Se alarga el contenido de la oración que, litúrgicamente finalizó el domingo pasado, pero que debe continuar indefinida desde el deseo y la petición, tal como lo expresa la antífona de entrada: “Reúnenos de entre todas las naciones”, que por tu gracia lleguemos a realizar esa unidad ansiada por Ti, Señor, y por todos: “Un solo cuerpo, un solo espíritu, como también es una la esperanza de la vocación con la que hemos sido llamados”; (Ef. 4: 4), unificación no sólo de las Iglesias sino de todos los hombres. Desde esta experiencia viviremos con mayor plenitud lo que pedimos: “amarte con todo el corazón, y con el mismo amor, amar a nuestros prójimos”; incapaces ni siquiera de soñarlo si no es desde Ti y contigo.
Escuchamos en la lectura del Deuteronomio una promesa que palpamos realizada en el Evangelio que nos narra San Marcos. Los israelitas temen, y lo confiesan: “No nos hable el Señor porque moriremos, háblanos tú, Moisés”. Y Dios, aquiescente y comprensivo, “pronuncia” su palabra: “Yo haré surgir en medio de tus hermanos un profeta como tú. Pondré mis palabras en su boca y él dirá lo que le mande Yo”. Un Profeta que vive entre los humanos, que camina en su historia, que habla de Dios con las palabras de Dios, que no inventa sino que comunica lo que ha recibido, y se vuelve testigo de tal calidad, que “A quien no escuche las palabras que él pronuncie en mi nombre, Yo le pediré cuentas”.
Esto fue lo que llamó la atención de los oyentes en la sinagoga de Cafarnaúm; no era cualquier palabra la que escuchaban, sino la misma palabra de Dios, que al ser pronunciada por Cristo, Palabra Encarnada, traslucía autoridad, magnificencia, claridad, cercanía, poder de convicción y de acción; por eso no es de extrañar “que quedaran asombrados, pues hablaba no como los escribas”, estos hacían referencia a otros maestros, Jesús tiene como referencia al Autor de la Ley y de la Alianza; es la Escritura viva, porque “aprendió a escuchar”, “aceptó la vocación”, y eso transmite: “Lo que el Padre me enseñó, es lo que digo”. (Jn. 8:28) “Les doy a conocer todo lo que le he oído al Padre, (Jn. 15: 15).
La promesa hecha a Moisés, llegó a cristalizar la figura ideal del profeta y creció a tal grado que sintetizó la persona del Mesías; los asistentes a la sinagoga, lo viven, de inmediato hacen referencia y, espontánea llega la pregunta: “¿Qué es esto?, ¿qué nueva doctrina es ésta?”, y más después de ser testigos de la curación de un enfermo que padecía una anormalidad psíquica, (por ello eran vistos como poseídos por un espíritu impuro); atónitos porque Jesús con su sola voz domina esa fuerza maligna que le impedía a esa persona realizar su identidad y vivir en familia. La coherencia de Jesús, su cercanía a cuantos necesitan cariño, protección y alivio, deja al descubierto en qué consiste la Buena Nueva; no es el temor del Sinaí, sino el amor comprensivo y compasivo que nos trae de Dios, que nos descubre al Padre y que de paso, nos hace comprender, a través de San Pablo, que toda vocación, todo estado de vida es importante, es valioso, “si se vive en presencia del Señor, tal como conviene”.
Que la Eucaristía en la que participamos nos ayude a vivir más profundamente nuestra fe, como lo pediremos en la oración después de la Comunión.
Escuchamos en la lectura del Deuteronomio una promesa que palpamos realizada en el Evangelio que nos narra San Marcos. Los israelitas temen, y lo confiesan: “No nos hable el Señor porque moriremos, háblanos tú, Moisés”. Y Dios, aquiescente y comprensivo, “pronuncia” su palabra: “Yo haré surgir en medio de tus hermanos un profeta como tú. Pondré mis palabras en su boca y él dirá lo que le mande Yo”. Un Profeta que vive entre los humanos, que camina en su historia, que habla de Dios con las palabras de Dios, que no inventa sino que comunica lo que ha recibido, y se vuelve testigo de tal calidad, que “A quien no escuche las palabras que él pronuncie en mi nombre, Yo le pediré cuentas”.
Esto fue lo que llamó la atención de los oyentes en la sinagoga de Cafarnaúm; no era cualquier palabra la que escuchaban, sino la misma palabra de Dios, que al ser pronunciada por Cristo, Palabra Encarnada, traslucía autoridad, magnificencia, claridad, cercanía, poder de convicción y de acción; por eso no es de extrañar “que quedaran asombrados, pues hablaba no como los escribas”, estos hacían referencia a otros maestros, Jesús tiene como referencia al Autor de la Ley y de la Alianza; es la Escritura viva, porque “aprendió a escuchar”, “aceptó la vocación”, y eso transmite: “Lo que el Padre me enseñó, es lo que digo”. (Jn. 8:28) “Les doy a conocer todo lo que le he oído al Padre, (Jn. 15: 15).
La promesa hecha a Moisés, llegó a cristalizar la figura ideal del profeta y creció a tal grado que sintetizó la persona del Mesías; los asistentes a la sinagoga, lo viven, de inmediato hacen referencia y, espontánea llega la pregunta: “¿Qué es esto?, ¿qué nueva doctrina es ésta?”, y más después de ser testigos de la curación de un enfermo que padecía una anormalidad psíquica, (por ello eran vistos como poseídos por un espíritu impuro); atónitos porque Jesús con su sola voz domina esa fuerza maligna que le impedía a esa persona realizar su identidad y vivir en familia. La coherencia de Jesús, su cercanía a cuantos necesitan cariño, protección y alivio, deja al descubierto en qué consiste la Buena Nueva; no es el temor del Sinaí, sino el amor comprensivo y compasivo que nos trae de Dios, que nos descubre al Padre y que de paso, nos hace comprender, a través de San Pablo, que toda vocación, todo estado de vida es importante, es valioso, “si se vive en presencia del Señor, tal como conviene”.
Que la Eucaristía en la que participamos nos ayude a vivir más profundamente nuestra fe, como lo pediremos en la oración después de la Comunión.