viernes, 28 de enero de 2011

4° Ord. 30 Enero 2011.

Primera Lectura: del libro del profeta Sofonías 2:3, 3:12-13
Salmo Responsorial, del salmo 145:  Dichosos los pobres de espíritu, porque de elloses el Reino de los cielos.
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol San Pablo a los Corientios 1: 26-31
Aclamación: Alégrense y salten de contento, porque su premio será grande en los cielos.
Evangelio: Mateo 5: 1-12. 

El martes terminó la Octava de Oraciones por la unión de las Iglesias, hoy le pedimos al Señor que nos reúna de entre todas las naciones para agradecer su poder y cantar sus alabanzas. Todo ser humano está en “la mira de Dios” en orden a la salvación, nos rodea a todos con un infinito abrazo de su Paternidad y, para tratar de asemejarnos a Él, pedimos en la Oración “amarlo con todo el corazón y con el mismo amor, amar a nuestros prójimos.”

En la visión cristiana, si es que en verdad queremos tenerla, no cabe la acepción de personas; nuestras relaciones interpersonales no deben guiarse por simple empatía o romperse por antipatía; hay en nuestros corazones algo mucho más grande, el Señor, el Dios siempre Mayor, si permitimos que su Gracia actúe, seremos capaces de vivir lo que hemos pedido: un corazón, una visión, una actuación auténticamente universales.

Las tres lecturas de hoy confirman una única línea, la de Dios, iniciada desde la Antigua Alianza y reafirmada por Pablo, quien vive con profunda convicción el ejemplo y el mensaje del Señor Jesús.

“¿Quién será grato a tus ojos, Señor?: el que procede honradamente, el que no juzga, el que no miente, el que no es altanero”. Es tan fuerte la palabra profética, al fin y al cabo, Palabra de Dios, que trasciende los tiempos y las épocas. Cala la realidad, descubre los secretos más íntimos. No tolera las acciones destructivas contra los hermanos, hace reflexionar para que nos unamos a ese “pequeño resto”, para que la justicia y la humildad nos plenifiquen. La humildad es la verdad, nuestra verdad de ser creaturas, de ser hijos, de ser hermanos; de ella brotarán la justicia, el respeto y la paz.  ¿De verdad deseamos vivir tranquilos?, sometamos a juicio nuestro proceder, ¿es fraterno o sigue los criterios de la sociedad que nos rodea, en la que estamos enclavados y cuyo único interés es el poseer, el poder, la primacía, la triste pero total ausencia de los demás en su vida.   ¡Qué diverso es el camino de Dios, va, y si vamos con Él, contracorriente! “No escogió a sabios y poderosos de este mundo…, sino a los pobres, a los débiles, a los ignorantes, a los que nada valen”. Contrastes golpeantes, condena flagrante del “parecer”. Nuestra única gloria es estar ya injertados en Jesucristo y gozar “en Él nuestra santificación y redención”. ¡Qué bien aprendió Pablo el “Sermón del Monte”, sin haberlo escuchado!

Al exponer el camino del Reino, Jesús no utiliza el lenguaje legislativo, no da mandamientos, señala la senda que conduce a la felicidad plena, y lo hace desde Él mismo, con su ejemplo. Invita a que nos centremos en lo que vale y permanece: “Dichosos, bienaventurados, los pobres de espíritu”, sólo desean vivir ¡a gusto de Dios! Dichosos los que lloran ante la injusticia y la impiedad que han olvidado a Dios, los pobres y necesitados porque, libres de toda atadura,  ponen toda su confianza en el Señor; los que sufren porque se sienten asociados a la Pasión de Cristo; los que con un corazón limpio trabajan por el bien de todos. Es un programa de vida exigente y radical, tan opuesto a los criterios del mundo, que nos advierte el mismo Jesús: “los perseguirán, los injuriarán, dirán cosas falsas de ustedes, por causa mía, pero alégrense porque su recompensa será grande en los cielos.”

El contenido y la invitación sin duda trastornan muchos de nuestros planes; las incomodidades, quizá nos atemoricen, pero, o miramos con intensos ojos de fe nuestra realidad desde la vida y la entrega de Jesús y nos lanzamos, confiados en que Él y el Espíritu nos sostendrán, o nos veremos arrastrados por el contrasentido que nos rodea.

La decisión de correr el riesgo y la aventura, está en nosotros, en ese ¡sí!, sin reticencias al Señor. ¡Convéncenos, Señor, que “sólo en Ti podemos gloriarnos!”

jueves, 20 de enero de 2011

3º Ord. 23 enero 2011.

Primera Lectura: del profeta Isaías 8: 23 - 9: 3
Salmo Resposorial, del salmo  26: El Señor es mi luz y mi salvación.
Segunda Lectura: de la  primera carta del apóstol San Pablo a los Corintios 1:10-13, 17
Aclamación:  Jesús predicaba la buena nueva del Reino y curaba las enfermedades y dolencias del pueblo 
Evangelio: Mateo 4: 12-23.


