martes, 27 de enero de 2009

4º Ordinario, 1º febrero 2009.

Deut. 18: 15-20; Salmo 94; 1ª. Cor. 7: 32-35; Mc. 1: 21-28.
Se alarga el contenido de la oración que, litúrgicamente finalizó el domingo pasado, pero que debe continuar indefinida desde el deseo y la petición, tal como lo expresa la antífona de entrada: “Reúnenos de entre todas las naciones”, que por tu gracia lleguemos a realizar esa unidad ansiada por Ti, Señor, y por todos: “Un solo cuerpo, un solo espíritu, como también es una la esperanza de la vocación con la que hemos sido llamados”; (Ef. 4: 4), unificación no sólo de las Iglesias sino de todos los hombres. Desde esta experiencia viviremos con mayor plenitud lo que pedimos: “amarte con todo el corazón, y con el mismo amor, amar a nuestros prójimos”; incapaces ni siquiera de soñarlo si no es desde Ti y contigo.

Escuchamos en la lectura del Deuteronomio una promesa que palpamos realizada en el Evangelio que nos narra San Marcos. Los israelitas temen, y lo confiesan: “No nos hable el Señor porque moriremos, háblanos tú, Moisés”. Y Dios, aquiescente y comprensivo, “pronuncia” su palabra: “Yo haré surgir en medio de tus hermanos un profeta como tú. Pondré mis palabras en su boca y él dirá lo que le mande Yo”. Un Profeta que vive entre los humanos, que camina en su historia, que habla de Dios con las palabras de Dios, que no inventa sino que comunica lo que ha recibido, y se vuelve testigo de tal calidad, que “A quien no escuche las palabras que él pronuncie en mi nombre, Yo le pediré cuentas”.

Esto fue lo que llamó la atención de los oyentes en la sinagoga de Cafarnaúm; no era cualquier palabra la que escuchaban, sino la misma palabra de Dios, que al ser pronunciada por Cristo, Palabra Encarnada, traslucía autoridad, magnificencia, claridad, cercanía, poder de convicción y de acción; por eso no es de extrañar “que quedaran asombrados, pues hablaba no como los escribas”, estos hacían referencia a otros maestros, Jesús tiene como referencia al Autor de la Ley y de la Alianza; es la Escritura viva, porque “aprendió a escuchar”, “aceptó la vocación”, y eso transmite: “Lo que el Padre me enseñó, es lo que digo”. (Jn. 8:28) “Les doy a conocer todo lo que le he oído al Padre, (Jn. 15: 15).

La promesa hecha a Moisés, llegó a cristalizar la figura ideal del profeta y creció a tal grado que sintetizó la persona del Mesías; los asistentes a la sinagoga, lo viven, de inmediato hacen referencia y, espontánea llega la pregunta: “¿Qué es esto?, ¿qué nueva doctrina es ésta?”, y más después de ser testigos de la curación de un enfermo que padecía una anormalidad psíquica, (por ello eran vistos como poseídos por un espíritu impuro); atónitos porque Jesús con su sola voz domina esa fuerza maligna que le impedía a esa persona realizar su identidad y vivir en familia. La coherencia de Jesús, su cercanía a cuantos necesitan cariño, protección y alivio, deja al descubierto en qué consiste la Buena Nueva; no es el temor del Sinaí, sino el amor comprensivo y compasivo que nos trae de Dios, que nos descubre al Padre y que de paso, nos hace comprender, a través de San Pablo, que toda vocación, todo estado de vida es importante, es valioso, “si se vive en presencia del Señor, tal como conviene”.

Que la Eucaristía en la que participamos nos ayude a vivir más profundamente nuestra fe, como lo pediremos en la oración después de la Comunión.

jueves, 22 de enero de 2009

3º Ordinario, 25 enero 2009

Jonás 3: 1-5, 10; Salmo 23; 1ª. Cor. 7: 29-31; Mc. 1: 14-20.

Termina hoy, con la celebración de la Conversión de San Pablo, la octava de oraciones por la unión de las Iglesias.

Conversión, palabra que, nacida del corazón arrepentido, engendra novedades, horizontes luminosos y ojos limpios que descubren lo ignorado hasta entonces; antes, al volverse hacia adentro, encontraban tinieblas y vacío, superficialidad y nada duradero, pero al escuchar la llamada que llega desde arriba, sea por boca de Jonás, los ninivitas, sea por la luz que derriba en el caso de Pablo, todo cambia: valores, actitudes, entusiasmo, esfuerzo que exige sacrificio, confianza que surge vigorosa y derriba, porque la fe la impulsa, los muros que asfixiaban y que, ni unos ni otro, advertían.

