Primera Lectura: del libro del Apocalipsis 7: 2-4, 9-14
Salmo Responsorial, del salmo 23: Esta es la clase de hombres que
te buscan, Señor.
Segunda Lectura: de la primera carta del
apóstol Juan 3: 1-3
Aclamación: Vengan a mí todos los que están fatigados y agobiados
por la carga, y Yo los aliviaré, dice el Señor.
Evangelio: Mateo 5: 1-12.
Domingo de alegría que ha nacido y es fecundada por la
fe hasta que alcance la plenitud al encontrarnos con Dios. ¡Creo en la
resurrección de los muertos y en la Vida
Eterna! ¡Creo que existe la verdadera felicidad y que nuestra
vida no es “un ¡ay! entre dos nadas”! ¡Creo que el Padre nos creó para que
participáramos de su Bondad, de su cariño, de sus abrazos y de su mirada! ¡Creo
en la Comunión
de los santos, y, en esa Comunión estrecharé a todos mis seres queridos!
Crecerá, junto con la alegría, la admiración al encontrar a tantos hombres y
mujeres que supieron amar más a los otros que a sí mismos, porque sabiéndolo o
sin saberlo, amaron a Dios en Jesucristo presente en cada hombre y mujer a
quien amaron, por quien se preocuparon, a quien atendieron y apoyaron.
Agradeceré, ya jubiloso, su intercesión por mí cuando aún era peregrino.
Fe perseverante en que la Gracia siempre ha sido y será
más fuerte que mis flaquezas y mis inconstancias. Fe en que encontrarás en mí,
Señor, “el sello de pertenencia a Ti”, de aceptación de tu Historia en mi
historia y que me asegurará, gratuitamente, hacer trascender mi propia
historia, porque “la salvación viene de
nuestro Dios y del Cordero”.
Confío que me cuentes “en esa inmensa muchedumbre que nadie puede contar y que hermana para
siempre a hombres de todas las naciones y razas, de todo los pueblos y lenguas”.
Me has “lavado en tu Sangre”, que en
el día señalado, me encuentres “con el manto blanqueado”, como fruto
seguro de tu amor predilecto; no será por mis méritos, Tú y yo lo sabemos, sino
por tu misericordia inacabable que perdona, que sana y capacita para que pueda
ser “de la clase de hombres que te
buscan, Señor”.
Me sé en el camino, porque Tú, Jesús, has abierto el
camino que nos conduce al Padre y al conjuntar el texto de san Pablo en Rom. 8:
16, con el que acabo de leer en 1ª Jn. 3: 1-2, se ensancha el corazón; puedo
llamar a Dios, sin ningún titubeo: “¡Abba!”,
“¡Padre!”, porque Tú intercediste para que el Espíritu residiera en mí y
que “no sólo me llame sino que sea hijo”,
y si hijo, heredero, coheredero contigo de la gloria “que me haga semejante”, y “poder
contemplarlo” –no sé cómo, ya me enseñarás a abrir los ojos- “tal cual Es”. Puesta en Él mi
esperanza, seré purificado.
Que ese Espíritu me ayude a rehacer mi escala de
valores, a vivir los que Tú me propones para “bien aventurarme”; felicidad y
dicha diferentes al programa que acosa desde fuera, el que insiste en el éxito,
el tener y el valer por sobre los demás; el tuyo, en cambio, apunta a lo
profundo, revuelve las entrañas, porque buscar el Reino es volcarme, por
entero, a los otros, deshacerme de mí y caer en la cuenta del presente que
afirmas al abrir y cerrar las Bienaventuranzas: “la pobreza de espíritu”, ya es el Reino; “la constancia en la fidelidad ante las oposiciones”, “ya es
el Reino”. Mi carne se rebela, mi espíritu se aquieta, porque vale
más tu Palabra, tu actuar, siempre coherente, que todas las promesas que nacen
de este mundo y en él se quedan.
Mi alegría y mi salto de contento, se unirán, para
siempre a todos los que en fe caminaron y siguieron tu ejemplo. Lléname de tu
Espíritu para que el Padre me acoja como hijo.