 “El que canta ora dos veces”, nos dice San Agustín, ¡que coro más maravilloso si todos los hombres de la tierra aprendiéramos letra y tono!, sería algo nuevo pero que no se acabaría: “Canten al Señor, hay brillo y esplendor en su presencia, y en su templo belleza y majestad”. Abrir los ojos y el corazón y dejar que la lengua reconozca todas las cosas bellas con que el Señor nos ha favorecido; aprender a vivir como verdaderos seres humanos, como auténticos hijos de Dios, unidos a Jesús “el Hijo amado, para producir frutos abundantes”.

La primera lectura nos transporta a la Noche de Navidad: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz…, engrandeciste a tu pueblo e hiciste grande su alegría”. Dios es el Señor de la alegría, el Señor de la Paz, el Señor que rompe las tinieblas e ilumina el camino de salvación; nos transporta también a la fiesta de Epifanía, fiesta de la universalidad del amor de Dios “que no tiene acepción de personas”, que, de verdad se interesa por cada hombre, como un Padre vela por cada uno de sus hijos; esta realidad, por sí misma nos tiene que llenar de gozo y esperanza, de gratitud y compromiso: ¡Dios me ama, a mí, en concreto, con este ser que soy, pero que me quiere cada día mejor!; por eso le pedimos que nos guíe por el camino de sus mandamientos, cumplirlos es caminar según su voluntad y dar a conocer que nuestra respuesta y nuestro amor no son quimera sino verdad anclada en Él. Si auténticamente esa es la luz que seguimos, habremos hecho caso al mismo Dios que nos exhorta por boca de San Pablo: realizaremos la concordia en Jesús y las divisiones se evaporarán. Cualquier división o partidismo desgaja el Cuerpo Místico, escucharlo nos regresa al Único Eje.

¿Percibimos el valor de nuestras vidas y la de cada hombre, desde el Sacrificio del Señor, desde nuestro Bautismo? ¿Nos ofrecemos para extender, vivencialmente, la Buena Nueva, la Conversión, la Alegría del Evangelio, la convicción de trascendencia? ¿Queremos hacer eficaz la Cruz de Cristo? Signo y significado se conjuntan a la perfección. Ante tal demostración los “llamados”, sin violentar su interioridad, no pudieron sino “dejarlo todo y seguirlo.” Es, una vez más, la voz y la mirada que siguen tocando nuestros interiores; ¿al menos tenemos la intención, el deseo de detenernos a escucharlo? “Dejarlo todo”, ¿qué es “todo”, en comparación con poseer y ser poseído por Cristo?  

Démonos un tiempo para analizar si es verdad lo que repetimos en el Salmo: “El Señor es mi Luz y mi Salvación, a quién voy a tenerle miedo… Lo único que anhelo es vivir en la Casa del Señor por años sin término para disfrutar de las bondades del Señor y estar continuamente en su presencia.”
 
Si la aseveración  procede de la convicción, la consecuencia será inmediata: “Ármate de valor y fortaleza y en el Señor confía.”   Nunca nos sentiremos decepcionados; ya hemos sido elegidos por Aquel que es el Camino de la Luz, de la Alegría y de la Salvación. ¡Señor, que no desdigamos, con nuestra actitud apática, del don que nos das!

martes, 11 de enero de 2011

2º Ordinario, 16 de enero 2011.

Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 49: 3, 5-6
Salmo Responsorial, del salmo 39: Aquí estoy, Señor,para hacer tu voluntad.
Segunda Lectura: de la 1ª carta del apóstol San Pablo a los Corintios 1: 1-3
Aclamación: Aquel que es la Palabra se hizo hombre y habitó entre nosotros. A todos los que lo recibieron les concedió poder llegar a ser hijos de Dios.
Evangelio: Juan 1: 29-34. 

Bautizados por Jesús, no solamente en el agua, sino, en el Espíritu Santo, nos unimos en la Antífona de Entrada a  “los himnos en honor y alabanza del Señor en toda la tierra”. Himnos que nos ayudan a reconocer el “amor con el que gobierna cielo y tierra”, presencia que hará que “los días de nuestra vida transcurran en su paz”. 

Isaías nos pone, otra vez, en contacto, a través del segundo cántico del Siervo de Yahvé, con “el Elegido” para manifestar a través de él, su gloria. El apelativo de “Siervo”, en la Sagrada Escritura, se reserva a grandes personajes en la historia de la salvación: Abrahám, Moisés, David, pero referido a Jesucristo realiza todo su contenido: “formado desde el seno materno…, luz de las naciones, para que haga llegar la salvación hasta los últimos rincones de la tierra”.  

Ya considerábamos en la fiesta de Epifanía, la manifestación universal de Dios que abarca a todos los hombres. Y el domingo pasado, al asombrarnos que la misma Pureza quiera recibir el bautismo, escuchamos la voz del Padre que rompe toda duda: “Este es mi Hijo muy amado en quien tengo todas mis complacencias”.  