¡Cómo va madurando la Palabra – el Señor que no deja de invitarnos -, dentro del ser humano, aunque al principio choque con el rechazo! Cada uno es testigo de sí mismo y sin duda confiesa, en el silencio íntimo, que el llamamiento quema porque duele lo profundo del yo que tiene que aprender a romperse para que salga a luz todo lo nuevo; para decirle a Dios, con actos, que queremos cambiar, que no nos satisface tanta palabra vana que hemos pronunciado; tampoco vestirnos de sayal y de ceniza y aparentar por fuera; cierto que en Nínive fue signo y “convirtió al Señor”, que “al ver sus obras no les envió el castigo”. No olvidemos el lenguaje “sapiencial y didáctico” del libro de Jonás, el modo pedagógico en el que Dios se nos da a conocer como perdón y amor, nunca como castigo…, que su Palabra nos ayude a madurar en el aprendizaje.

Regresemos a Pablo, hombre de carne y hueso, de pasiones violentas, de formación legal e intransigente, sin duda busca la verdad, pero el Señor le sale al encuentro como quien Es, La Verdad, y frente a tal resplandor que penetra la entraña e ilumina todas las intenciones del corazón, no hay otra respuesta: “¿Qué debo hacer, Señor?” La ceguera de fuera ha curado la interna; la obediencia guía ahora sus pasos; la oración de Ananías le quita las escamas y le anuncia la misión que le espera: “El Dios de nuestros padres te ha elegido para que conocieras su voluntad, vieras al Justo y escucharas sus palabras, porque deberás atestiguar ante todos los hombres lo que has visto y oído”. La conversión es plena, se realiza el bautismo, reconoce que Jesús es el Señor y él queda limpio de sus pecados. Algo muy parecido sucede con nosotros si queremos escuchar y mirar y aceptar el encargo de decir y vivir la Verdad; hemos sido elegidos, simplemente porque el Señor nos quiere. Hace tiempo que se inició el proceso, ¡que no lo interrumpamos!

“El tiempo apremia”, “este mundo que vemos es pasajero”, la experiencia de Pablo se une a los cuatro primeros: Pedro, Andrés, Santiago y Juan y captan que escuchar la Voz significa seguirla; ¡encontrarse con Cristo no deja alternativa!, sin que violente la libertad del ¡sí!

El Amor no requiere decirse, se transforma en unión de intereses y vidas que saltan al vacío sin dejar de mirarse, sin más explicaciones rompe las ataduras, todas ellas, y aprende a mantener el ritmo de los pasos, los que con Él culminen en el Reino.

viernes, 16 de enero de 2009

2º Ordinario, 18 enero, 2009

1º Samuel 3: 3-10, 19; Salmo 39; 1ª. Cor. 6: 13-15, 17-20;
Jn. 1: 35-42.

El Señor, en la Epifanía ilumina a todos los hombres, con su Bautismo los purifica, con su Voz, que llama constantemente, los guía; los que lo aceptan, son llamados “hijos de Dios” que invitan a la tierra entera a que entone himnos en su honor. Si nos encontramos entre ellos, nuestros días transcurrirán en su paz.

Finalizó el tiempo de Navidad, inicia el Tiempo Ordinario, semana tras semana, meditaremos, paso a paso, las acciones, los dichos, las enseñanzas, la voz de Jesucristo. Oírlo, sentirlo cercano a cada hombre, encontrar dónde vive y aprender a pasar toda la tarde escuchándolo, nos hará comprender la inquietud que lo invade: ¡Conóceme, acéptame, sígueme!

En Samuel admiramos una fe obediente, que supera flojeras, que tres veces se yergue, presurosa, en medio de la noche, que no pone pretextos y en su constancia abre, todavía sin saberlo, su interior para que el Espíritu del Señor halle en él su morada.

Responder al llamado en silencio expectante, delinea lo que ha de ser la oración cristiana: “Habla, Señor, tu siervo te escucha”. ¡Interioridad, discernimiento; percepción de la Voz, para superar los ruidos que adentro provocamos y los que desde fuera aturden!

Captada, sin temores, la llamada, hace surgir la respuesta a tono con el Salmo: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”, y completamos alegres y sinceros: “Lo que deseo: tu ley en medio de mi corazón”.

El Señor nos habla en muchas formas, la paciencia es necesaria, seguimos como escuchas, pero el amor nos urge a salir al encuentro; no interrumpir los pasos tras aquel al que Juan señaló como “El Cordero de Dios”; que el asombro lo alcance y los labios enuncien la pregunta que inicie el diálogo profundo: “¿Dónde vives, Rabí?” Su respuesta nos llevará con Él, “Vengan a ver”. Con Él descubriremos que son posibles la paz y la amistad.

