viernes, 30 de octubre de 2009

31º Ordinario, Todos Santos, 1º noviembre, 2009.

Primera Lectura: del libro del Apocalipsis del apostol San Juan 7: 2-4, 9-14.
Salmo 23: Esta es la clase de hombres que te buscan, Señor.
Segunda Lectura: de la primera carta del apostol San Juan 3: 1-3.
Evangelio: Mateo 5: 1-12.

Domingo de alegría que ha nacido y es fecundada por la fe hasta que alcance la plenitud al encontrarnos con Dios. ¡Creo en la resurrección de los muertos y en la Vida Eterna! ¡Creo que existe la verdadera felicidad y que nuestra vida no es “un ¡ay! entre dos nadas”! ¡Creo que el Padre nos creó par que participáramos de su Bondad, de su cariño, de sus abrazos y de su mirada! ¡Creo en la Comunión de los santos, y en esa Comunión estrecharé a todos mis seres queridos! Crecerá, junto con la alegría, la admiración al encontrar a tantos hombres y mujeres que supieron amar más a los otros que a sí mismos, porque sabiéndolo o sin saberlo, amaron a Dios en Jesucristo presente en cada hombre y mujer a quien amaron, por quien se preocuparon, a quien atendieron y apoyaron. Agradeceré, ya jubiloso, su intercesión por mí cuando aún era peregrino.

Fe perseverante en que la Gracia siempre ha sido y será más fuerte que mis flaquezas y mis inconstancias. Fe en que encontrarás en mí, Señor, “el sello de pertenencia a Ti”, de aceptación de tu Historia en mi historia y que me asegurará, gratuitamente, hacer trascender mi propia historia, porque “la salvación viene de nuestro Dios y del Cordero”.

Confío que me cuentes “en esa inmensa muchedumbre que nadie puede contar y que hermana para siempre a hombres de todas las naciones y razas, de todo los pueblos y lenguas”. Me has “lavado en tu Sangre”, que en el día señalado, me encuentres “con el manto blanqueado”, como fruto seguro de tu amor predilecto; no será por mis méritos, Tú y yo lo sabemos, sino por tu misericordia inacabable que perdona, que sana y capacita para que pueda ser “de la clase de hombres que te buscan, Señor”.

Me sé en el camino, porque Tú, Jesús, has abierto el camino que nos conduce al Padre y al conjuntar el texto de san Pablo en Rom. 8: 16, con el que acabo de leer en 1ª Jn. 3: 1-2, se ensancha el corazón; puedo llamar a Dios, sin ningún titubeo: “¡Abba!”, “¡Padre!”, porque Tú intercediste para que el Espíritu residiera en mí y que “no sólo me llame sino que sea hijo”, y si hijo, heredero, coheredero contigo de la gloria “que me haga semejante”, y “poder contemplarlo” –no sé cómo, ya me enseñarás a abrir los ojos- “tal cual Es”. Puesta en Él mi esperanza, seré purificado.

Que ese Espíritu me ayude a rehacer mi escala de valores, a vivir los que tu me propones para “bien aventurarme”; felicidad y dicha diferentes al programa que acosa desde fuera, el que insiste en el éxito, el tener y el valer por sobre los demás; el tuyo, en cambio, apunta a lo profundo, revuelve las entrañas, porque buscar el Reino es volcarme, por entero, a los otros, deshacerme de mí y caer en la cuenta del presente que afirmas al abrir y cerrar las Bienaventuranzas: “la pobreza de espíritu”, ya es el Reino; “la constancia en la fidelidad ante las oposiciones”, “ya es el Reino”. Mi carne se rebela, mi espíritu se aquieta, porque vale más tu Palabra, tu actuar, siempre coherente, que todas las promesas que nacen de este mundo y en él se quedan.

Mi alegría y mi salto de contento, se unirán, para siempre a todos los que en fe caminaron y siguieron tu ejemplo. Lléname de tu Espíritu para que el Padre me acoja como hijo.

martes, 20 de octubre de 2009

30° Ordinario, 25 Octubre 2009

Primera Lectura: del libro del profeta Jeremías 31: 7-9;
Salmo 125: Grandes cosas has hecho por nosotros, Señor.
Segunda Lectura: de la carta a los Hebreos 5: 1-6
Evangelio: Marcos 10: 40-52.

Buscar, aunque sea a tientas, pero con la mente y el corazón puestos en la meta. No podemos caminar por la vida sin la meta precisa, de seguro nos perderíamos. Quien siente la inquietud de llegar, pondrá los medios, no solamente unos medios, para conseguir lo anhelado. Tenderá la mano y encontrará seguridad de donde asirse. La presencia del Señor es visible aun en la obscuridad más densa; intentemos hacer real la antífona de entrada: “Busquemos continuamente su presencia”.

