Primera Lectura: del libro de los Números 6: 22-27
Salmo Responsorial, del salmo 66: Ten piedad de
nosotros, Señor y bendícenos.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los
gálatas 4: 4-7
Aclamación: En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios en el pasado a
nuestros padres, por boca de los profetas. Ahora, en estos tiempos, nos ha
hablado por medio de su Hijo.
Evangelio: Lucas 2: 16-21.
¿Costumbre, rutina? ¡Aguardamos el 1º de Enero para decir a voces: Feliz
Año Nuevo!, si detenemos por un momento el paso y el pensamiento, captamos que
“lo nuevo” es cada instante y lo grandioso de la novedad es que, al fijarnos en
el tiempo, comprendemos que en sí mismo, mirando el segundero del reloj, “no
es, es y deja de ser”, en un paso rítmico e interminable que recorre,
acompasado, carátulas y vidas, como un algo que se va, se va y no retorna.
¿Qué novedad es ésta, que no es; esa a la que apenas miro y ya se ha ido?
La que señala el camino que acaba y no termina, la que nos hace conscientes de
estar viviendo entre la trama del espacio y aquello que llamamos tiempo,
magnitudes que estrechan la visión y por lo mismo invitan a romperla porque el latido sigue,
porque el horizonte de la esperanza se abre en infinito y urge, no a acelerar
el paso, no podemos, ya que él mismo nos lleva hasta el final concreto,
desconocido en sí, pero seguro en el encuentro cuando se rompan, en silencio,
lo que llamábamos el espacio y el tiempo y comencemos, sin otra referencia
externa, a vivir la intensidad total, fuera de miedos, de distancia y relojes,
el hacia dónde, que el Señor imprimió, desde el principio, en lo profundo del
ser de cada uno. Ésta es la novedad: ¡ya estamos viviendo la Eternidad!
La “bendición de Dios” nos
acompaña, “hace resplandecer su rostro
sobre nosotros, nos mira con benevolencia y nos concede la paz”. ¿Qué mejor
augurio podemos desear para el año que inicia? El mismo Señor nos enseña a invocar su nombre.
“La plenitud de los tiempos”, no hace referencia temporal, indica la
maduración progresiva de la historia que ha alcanzado la plenitud necesaria
para que Dios, en Cristo, por María, } traiga hasta nosotros la filiación
divina, en un hermano, en un hombre cuyo nombre nos salva y enaltece: Jesús, el
Salvador, Hijo de Dios e Hijo de María. Jesús por Quien y en Quien podemos
llamar a Dios ¡Padre!, y ser herederos del Reino que ¡ya está entre nosotros!
Seamos como los pastores: corramos y encontremos a María a José y al Niño y
salgamos, con una nueva luz, a proclamar que la salvación ha llegado; ese es el
distintivo del cristiano: contemplar, llenarse de Dios en Cristo y en María y
promulgar con alegría que ya no somos esclavos sino hijos.
Imitemos también a María, la creyente, la fiel y obediente, la que se da
tiempo y da tiempo a Dios “guardando y
meditando todas estas maravillas en su corazón”, la discípula excelsa que
escucha y pone en práctica la Palabra de Dios.
Antiguamente se celebraba en este día El Santo nombre de Jesús: “El Señor salva”, hoy están unidas las
dos festividades: la circuncisión, momento en que se imponía el nombre al nuevo
miembro de la comunidad judía, que abarca ahora a la comunidad humana, y la de
María, Madre de Dios al haber dado a luz, con la fuerza del Espíritu Santo, al
Hijo Unigénito de Dios. Vuelve a relucir la Buena Nueva: “hemos sido transladados de las tinieblas a su luz admirable”.