La convivencia pone el corazón a disposición de Dios. Haber “visto” a Jesús en su pobre morada nos invita a ofrecernos para que nos habite. La comunicación con Él, y el descubrir la Verdad, harán brotar el ansia de decirla a los otros.

La experiencia vivida exigirá anunciarla para que todo aquel que la oiga, pueda sentir el mismo pero diverso gozo, según el nombre con que La Voz lo nombre. Ya lo sabemos, el que pone nombre a los seres, es dueño de los mismos; el Padre nos ha nombrado hijos en el Hijo, por tanto “ya no somos dueños de nosotros mismos”, “somos miembros de Cristo y nos hacemos con Él un solo espíritu”. ¡Glorifiquemos a Dios con nuestro ser entero!

jueves, 8 de enero de 2009

2º Navidad, El Bautismo del Señor, 11 Enero 2009.

Is. 55: 1-11; Salmo 12; 1ª Jn. 5: 1-9; Mc. 1: 7-11.

“Después de que Jesús se bautizó, se abrieron los cielos y el Espíritu Santo se posó sobre Él, y resonó la voz del Padre que decía: Éste es mi Hijo amado, en quien he puesto todo mi amor”. Materia para reflexionar íntimamente es a lo que orienta la Antífona de Entrada. Jesús se ha hecho en todo igual a nosotros menos en el pecado; Él no precisa del Bautismo de arrepentimiento, pero desea comenzar su vida pública mostrándose “como simple hombre” (Filip. 2: 7); se ha preparado durante 30 años en la soledad, en el anonimato, en la constante relación con el Padre. No con palabras sino con actitudes sencillas, humildes, irá corrigiendo, y ahora comienza, las expectativas mesiánicas del pueblo de Israel: nada de poder, ni exterminio, ni temor a la ira de Dios, (algo totalmente impensable), “ni el hacha tocando la base de los árboles, y todo árbol que no da buen fruto será cortado y echado al fuego” (Mt. 3:10), sino amigo de los hombres, derrochador de misericordia y comprensión, cercano a los pobres, débiles, enfermos y desvalidos, por eso “se abren los cielos”, para significar que la Alianza, la Promesa sigue en pie, que la gratuidad venida desde el Padre, continua llegando a todos los hombres: “como bajan del cielo la lluvia y la nieve y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar…, así será la palabra que sale de mi boca, no volverá a mi sin resultados, sino que hará mi voluntad y cumplirá su misión”.


La Palabra del Padre confirma a Jesús como Su Palabra que unirá cielo y tierra, que nos enseñará a comprender que “sus pensamientos no son nuestros pensamientos, ni nuestros caminos son sus caminos”. El único camino para llegar al Padre es y será, exclusivamente, Jesucristo, y para que se acreciente nuestra fe, nos permite escuchar la gran Revelación: “Tú eres mi Hijo amado, Yo tengo en ti mis complacencias”. Cristo que llega a “cumplir la misión que el Padre le ha encomendado”. Él es “la fuente de la que sacaremos agua con gozo, para nuestra salvación”; es quien nos ofrece, “trigo, vino y leche, sin pagar”; “préstenme atención, vengan a mí, escúchenme y vivirán”.

¿En qué gastamos y nos gastamos?, ¿caminamos por senderos derechos, proseguimos en la tarea de preparar, constantemente, el camino del Señor?, ¿aceptamos la nueva visión que Jesús nos trae, sabiendo que no concuerda con nuestros sentimientos, con nuestros apetitos, con nuestras inclinaciones y deseos?

Sacudamos la modorra interior y tomemos muy en serio la Palabra que se expresa en San Juan: “Nuestra fe es la que nos da la victoria sobre el mundo. Porque ¿quién es el que vence al mundo? Sólo el que cree que Jesús es el Hijo de Dios”. Ya hemos sido bautizados no solamente en agua, sino en agua y con el Espíritu. Hemos recibido la semilla, el germen que, si lo dejamos crecer, precisamente, por la acción y obra del Espíritu, nos hará capaces de irnos configurando a la imagen del Hijo de las complacencias del Padre y seremos “verdaderos hijos por adopción” (Rom. 8; 15)´

Ha llegado el más fuerte, el que ha vencido a la muerte y al pecado con su muerte, su sangre y el Espíritu. La gratuidad, a pesar de serlo, pide nuestra respuesta en reciprocidad y ésta consiste en que no solamente creamos que “Jesucristo es el Hijo de Dios”, sino en que vivamos según su ejemplo, para que el Padre pueda decir de cada uno de nosotros: “éste es mi hijo muy amado, esta es mi hija muy amada, en ellos tengo mis complacencias”. Nuestra meta: ¡Vivir a gusto de Dios!, como lo hizo Jesucristo.