; convirtámonos en hombres “que ponen su confianza en el Señor”, y vivamos el gozo intenso al saber, que Tú estás nosotros y nosotros contigo.

San Pablo nos sitúa en el centro de la Revelación que ha culminado en Cristo: la Resurrección. Procede a base de absurdos condicionales: “Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó. Si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe. Si nuestra esperanza en Cristo se redujera tan sólo a las cosas de esta vida, seríamos los más infelices de los hombres. Pero no es así, Cristo resucitó como primicia de todos los muertos.” Misterio pascual, alegría que corona toda la entrega de Jesús y que nos envuelve, no en una esperanza utópica, sino en la certeza de que con Él daremos frutos eternos. Así entenderemos y superaremos lo que va en contra de nuestra visión inmediatista: persecución e insulto, maldición y rechazo, porque nos habremos aventurado a tomar en serio el Evangelio; saborearemos desde ahora, la recompensa sin medida: nuestros nombres escritos en el libro de la Vida.

Ignorar la Palabra, por dura que parezca, nos envolverá en“¡los ayes!”, por habernos dejado atrapar por las creaturas, por haber olvidado que el presente se esfuma, que las cosas se acaban, y habremos quebrado la línea trascendente al cambiarla por el gozo ilusorio.

Bienaventuranzas, paradoja que rompe los criterios, que invita a la conversión y al seguimiento de Cristo que lloró, fue pobre, sufrió y trabajó por la paz y la reconciliación, fue perseguido y entregó su vida por servir al bien y a la justicia. “Bienaventurado” es aquel que se aventura bien, que busca y encuentra el Camino y lo sigue. ¿Cuál es nuestra decisión? Volvamos a pedir ser hombres y mujeres “de rectitud y sinceridad de vida”. El Espíritu nos ayudará a cambiar la escala de valores que vivimos.

martes, 2 de febrero de 2010

5º Ordinario, 7 febrero 2010

Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 6: 1-2, 3-8
Salmo Responsorial, del Salmo 137: Cuando te invocamos, Señor, nos escuchaste.
Segunda Lectua: de la primera carta del apostol San Pablo a los Corintios 15: 1-11
Evangelio: Lucas 5: 1-11.

Por tercer domingo consecutivo la liturgia nos propone la vocación universal, la gratuidad del llamamiento de Dios a cada hombre, para reconocerlo como ¡El Señor!

Toda invitación: Palabra que viene desde fuera, espera una respuesta, y ésta no puede ser sino un sí o un no. Solicitar tiempo para pronunciar el ¡sí!, es no haberle dado la dimensión exacta, más aún, considerando de dónde y de Quién procede esa Palabra.

La santidad, la gloria, lo inalcanzable de Dios nos sobrepasa, nos sentimos creaturas paralizadas, inmóviles ante su presencia; reconocemos, como lo hace Isaías, que “somos hombres de labios impuros, que habito en un pueblo de labios impuros”; como Pablo “somos como un aborto, porque perseguí a la Iglesia de Dios”, -persecución, en nuestro caso, que es desapego, que es olvido, que es alejamiento, que es omisión-; como Pedro: “Apártate de mí que soy un pecador”, y aquí todos lo aceptamos con sincera humildad, con la conciencia clara de habernos antepuesto, de habernos quedado en la línea experiencial inmediata, en la tentación, nunca lograda, de “querer ser dios, al margen de Dios”. Sin embargo la llamada persiste más allá de todo dato lógico que la haría parecer imposible. Dios llama a quienes Él quiere, la realidad es que nos quiere a todos como colaboradores eficaces en la propagación del Evangelio, en el pronunciamiento de su Palabra que perdona, purifica y envía. Contemplamos, en las tres lecturas, que hay invitaciones especiales, notemos que en cada una, otra vez, se escucha la Palabra que llega desde fuera, como Voz o como signo que no constriñe, sino que deja en total libertad la respuesta del hombre.

La invitación, trae consigo la capacidad de la aceptación, ambas son Gracia; el Señor se muestra grande en nuestra pequeñez, en nuestra incuria, en nuestra debilidad, y las supera con tal que reconozcamos y “aceptemos ser aceptados”, acogidos, elegidos por Él, y nos dará lo necesario para mantenernos en su servicio y en el servicio de los hombres, podremos experimentar con Pablo:“por la Gracia de Dios soy lo que soy”, diremos, quizá temblando, como Isaías: “¡Aquí estoy, Señor, envíame!”, renunciaremos como Pedro “a la ciencia de propio cuño”: “Maestro, hemos trabajado toda la noche y no hemos pescado nada; pero confiado en tu Palabra, echaré las redes”.

Tres ejemplos de Fe sin límites, de lanzarse, no al vacío, sino a la plenitud de Dios, de confianza plena en Aquel que todo lo transforma, aun lo que a nuestros ojos y como fruto de nuestra experiencia parece imposible de superar. Escuchar, ser purificado y enviado; consecuencia: la donación total, del estupor, al seguimiento: Isaías no deja que la Palabra quede en el vacío: “¿A quién enviaré? ¿Quién irá de parte mía”. Pedro y sus compañeros: “dejándolo todo, lo siguieron”. Pablo, afianzado en la fuerza de Dios, proclama, sin presunciones, “haber trabajado más que todos”, pero reconoce con humildad y gozo: “Su Gracia no ha sido estéril en mí”.


Enfilemos la barca “Mar adentro”, sintamos que el Señor nos acompaña, que es Su obra y que al confiar en nosotros, no sólo nos promete, sino que nos llena de su Espíritu para colaborar en la misión que Él recibido y aceptado del Padre.