sábado, 30 de marzo de 2019

4º Cuaresma, 31 de marzo, 2019-.


Primera Lectura: del libro de Josué 5: 9, 10-12
Salmo Responsorial, del salmo 33: Haz la prueba y verás qué bueno es el Señor.
Segunda Lectura: de la segunda carta del apóstol Pablo a los corintios 5: 17-21
Aclamación: Me levantaré, volveré a mi padre y le diré: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti"
Evangelio: Lucas 15: 1-3, 11-32.

¡Domingo de la Alegría!, y no debe extrañarnos: el cántico de entrada: “Alégrate, Jerusalén y todos los que la aman. Regocíjense”. Es la continuación de lo que hemos intentado seguir: “Buscamos el rostro del Señor, pusimos en él nuestros ojos y quedamos reconfortados”, ahora sentimos la alegría del perdón, de la misericordia de la transfiguración que empuja desde dentro para que nuestras vidas no se queden en estériles hojas, sino que den fruto, y fruto que perdure.

Aquello que vale la pena repetir, ¡repitámoslo!: el deseo de volver a Él, la capacidad de arrepentimiento, de encuentro vital, procede de la iniciativa de Dios que no se cansa de buscarnos, de esperarnos, de salir a nuestro encuentro, haya sido cual haya sido nuestro pasado; Él aguarda el momento oportuno en que nuestro ser, después de haber experimentado el vacío, despierte a la ansiedad del amor que no tiene fin.

Lo recordamos y pedimos en la oración: “Tú que has reconciliado contigo a la humanidad entera, por medio de tu Hijo”, por el mismo Jesucristo enséñanos a “dejarnos reconciliar contigo”; que nos deslumbremos por Ti en Él, que se hizo uno de nosotros, revestido de la carne de pecado, para llevarnos de regreso a tu lado, para que unidos a Él, recibamos la salvación, la única que purifica y justifica, la que “nos hace creaturas  nuevas”, la que planta la alegría que perdura.

¿Cuántas veces habremos leído, escuchado, meditado la parábola del hijo pródigo?, cada uno conoce su proceso interno y sabe con qué personaje se ha identificado…, probablemente nos habremos sentido, las más de las veces ese “hijo pródigo”, inquieto, egoísta, superficial, desesperado por aprovechar, ¡ya!, lo mejor posible la ocasión, sin importarle nada más que el yo, el capricho, el instante. Ojalá, como a él, la ruptura de las ilusiones, la soledad y la tristeza, nos hayan impulsado a revivir las alegrías, la seguridad, el gozo de la casa del padre, y a emprender el retorno, revestidos de arrepentimiento y humildad para encontrarnos con Quien ya sabíamos: ¡El Padre! Que ni siquiera permite que finalicemos nuestra confesión: “Ya no soy digno…”, y se hace uno con nosotros en el abrazo de perdón, de reconciliación, de recreación de nuestro yo, el nuevo, el que viene de Él; ¡ésta es la alegría que fructifica!

Jesús nos enseñó a rezar, a encontrarnos con lo inimaginable, a superar la antigua “visión de un Dios lejano y terrible”, y puso desde sus labios en los nuestros la palabra más reconfortante y segura: “¡Padre!”; no quiso quedarse en las palabras, y ahora nos muestra el corazón de Dios, del Padre que sale cada tarde a otear el horizonte en espera del hijo, que sabe, desde dentro, que el amor no se acaba, que el cariño y el reconocimiento afloran con certeza y que el encuentro con un “yo” desposeído, ausente de sí mismo, lejano del afecto y la ternura, reorientará los pasos que desanden lo andado, para mirarse entero, nuevamente, en los ojos de quien siempre lo ha querido.

¡Señor, concédenos encontrarnos, al mirarte a los ojos, reflejados en ellos! 

viernes, 22 de marzo de 2019

3er domingo de Cuaresma


Primera Lectura: del libro del Éxodo 3: 1-8,13-15
Salmo Responsorial, del salmo 102: El Señor es compasivo y misericordioso.
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol Pablo a los corintios 10: 1-6, 10-12
Aclamación: Conviértanse, dice el Señor, porque ya está cerca el Reino de los cielos.
Evangelio: Lucas 13: 1-9.

