sábado, 23 de abril de 2016

5º de Pascua, 24 abril, 2016



Primera Lectura: del libro de los Hechos de los Apóstoles 14: 21-27
Salmo Responsorial, del salmo 144: Bendeciré al Señor eternamente. Aleluya.
Segunda Lectura: de libro del Apocalipsis 21: 1-5
Aclamación: Les doy un mandamiento nuevo, dice el Señor, que se amen los unos a los otros, como yo los he amado.
Evangelio: Juan 13: 31-35.

La alegría de la Pascua, nacida y alimentada por la fe en Cristo Resucitado, tiene un dinamismo muy especial: nos ha devuelto la mirada hacia el Padre, porque de la parte de Él nunca se había perdido, y abre el horizonte de la Esperanza, primero, la del profundo gozo de sentirnos libres, al aceptarnos creaturas e hijos, y después la herencia eterna.

Una Fe que va creciendo por la conciencia de pertenecer al Padre, por la admiración de cuanto ha hecho y prosigue haciendo por nosotros, nos acerca a una especial sensación de Dios; y al sentirnos protegidos por su Paternidad, no podemos menos que experimentar que nos ama, que nos quiere, que se preocupa por nosotros. Lo sabemos, lo aceptamos, un tanto intelectualmente, por eso le pedimos que esa sensación nos abrace por completo, nos envuelva, nos eleve, nos guíe para responder como verdaderos hijos.

Así vivieron los Apóstoles, los integrantes de la Primitiva Comunidad Cristiana, Pablo y Bernabé, este estar transidos de Dios: Es un ir y venir, partir y regresar, reanimar y comunicar lo que les llena el corazón: “perseverar en la fe”; esa actitud requiere de los pasos previos a la alegría pascual, el engaño jamás podrá venir del Señor, de su mensaje, de su ejemplo, por eso recalca el par de apóstoles: “hay que pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios”. Ninguna mayor de las que pasó Cristo para abrirnos el camino hasta el Padre. No dejemos que la imaginación nos torture, la capacidad de crecer y perseverar vienen con Cristo. Sólido apoyo encontramos en la Carta a los Romanos: “Sostengo que los sufrimientos del tiempo presente son cosa de nada comparados con la gloria que va a revelarse reflejada en nosotros” (8: 18). Impulso para compartir con la familia, con la comunidad, con los amigos, siguiendo el ejemplo que acabamos de escuchar: “reunieron a la comunidad y les contaron lo que había hecho Dios por medio de ellos”; ¡A cuántos podríamos abrirles las puertas de la fe!

La creatividad de Dios siempre está en acción, Él no está supeditado al tiempo, somos nosotros los que concebimos ese “antes” y “después”, pero no así la realidad del Señor: “un cielo nuevo, una tierra nueva, una nueva Jerusalén, engalanada como una novia”; Dios siempre nuevo, el Dios siempre Mayor, el que ya nos ha “Bendecido eternamente” y espera que esta bendición rinda sus frutos si nosotros no se lo impedimos. “Esta es la morada de Dios con los hombres, vivirá con ellos y serán su pueblo”… Así lo vivieron los místicos, y a eso estamos llamados, a percibir hondamente la sensación de Dios hasta exclamar: “¡Sólo Dios basta!”

El Evangelio de hoy es breve pero muy rico en contenido y cometido. Jesús acaba de realizar el Lavatorio de los pies; se queda con los once discípulos y manifiesta todo su interior (¿habrán comprendido?, ¿comprendemos ahora?); se acerca la hora final, la de la glorificación, no en el sentido mundano, sino en el que complace a Dios en la entrega sin límites, en la muerte para decirlo sin rodeos; Jesús con el corazón conmovido, les advierte que no pueden seguirlo de inmediato y como inicio de un precioso discurso de despedida, les deja y nos deja “ese mandamiento siempre nuevo”, que en esos instantes parece relucir con toda intensidad porque baja al concreto que tienen y tenemos enfrente: “Ámense los unos a los otros, - no de cualquier manera, no como a cada quien se le ocurra -, sino, como Yo los he amado”.

¿Buscamos el signo del ser del cristiano?, Aquí está: “En esto reconocerán que son mis discípulos: en que se aman los unos a los otros”.

Comunidad de amigos, que promueve lo que une, que cultiva la igualdad y la reciprocidad, el apoyo mutuo, donde nadie está por encima de nadie, donde se respetan las diferencias pero se cuida la cercanía y la relación.

Pensemos por último: de una comunidad de verdaderos amigos es difícil marcharse; de una comunidad fría, rutinaria e indiferente, la gente se va, y los que se quedan, apenas lo sienten.

