Del Salmo 66: Ten piedad de nosotros, Senor, y bendicenos.
Segunda Lectura: de la carta de San Pablo a los Gálatas 4: 4-7
Evangelio: Lucas 2: 16-21.
¿Costumbre, rutina? ¡Aguardamos el 1º de Enero para decir a voces: Feliz Año Nuevo!, si detenemos por un momento el paso y el pensamiento, captamos que “lo nuevo” es cada instante y lo grandioso de la novedad es que, al fijarnos en el tiempo, comprendemos que en sí mismo, mirando el segundero del reloj, “no es, es y deja de ser”, en un paso rítmico e interminable que recorre, acompasado, carátulas y vidas, como un algo que se va, se va y no retorna.
¿Qué novedad es ésta, que no es; esa a la que apenas miro y ya se ha ido? La que señala el camino que acaba y no termina, la que nos hace conscientes de estar viviendo entre la trama del espacio y aquello que llamamos tiempo, magnitudes que estrechan la visión y por lo mismo invitan a romperla porque el latido sigue, porque el horizonte de la esperanza se abre en infinito y urge, no a acelerar el paso, no podemos, ya que él mismo nos lleva hasta el final concreto, desconocido en sí, pero seguro en el encuentro cuando se rompan, en silencio, lo que llamábamos el espacio y el tiempo y comencemos, sin otra referencia externa, a vivir la intensidad total, fuera de miedos, de distancia y relojes, el hacia dónde, que el Señor imprimió, desde el principio, en lo profundo del ser de cada uno. Ésta es la novedad: ¡ya estamos viviendo la Eternidad!
La “bendición de Dios” nos acompaña, “hace resplandecer su rostro sobre nosotros, nos mira con benevolencia y nos concede la paz”. ¿Qué mejor augurio podemos desear par el año que inicia? El mismo Señor nos enseña a invocar su nombre.
“La plenitud de los tiempos”, no hace referencia temporal, indica la maduración progresiva de la historia que ha alcanzado la plenitud necesaria para que Dios, en Cristo, por María, llegue hasta nosotros la filiación divina, en un hermano, en un hombre cuyo nombre nos salva y enaltece: Jesús, el Salvador, Hijo de Dios e Hijo de María. Jesús por Quien y en Quien podemos llamar a Dios ¡Padre!, y ser herederos del Reino que ¡ya está entre nosotros!
Seamos como los pastores: corramos y encontremos a María a José y al Niño y salgamos, con una nueva luz, a proclamar que la salvación ha llegado; ese es el distintivo del cristiano: contemplar, llenarse de Dios en Cristo y en María y promulgar con alegría que ya no somos esclavos sino hijos.
Imitemos también a María, la creyente, la fiel y obediente, la que se da tiempo y da tiempo a Dios “guardando y meditando todas estas maravillas en su corazón”, la discípula excelsa que escucha y pone en práctica la Palabra de Dios.
Antiguamente se celebraba en este día El Santo nombre de Jesús: “El Señor salva”, hoy están unidas las dos festividades: la circuncisión, momento en que se imponía el nombre al nuevo miembro de la comunidad judía, que abarca ahora a la comunidad humana, y la de María, Madre de Dios al haber dado a luz, con la fuerza del Espíritu Santo, al Hijo Unigénito de Dios. Vuelve a relucir la Buena Nueva: “hemos sido transladados de las tinieblas a su luz admirable”.