Primera Lectura: del primer libro de los Reyes 3: 5-13
Salmo Responsorial, del salmo 118: Yo amo, Señor, tus
mandamientos.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los romanos 8:
28-30
Evangelio: Mateo 13: 44-52.
Será imposible “habitar juntos en la casa
del Señor”, sin la Sabiduría que viene de Él mismo, sin la protección que nos
enseñe a “usar de tal forma de los bienes de la tierra que no nos
impida obtener los eternos”. Es la “regla de oro” que propone San Ignacio
en el Principio y Fundamento de los Ejercicios. La conocemos conceptualmente,
pero para bajarla a la práctica necesitamos comprender y vivirla indiferencia;
en ella encontraremos la capacidad, otra vez como Gracia, pero buscada, la
capacidad del discernimiento, del auténtico desasimiento de todo lo que nos ata
a lo efímero, a lo inmediatamente gustoso, atractivo, deleitable, ciertamente
no por desprecio sino por justiprecio, porque, ¡ojalá sea cierto!, “solamente
buscamos lo que más conduce al fin para que hemos sido creados”.
¡Que tuviéramos la visión de Salomón para pedir lo
que necesitamos!: “no larga vida, ni riquezas, ni el triunfo sobre los
enemigos, sino sabiduría para gobernar y gobernarnos”; con la verdadera
Sabiduría “vendrán todos los bienes”, aun los no solicitados. ¿De
dónde sino del mismo Dios llega esa inspiración, esa mirada que apunta a lo
trascendente, que busca y desea mucho más allá de lo que nos rodea? Ejemplo e
invitación para pedirla con fe, con firmeza, constancia, seguridad, porque
sabemos a Quién acudimos: “Al Dador de todo bien”. Fruto
inmediato, si el Señor nos la concede, será la coherencia entre deseo y
acción: “Yo amo, Señor, tus mandamientos”. Las razones
convincentes que mueven ese amor, las explaya con profusión el Salmo: “Valen
más que miles de monedas de oro y plata, son luz para el entendimiento y llenan
el interior de contento”.
¿Experimentamos en la vida lo que nos dice San
Pablo: “todo contribuye para bien de los que aman a Dios”?
¡Limpiemos de escoria nuestra visión de Dios; ciertamente no es el Dios de la
ley, de los cumplimientos exteriores, de los sacrificios en el Templo; es el
Padre que nos vino a revelar Jesucristo, el Dios de los deseos, el Dios que
atrae, no por obligación, no por miedo, no por costumbre, sino por su Bondad,
su cercanía, su invitación para que “reproduzcamos la imagen de Aquel
que es el primogénito entre muchos hermanos, en quien tiene sus complacencias”. Hacerlo,
desgranará las consecuencias, las que miran el “para siempre”. No excluye a
nadie, pues todos somos hijos e hijas y a todos “predestina, llama,
justifica y glorifica”.
Las parábolas animan a la búsqueda y prometen el
encuentro: “el tesoro escondido, la perla valiosa, la red llena de
pescados”, son el discernimiento en acción, el que nos da a conocer el bien
encontrado, apreciado, abrazado de tal forma que cambie la orientación de una
vida que podría convertirse de monótona y gris, en alegría que nos alumbre y
alumbre al mundo, a todos los que entren en contacto con nosotros, porque
percibirán que hay algo totalmente nuevo en nuestros corazones: ¡nos hemos
encontrado con el Dios de la vida!
Prudencia, tolerancia, conocimiento y reconocimiento de que el juicio le pertenece a Él “que es Justo y Misericordioso”; a nosotros, la rectitud y la imitación del “instruido en las cosas del Reino”, la conjunción de Tradición y creatividad para “ir sacando las cosas nuevas y las antiguas”. ¡Que Cristo Eucaristía nos conceda ese discernimiento, esa sabiduría!