¿En qué consisten las complacencias del Padre?, sencillamente en vivir conforme a su voluntad, como entonamos en el Salmo: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”; en esperar plenamente en Dios; en experimentar su acción con una docilidad sorprendente y aguardar las consecuencias: “Él se inclinó hacia mí y escuchó mis plegarias. Él puso en mi boca un canto nuevo, un himno a nuestro Dios”.  Desde un corazón de tal manera abierto que comprende y acepta que no bastan sacrificios ni holocaustos para agradar a Dios, comprendemos que nuestro Padre “no quiere cosas”, nos quiere, conforme al ejemplo de Jesús que se pronuncia, de manera definitiva: “¡Aquí estoy!”; penetremos en el compromiso que esta decisión encierra: “Hacer tu voluntad, esto es lo que deseo: tu ley en medio de mi corazón”.  

Misterio que empuja al asombro y a la contemplación más que a una ilación de disquisiciones intelectuales:
  • Ver al Hijo de Dios hecho hombre como yo. 
  • Mirar a Aquel que existe desde siempre, “en quien reside la plenitud de la divinidad” (Col. 1: 19), dispuesto a buscar su misión, encontrarla y cumplirla. 
  • Considerar lo que hace: pasa, ¡con qué sencillez!, y atrae y arrastra miradas y corazones. 
  • Acepta ser “el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo” y el camino que lo llevará hasta cumplir, hasta la mínima coma, la Voluntad del Padre. 
A esto nos conduce el estar “bautizados por el Espíritu de verdad”; a recuperar nuestra identidad de cristianos, seguidores de Cristo; a liberarnos del egoísmo y la cobardía; a abrirnos al amor solidario, gratuito y compasivo; a mostrarnos como “santificados, como pueblo santo que invoca el nombre de Cristo Jesús”.  La consecuencia surge de inmediato: experimentar “la gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre”. El Espíritu Santo no se equivoca, ¡pidamos aprender a dejarnos guiar por Él!

miércoles, 5 de enero de 2011

El Bautismo del Señor, 9 enero, 2011.

Primera Lectura: del libro del profeta Isaías  42: 1-4, 6-7
Salmo Responsorial, del salmo 28: Te alabamos Señor.
Segunda Lectura: del libro de los Hechos de los Apóstoles 10: 34-38
Aclamación: Se abrió el cielo y resonó la voz del Padre, que decía: “Este es mi Hijo amado; escúchenlo”.
Evangelio: Mateo 3: 13-17. 

La festividad del Bautismo de Jesús cierra el tiempo de Navidad; los cielos se juntan con la tierra, la Palabra, del Padre, habita entre nosotros, los ángeles cantaron su gloria, el Amor universal de Dios para con todos, se manifestó en la Epifanía. Hoy, crece la admiración: el Padre unge con el Espíritu a Jesús para confirmar la realidad del Hijo, del Amado, “de Aquel en quien tiene sus complacencias”, Él será, toda su vida, testimonio de justicia, de liberación y de paz.  

Dios siempre nos sorprende, toda novedad viene de Él; gracia y misericordia que sacan a la humanidad del profundo pozo de la desesperanza, de la angustia, de la impotencia del que no puede salir por sí misma; Él tiende “su mano”, en Jesús “Su elegido, su Providencia respetuosa, camino de alianza y de luz para todas las naciones, Él rompe las cadenas y abre las mazmorras”.    

¿Cuál es, tiene que ser, la reacción que brote de cada uno de nosotros? No otra sino la del Salmo: “Te alabamos, Señor”. Actitud que abarca admiración y agradecimiento: “¿Qué es el hombre para que te ocupes de él?”, la respuesta es la misma que escuchó Jesús al salir del agua: “El hijo amado en quien tengo mis complacencias”. 

Esto sucedió en nuestro bautismo, no lo percibimos entonces, ahora tratemos de experimentarlo: con la unción Trinitaria, recibimos el mismo Espíritu que descendió sobre Jesús, recibimos el mismo fuego que Jesús ha venido a traer a la tierra y espera que sea incendiada, “fuego que enciende otros fuegos”, es el Espíritu del Padre, Espíritu de amor, y, solamente con su fuerza seremos capaces de vivir lo que pedimos en la oración: “ser fieles en el cumplimiento de su voluntad”. ¡El amor no tolera esperas!   

Los frutos tienen que ser palpables, “es Dios quien nos sostiene”, ya somos sus elegidos, espera de nosotros que actuemos como Jesús: “no gritará, no clamará, no hará oír su voz por las calles, no romperá la caña resquebrajada…, embajador de justicia y de paz”.

Ser rostros resplandecientes de Dios en el mundo, tan necesitado de luz, de comprensión, de amistad, de fe. Él no solamente lo ha hecho realidad, sino que es La Realidad misma de lo que nos enseña.  La misión es para todos: “Ahora caigo en la cuenta de que Dios no hace acepción de personas, a todos nos ha envuelto con su Palabra.” ¡Cristianos, cristos vivos, para, como Él, “pasar haciendo el bien!”   

Nos urge, y cada quien sabe su propia historia, purificar y enderezar nuestras intenciones, para sanar con nuestra oración, nuestras acciones, nuestra compañía a cuantos se sienten solos, abandonados, discriminados, rotos en su interior.  

El Bautismo nos ha marcado para siempre como hijos de Dios, como hermanos de todos los hombres; que esa fuerza nos acompañe, durante al Año que inicia, hasta que nos llame a su presencia.