Colgados del amor, en alas de la fe y de la esperanza, nos sentiremos como flechas lanzadas por el Arquero experto que nos orienta al centro mismo de los seres, a Dios, que nos espera para dársenos a Sí mismo, no como premio, sino como don gratuito, que llena, que rebosa, que transforma en luz nuestras tinieblas; completará así el círculo perfecto, salimos de Él y a Él volvemos. “Los cantos de alegría y regocijo” son prenda clara de que El Camino sale a nuestro encuentro. Es un Camino amplio, todos caben; el Corazón de Dios es grande, acoge a todos los que sufren: “cojos, ciegos, mujeres en cinta y aquellas que acaban de dar a luz”. Es un Camino llano y sin tropiezos, es la mano buscada y encontrada, es el cariño del Padre que funde, en un abrazo inacabable, a todo ser humano que acepte reconocerse como hijo.

No es sólo Israel, el Pueblo liberado, somos también nosotros, que miramos y admiramos “las grandes cosas que ha hecho por nosotros”; ha roto cadenas más pesadas que las de la esclavitud, de la lejanía, de la ilusión quebrada, del horizonte oculto a la mirada, del alma solitaria; ha roto las cadenas del olvido y se ofrece a romperlas sin cansarse, para formarse un Pueblo nuevo, limpio de pecado. Regresarán la risa y la alegría, las que superan todos los pesares, porque al levantar los ojos, miraremos los campos florecidos, las espigas fecundas, las aguas claras y abundantes.

Lo que fue signo y promesa en la voz del profeta, se torna en plenitud palpable en Jesucristo; ya no serán sacrificios de corderos, ni incienso, ni cantos de alabanza agradecida, sino la Sangre de Aquel que nos conoce y que no duda un instante en ofrecerla para que sirva como riego fecundo y nos lave por dentro; el nuevo y eterno sacerdocio ha quedado instaurado: “Tú eres sacerdote eterno como Melquisedec”.

El sacerdocio antiguo pedía primero perdón por sus pecados; Jesús, el único Justo, “el Hijo, eternamente engendrado”, la transparencia misma, en el que todo es gracia, el que nos lleva al Padre, se entrega libremente y es, a un mismo tiempo, Víctima, Sacerdote y Altar; con Él “el retoño renace” y nos pide, simplemente: ¡ayúdenlo a crecer!

Son del mismo Jesús los pasos que resuenan muy cerca de nosotros; como Bartimeo, sentados al lado del camino, escuchemos, desde la obscuridad, la mano que anhelamos, la que salva y levanta, y gritemos sin miedo: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!” Nos urge la insistencia de una fe que confía, que no haga caso de aquellos que la quieren callar. Imploremos más fuerte. Sabemos que Jesús siempre atiende al que con fe lo invoca. Sigamos escuchando: “¡Ánimo!, levántate, porque Él te llama”. Arrojemos el manto, todo aquello que estorbe nuestro encuentro; demos el salto decidido hacia la Voz que aguarda, y, ya cerca de Él, pidamos lo que tanto nos falta: “Maestro, que pueda ver”.

Las maravillas del Señor continúan al alcance de un corazón deseoso; la claridad, la luz y los colores, darán vida a la vida, y Él mismo nos dará la fuerza necesaria para mantenernos humildes y sencillos para seguir sus pasos.

lunes, 12 de octubre de 2009

29º, Domingo de las Misiones, 18 octubre 2009.

Primera Lectura: Del libro del profeta Zacarías 8: 20-23

Salmo 66: Muéstrate bondadoso con nosotros, Señor
Segunda Lectura: De la carta del apóstol San Pablo a los Romanos 10: 9-18
Evangelio: Marcos 16: 15-20.

Nos invita la antífona de entrada a que “contemos a los pueblos las maravillas del Señor”. La experiencia personal, el haber constatado en nuestras vidas que el Señor sigue realizando maravillas, es manantial del que fluye, de modo natural, la comunicación gozosa de haber sido encontrados por Aquel que es la Paz, la Armonía, la Salvación. Experiencia que no se contenta con discursos y cantos, sino que se muestra en la acción específica de ser testigos creíbles del mensaje de la Buena Nueva, del llamamiento que Jesús nos hace a todos, como Iglesia, para formar en Él y con Él, una humanidad nueva, una familia unida por la fraternidad.

El profundo sentido de “misión”, de misionero, de enviado, no ha variado, continúa vigente y nos atañe a todos. Sigue siendo necesario, como lo fue en la primitiva comunidad cristiana y en la Historia de la Iglesia, que hombres y mujeres, habiéndose dejado llenar por el amor del Padre y de Jesús, e impulsados por la fuerza del Espíritu, imiten –imitemos lo más de cerca posible- la entrega total al Evangelio, “recorriendo los montes como mensajeros que llevamos buenas noticias”. Historia que es presente y estamos escribiendo como cristianos y como Iglesia. ¿Cuál es el contenido de lo que pronunciamos, si es que de verdad queremos vivir el compromiso?, ¿cuál es el fundamento que sostiene las acciones que emprendemos? No puede ser otro que “La Piedra Fundamental”: Cristo Jesús y su fidelidad a la voluntad del Padre: “No he venido a hacer mi voluntad, sino la voluntad de Aquel que me envió” (Jn. 5: 30). “Como el Padre me ha enviado, así también los envío Yo” (Jn. 20: 21), entonces comprendemos que la Iglesia y, reconozcámonos como Iglesia, aparece, desde el primer momento como la comunidad de los discípulos cuya razón de ser es la actuación, en el tiempo, de la misión del mismo Cristo: la evangelización del mundo entero.