Jesús nos invita a formar la primera, imitando lo que Él mismo hizo, ¿aceptamos en la realidad de la vida práctica?...  al menos intentémoslo.

sábado, 16 de abril de 2016

4° de Pascua, 17 Abril 2016



Primera Lectura: del libro de los Hechos de los Apóstoles 13: 14, 43-52
Salmo Responsorial, del salmo 99: El Señor es nuestro Dios y nosotros su pueblo. Aleluya.
Segunda Lectura: del libro del Apocalipsis. 7: 9, 14-17
Aclamación: Yo soy el Pan vivo que ha bajado del cielo, dice el Señor; el que coma de este Pan vivirá para siempre.
Evangelio: Juan 10: 27-30.

El gozo persiste, el Señor ha resucitado, la expresión no puede ser otra que la alabanza, el reconocimiento, al experimentar que el amor que todo lo inició, sigue presente.

La oración nos adelanta el Evangelio: “que el pequeño rebaño llegue seguro a donde está su Pastor resucitado”. Jesús nos ha revelado lo que jamás mente alguna hubiera podido imaginar y que es fundamento del cristianismo: Ese Pastor es el Hijo y vive y reina con el padre y el Espíritu Santo. Detengámonos un momento y reflexionemos en cuántas ocasiones reconocemos a la Trinidad; ojalá lo hagamos de manera consciente; es el Misterio, la participación de esa íntima comunicación divina hacia la cual marchamos cada segundo, para completar, como lo hizo Cristo, todo el camino: “Del Padre salí y vuelvo al Padre”. Jesús ya ha orado por nosotros: “Padre, quiero que a donde esté Yo, estén también aquellos que me confiaste”. Puerta segura, Voz que guía y abarca a todos los hombres como lo atestiguan Pablo y Bernabé: “Así nos lo ha ordenado el Señor, cuando dijo: Yo te he puesto como luz de los paganos, para que lleves la salvación hasta los últimos rincones de la tierra”. Esa luz brilló, pero los hombres no la han reconocido; brilla aún y nos ilumina, “que no tenga que sacudirse el polvo de los pies como testimonio contra nosotros”. Por eso, al recordar el Salmo, pidamos la convicción de lo que hemos dicho: “El Señor es nuestro Dios y nosotros su pueblo”.

El  Apocalipsis, en medio de toda la simbología, confirma la universalidad del deseo de salvación que viene desde el Padre en Jesucristo, “el Cordero degollado”. La visión no puede ser más clara: “Muchedumbre que nadie podía contar; individuos de todas las naciones y razas, de todos los pueblos y lenguas”, ¿quién queda excluido?, de parte de Dios: ¡nadie!, de parte de nosotros, los hombres, los que se cierren – nos cerremos - al llamamiento, a la invitación, a la entrega; los temerosos que no vivan –vivamos -, como lo hicieron los que alaban, con vestiduras blancas, blanqueadas en la Sangre del Cordero, que “no amaron tanto la vida que temieran la muerte y por eso ahora reinan eternamente”. ¿De verdad tenemos y vivimos un proyecto de  vida que mire hacia La Vida?  ¿Captamos la verdad que nos espera? ¡Resurrección y Paz! “No habrá hambre ni sed, ni sol abrasador, ni llanto, ni tristeza ni angustia, porque el Señor será nuestro Pastor que nos conduce a las fuentes de agua viva”. ¡Señor, llena nuestros corazones de fe y esperanza, sin ellas, será vano todo esfuerzo!

En el pequeñísimo fragmento del Evangelio de San Juan, revive el llamamiento y la necesidad que todos experimentamos, de conocer, escuchar y seguir a Jesús. No es una simple imagen bucólica, es la comparación que está al alcance de todos los que se oponían a Jesús y a la aceptación de su procedencia y misión. Jesús responde a la interrogante: ¿Eres Tú el Mesías?, y reprocha la incredulidad de quienes no quieren reconocerlo; reprocha el rechazo voluntario, reprocha la negativa de los que no quieren escuchar su voz, y acoge a aquellos  que verdaderamente escuchan y creen; estos entrarán en una estrecha comunicación con El, lo conocerán y de ese conocimiento crecerán, de manera natural, el amor y el seguimiento.

Al recordar y rumiar sus palabras, dejemos que el corazón se esponje, analice y constate si hemos sabido “escuchar, conocer, seguir, ser conocidos y conducidos” ¿De Quién nos fiamos? “De Aquel que ha dado su vida por nosotros y no permitirá que nadie nos arrebate de su mano”. ¿Puede haber otro fundamento más firme para nuestra fe?

viernes, 8 de abril de 2016

3° Pascua, 10 Abril, 2016



Primera Lectura: del libro de los Hechos de los Apóstoles 5: 27-32, 40.41
Salmo Responsorial, del salmo 29: Te alabaré, Señor, eternamente. Aleluya
Segunda Lectura: del libro del Apocalipsis 5: 11-14
Aclamación: Ha resucitado Cristo, que creó todas las cosas y se compadeció de todos los hombres.
Evangelio: Juan 21: 1-19.

