Primera
Lectura;
del primer libro del profeta Samuel 16: 1, 6-7, 10-13
Salmo Responsorial, del salmo 22: El Señor es mi pastor, nada me falta.
Segunda
Lectura:
de la carta del apóstol Pablo a ls efesios 5: 8-14
Aclamación: Yo soy la Luz del mundo, dice el Señor, el que me sigue tendrá la luz
de la vida.
Evangelio: Juan 9: 1-41
A medio camino hacia la Pascua, la Iglesia nos invita a
alegrarnos porque se acerca la abundancia del consuelo; porque hemos crecido en
el acercamiento a Dios y a nuestros corazones, y la alegría que irradia desde
dentro, nos anima a continuar el peregrinaje.
Jesús ya
ha reconciliado a la humanidad entera; de nosotros espera que
continuemos preparándonos con fe y entrega a la culminación de esta salvación.
La primera lectura nos remarca que la mirada
de Dios penetra los corazones, no se queda en las apariencias. Samuel se deja
impresionar por el aspecto y la estatura, pero escucha al Señor y aguarda a que
llegue “el más pequeño” para ungirlo. Lo hace “como en secreto”, todavía tendrá
que pasar muchas peripecias para guiar a su pueblo; lo que debemos percibir
claramente e intentar proyectarlo, pues ya fuimos ungidos, “es que a partir de aquel
día, el Espíritu del Señor estuvo con David.” Cómo se afianza la realidad de que “la fuerza de Dios reluce en la debilidad”, y
“cuando soy débil, soy fuerte, porque
vive en mí la fuerza de Dios”. “No yo, sino la gracia de Dios conmigo”.
David de pastor de ovejas, será el Pastor que
guíe a Israel; Cristo el Buen Pastor nos conduce a verdes praderas, a aguas
cristalinas, ilumina nuestro camino por cañadas obscuras, es fiel a sus
promesas, llena nuestra copa hasta los bordes, su bondad y su misericordia nos
acompañan todos los días de nuestra vida. ¿A quién temeremos si de verdad lo
seguimos?
Ya somos “hijos
de la luz, no de las tinieblas, aunque una vez lo fuimos, ya no lo somos,
levantémonos, pues el mismo Cristo es nuestra Luz”. Mostrémonos como tales con frutos “de bondad, santidad y verdad”, “cuanto es iluminado por la Luz, se convierte en luz.”. Los
cristianos no podemos vivir apagados.
San Juan, en el Evangelio, largo pero
ilustrador, nos muestra paso a paso las oposiciones a Cristo siempre cercano a
los más necesitados. El milagro provoca tensiones y reacciones diferentes:
miedo en los padres del ciego, rabia e incredulidad en los fariseos, audacia y
valentía en el ciego que ahora no solamente ve las maravillas de la creación,
sino que va mucho más allá: “¿Y quién es,
Señor, para que yo crea en Él?”, Jesús se le revela con toda claridad: “Ya lo has visto, el que está hablando
contigo, ese Es”. La inmediata
respuesta del ciego curado por fuera y por dentro, tiene que ser la nuestra: “Creo, Señor”. “Y postrándose lo adoró”.
Reescuchemos con gran atención el final: “Yo he venido para que se definan los campos,
para que los ciegos vean y los que ven queden ciegos”. ¿A qué campo
pertenecemos?
Pidámosle confiadamente: ¡Señor cura nuestra
ceguera, esa, la interior, la de la soberbia, la que no nos deja verte porque
nos miramos demasiado a nosotros mismos, la que se fija más en las creaturas
que en Ti, Creador y Señor, Amigo y Compañero de nuestro peregrinar hacia Ti!
Ya nos has revelado tu amor, que todo nuestro ser te responda como el ciego: “Creo, Señor” y con reverencia agradecida Te adoremos.