Interiorizamos, que no solamente nos llamamos sino que queremos ser cristianos, que al estar en contacto con las personas, descubran en nosotros ese “algo especial”, se acerquen a nosotros y nos “tomen del manto” porque han percibido “que Dios está con nosotros y nosotros con Dios”. Que nuestra fe contagie, que nuestra oración invite, y constaten que nuestra esperanza, al estar firme en el Señor, “nunca defrauda”. Esta es nuestra forma de ser portadores de la Buena Nueva, del sentido de trascendencia, del camino que une en la mirada y en la fe para “hacer que su Voz resuene en todos los rincones de la tierra”, a través de nosotros. Revivimos nuestro sacerdocio bautismal en unión con Cristo Sacerdote, Cristo Profeta y Cristo Rey y abrimos espacios en el mundo para que éste conozca, encuentre o reencuentre a Cristo Mediador.

Para poder “predicar el Evangelio a toda creatura”, necesitamos aprender del mismo Jesucristo, escuchar su palabra, conocer sus acciones, tratarlo en la oración y pedirle que tengamos, no sólo el deseo, sino la actitud de poseer un corazón, una mirada, una preocupación universal que a nadie excluya, “para que todos los hombres lleguen al conocimiento de la Verdad”.

No pidamos “milagros”, mejor pidamos “ser el milagro que convierta al mundo”.

martes, 6 de octubre de 2009

28º Ordinario, 11 Octubre 2009

Primera Lectura: Sabiduría 7: 7-11
Salmo 89: Sácianos, Señor,de tu misericordia.
Segunda Lectura: De la carta a los Hebreos 4: 12-13
Evangelio: Marcos 10: 17-30

Olvidar, perdonar, salvar de manera definitiva, solamente Tú, Señor. Concédenos que la tristeza y la amargura, el desánimo que nos empuja a devaluarnos por la conciencia de nuestras faltas y pecados, queden borrados por la presencia de tu misericordia, de otra forma “¿quién habría, Señor, que se salvara?”

Ojalá, convencidos, insistamos en la oración que abre el interior hacia los demás, los que tenemos a nuestro alcance y los lejanos a los que nos une la realidad humana y la misión bautismal: “Que te descubramos en todos y –de verdad- te amemos y sirvamos en cada uno”. Es muy fácil pedirlo y aun aceptarlo en la mente, necesitamos que lata en el corazón y viva en las obras; ahí está la “Sabiduría”, la auténtica, la que nos llega a través del Espíritu, si permitimos que la Palabra “penetre hasta la médula de los huesos y divida la entraña”. Recibirla es constatar que “con ella nos llegan todos los bienes”, los que perduran, los que pesan más que todas las riquezas de la tierra, la que mide y discierne creaturas y contorno, la que ilumina, “con luz que no se apaga”, que “el ser para los otros” es el camino que acerca a Jesucristo, que evita el ansia posesiva de “mis cosas, mi yo y mi egoísmo”.

La espada corta y rasga, le tememos; pero ella limpia y “deja al descubierto las intenciones de nuestro corazón”, nos quita la confianza en la falsa coraza que nos daban los bienes conseguidos, derrumba merecimientos “comerciales”, y nos impulsa a cambiar la mirada, a ir más allá del mero cumplimiento…, el Reino es mucho más.

Seguro que anhelamos la mirada amorosa de Jesús que nos llama, que ha trazado el camino con su propia pisada, que espera de nosotros la respuesta precisa que supera horizontes terrenos, que escucha, acoge y vive la invitación concreta: “Ve, y vende lo que tienes, da el dinero a los pobres y así tendrás un tesoro en los cielos. Después, ven y sígueme”. ¿Qué sucedió en el joven que “se acercó corriendo y se arrodilló ante Jesús”? No bastaron palabras ni mirada envueltas en cariño, pudo más lo cercano, lo pensado como algo seguro, y se alejó con la tristeza rodeándole las manos, el corazón, la mente y el camino.

El comentario de Jesús nos estremece, su mirada ha variado, su Palabra incita, sin violentar, a examinarnos por dentro, todos juntos, individual y colectivamente: “Hijitos, ¡qué difícil es para los que confían en las riquezas, entrar en el Reino de Dios!”. No bastan los deseos, por muy altos que sean.

"Síganme”, ¿abandonado todo, especialmente a este “yo” que tanto cuido?; ¡qué difícil romper las ataduras que con tanto trabajo hemos unido!, si esta es la consigna, “¿quién puede salvarse?”.

Sintamos, oigamos la Palabra, captemos la mirada, otra vez cariñosa, que nos llevan a la esperanza que toca la certeza: “Es imposible para los hombres, mas no para Dios. Para Dios todo es posible”. ¡Que Jesús Eucaristía, nos repita la promesa y le creamos!