“Aclama a Dios, tierra entera”. Llamado a todos los hombres para que reconozcamos en Jesús, al Señor; Jesús el Crucificado y ahora Resucitado, el que fue fiel en el sufrimiento, la tragedia y el fracaso, ahora ha sido glorificado y es el Mediador, la puerta de acceso al Padre, el Cordero degollado por cuya sangre hemos sido redimidos, el que merece todo: “poder, riqueza, sabiduría, fuerza, honor, gloria y alabanza”, siete que significa plenitud. La lucha fue ardua, la victoria es completa. ¿Percibimos la realidad Humano Divina de Jesucristo? “El Padre ha rehabilitado al Ajusticiado”, nos deja en claro lo que manifestó en el Bautismo y la Transfiguración: “Éste es mi Hijo muy amado, ¡escúchenlo!” ¿Nos dejamos convencer por el Espíritu que de verdad vale la pena escucharlo? Él reconquistó para nosotros “la dignidad de ser hijos de Dios”.
Sin duda hemos pasado, como los Apóstoles, momentos negros, de inseguridad, de desesperanza, de miedo y ofuscación. Veámoslos actuar con una valentía que saben que no proviene de ellos sino del Espíritu que fortalece la fe y llena de audacia, que pone en sus labios las palabras exactas. Les han prohibido hablar en nombre de Jesús, pero ellos arguyen con razones perfectamente entendibles para el sumo sacerdote y el sanedrín y válidas para todos los tiempos: “Primero hay que obedecer a Dios y luego a los hombres”.  El breve discurso que culmina en la confesión de que Jesús el Señor, da testimonio, de que “cuantos lo obedezcan, recibirán también  al Espíritu Santo”, La reacción, incomprensible, del sanedrín, ante la impotencia de refutar tal testimonio, es acudir a la violencia que amedrente: “los mandaron azotar y volvieron a prohibirles que hablaran en nombre de Jesús”. ¡Ser fiel a Jesús, es exponerse! Los Apóstoles van comprendiendo, en carne propia lo que eso significa, “para que siguiéndome en la lucha, me sigan, después en la victoria”. Sin fe, sin un interior lleno del Espíritu, será imposible entender que “se hayan retirado felices de haber padecido esos ultrajes por el nombre de Jesús”. La reflexión inmediata, se impone: ¿estamos preparados para esto? ¿Creemos, confiamos porque sabemos que el Señor está con nosotros y su Espíritu nos colma? Ser testigos, con palabras y con obras, de Cristo Resucitado es nuestra misión en una sociedad tan fría y descreída como la que confrontaron los Apóstoles.

El Apocalipsis nos invita a reconsiderar la importancia del culto de adoración a Jesús, en especial a Jesucristo en la Eucaristía; ¡Ahí está, presente, cercano! La Iglesia es comunidad que predica, pero al mismo tiempo, ora y adora.

En breve referencia al Evangelio, todavía aguardando, si es que recordaban las palabras de Cristo: “Cuando me vaya les enviaré al Espíritu Santo; Él les confirmará cuanto les he dicho”, regresan a lo que saben hacer: pescar. Una noche frustrante que hace aparecer el mal humor ante la pregunta de “un desconocido”: “¿Han pescado algo?”, “¡No!” Hemos escuchado el relato: palabra, indicación, obediencia y ¡lo inesperado! El signo lleva consigo el significado para quien ha aprendido a ver: “¡Es el Señor!” Al llegar a la playa con la red a reventar de peces, los espera la delicadeza de Jesús: ha preparado pan y pescado: “Vengan a almorzar”. Y la colaboración que espera de todos: “Traigan algunos pescados de los que acaban de pescar”. ¡Cariño y cercanía que se desbordan! Sabían sin saber lo que sabían.

Luego, con la sutileza y respeto propios de Jesús: “¿Simón, hijo de Juan, me amas más que estos? ¡Tres preguntas, tres respuestas, ahora mesuradas!  Tres veces confirma Jesús a Pedro en el amor y en la misión: “Apacienta mis ovejas, apacienta mis corderos”.

¿Qué le respondimos al Señor cuando nos preguntó: “Quién dices que Soy Yo”? ¿Qué le respondemos ahora? “¿Me amas más que estos?”

En Jesús no caben rencores ni reproches, todo en Él es perdón, invitación a la confianza, promesa segura de cercanía. “Los que crean en Él, recibirán el Espíritu Santo”.