Primera Lectura: del libro de Josué: 24: 1-2,15-17, 18.
Salmo Responsorial, del salmo 33: Haz la prueba y verás qué bueno es el Señor.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los efesios 5: 21-32
Aclamación: Tus
palabras, Señor, son espíritu y vida. Tú tienes palabras de vida eterna
Evangelio: Juan 6:55, 60-69.
Regresa, con
insistencia de aquel que se percibe, conoce y palpa pequeño e indigente, la
súplica confiada: “Salva a tu siervo que
confía en Ti”.
Urgidos de la
paz, anhelando aquello que nos haga pregustar la felicidad verdadera, en medio
de los miedos, de la inseguridad que nos rodea, encontramos la indicación
exacta: “amar lo que nos mandas, Señor”;
amar que es servir nacido del conocer que lleva a la decisión personal,
liberadora, de no tener los ojos y el corazón sino puestos en Ti.
¿Puede haber felicidad
entre los hombres, entre nosotros, que parecería que no la buscamos o que nos
extraviamos por caminos diferentes? Al reflexionar, una vez más, sobre el
egoísmo, sobre el exceso de individualismo que pinta por entero a la sociedad y
a cada uno de nosotros, pedimos al Señor, porque sabemos que “puede darnos un mismo sentir y un mismo
querer”. El amor propio es reacio, por eso continúa nuestra súplica: Tú
puedes cambiarnos y lograr que desde nuestro interior “amemos lo que nos mandas y anhelemos lo que nos prometes”. Tus
mandatos parecerían pesados, pero cuando ha crecido el amor, se clarifica el
contenido de la elección: la decisión para lograr el Bien Mayor.
Josué, en la
primera lectura, proclama su elección, la que ha aprendido de la irrupción de
Dios en la historia del hombre. ¿“Quién
es el Señor? ¿Quién los sacó de Egipto?”.
Tradición hecha vida que comparte y que invita: “Si no les agrada servir al Señor, sigan aquí y ahora a quién quieren
servir…, en cuanto a mí toca, mi familia y yo serviremos al Señor”. El
ejemplo, testimonio de un ser que sabe en Quién ha puesto su confianza,
fortalece el compromiso, rompe las ataduras que pudieran desviarlo y contagia
al pueblo para que dé la respuesta acorde a la Bondad que los ha guiado;
así surge, espontánea, sincera, al menos de momento, aunque después la
fragilidad la rompa: “Lejos de nosotros
abandonar al Señor”. La memoria regresa al presente los pasos del pasado.
¡Que nuestro decir no se pierda en los tiempos; que ilumine con luz nueva el
ahora que vivimos!
Tres veces, en
domingos sucesivos, el Salmo nos impele a “hacer
la prueba y ver qué bueno es el Señor”, el Espíritu no obra por casualidad;
¿qué nos quiere decir con su insistencia?
En la lectura
de la Carta de San Pablo brilla el profundo significado del matrimonio, tan
lejano en el mundo actual y tan necesario para que encuentre el fundamento real
que puede sostenerlo; Cristo y la Iglesia en unidad indisoluble, por sobre las
limitaciones, infidelidades y desvíos, Él se entregó a sí mismo para presentar
a la Iglesia “sin mancha ni arruga ni
nada semejante sino santa e inmaculada”. Esposo y esposa en mutua entrega
que busca, sin medida, el bien y el gozo del amado. ¿No está presente otra vez la
fuerza del Espíritu?
Jesús no ceja, su
palabra suena definitiva: “Mi carne es
verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”. Los oyentes “se escandalizan: duras son estas palabras,
¿quién podrá soportarlas?”, acto seguido, lo abandonan; elección que evade
el compromiso de aceptar la entrada “del Espíritu y la Vida”. La pregunta de
Jesús a sus discípulos nos abarca: “¿También
ustedes quieren dejarme?” Antes de responder, analicemos con/ Pedro la
actitud que, una vez más conlleva el compromiso: “Señor, ¿a Quién iremos?, Tú tienes Palabras de vida eterna”. ¡Señor
haznos coherentes con la fe en Ti, danos ese mismo “sentir y querer”!