“Mírame, Dios mío y ten piedad de mí”; la soledad y la aflicción nos empujan a la desolación, a la tristeza, al obscurecimiento del horizonte… ¿Qué nos responde el Señor, no qué nos respondería, sino en presente, ahora, en nuestro momento concreto? “Conozco sus sufrimientos, he oído sus quejas…, he descendido para librarlos”.

Dios es “fuego que transforma pero no consume”, necesitamos acercarnos para que su llama nos abrase, darnos la oportunidad, aun cuando fuera por mera curiosidad, para que el misterio nos invada, para escuchar y aprender el nombre de Dios: “Yo Soy”. Aquel “que Es, que Era y que Vendrá”, (Apoc. 1: 8), sale a nuestro encuentro; una vez más constatamos que la iniciativa parte de Él, que el llamamiento y la misión vienen de Él, que es un Dios presente, cercano, que acompaña, guía e instruye. Para escucharlo necesitamos quitarnos “las sandalias”, ésta es la verdadera humildad y el reconocimiento de nuestra creaturidad, despojarnos de todo lo que pueda impedir su actuar, su elección, verdaderamente, “dejar a Dios ser Dios”, sin tratar de imponerle nuestro paso, nuestra limitación, nuestro temor; dejarle expresarse desde nuestros balbuceos, y confiar en que su grandeza nos hará capaces de lo que considerábamos imposible desde nuestra perspectiva.

Moisés se había considerado liberador, confió en sus propias fuerzas y fracasó; huyó y olvidó los primeros impulsos, pero el Señor Dios le hace recordar y le confiere, desde el fuego, la fuerza para que lleve a cabo la misión que había soñado; la ilusión del hombre se ha trocado en acción de Dios. ¡Aceptar, libre y confiadamente, ser portadores de la libertad que el Señor ofrece, sin detenernos a pensar en las dificultades y oposiciones que, propios y extraños, levanten contra nosotros! Repetirnos íntimamente: “No teman Yo estoy con ustedes”.

En el Evangelio, Jesús nos hace reflexionar sobre dos realidades trágicas, históricas: la represión brutal de Herodes y el derrumbamiento de la torre de Siloé; el mal no puede provenir de Dios, Él no castiga, sí nos advierte de las consecuencias, tanto de las que provienen de la libertad errada del hombre, como de la violencia desatada de la naturaleza. Nos hace comprender que “las cosas suceden”, pero afina y orienta lo que nuestra lógica hubiera deducido equivocadamente: “¿Piensan que lo sucedido a los galileos o a los 18 que perecieron en Siloé, fue por ser más pecadores que el resto que habitaba en Jerusalén? Ciertamente que no; y si ustedes no se arrepienten, perecerán de manera semejante.” Nuestros actos y decisiones van delineando nuestro camino, lo externo, lejos de nuestro alcance, vuelve a presentarse como “signo” que hemos de discernir. A los afectados por terremotos y atentados violentos, no podemos considerarlos “más pecadores”; mirarnos en el espejo y volvamos a escuchar la invitación: “Arrepiéntete y cree en el Evangelio”.

La otra realidad: ¡ya somos higuera plantada en el campo de Dios!, no basta con producir frondoso follaje, el Dueño busca frutos y frutos que perduren; aún es tiempo y más con tal intercesor, Jesús, que intercede constantemente ante el Padre: “No la cortes, aflojaré la tierra, la abonaré para ver si da fruto. Si no, el próximo año la cortaré”. ¡No sabemos ni el día ni la hora; sí sabemos que el camino ya está trazado hacia la eternidad! ¡Señor Jesús, contigo podremos dar frutos!

viernes, 15 de marzo de 2019

2º Cuaresma, 17 de marzo, 2019.-


Primera Lectura: del libro del Génesis 15: 5-12, 17-18
Salmo responsorial, del salmo 26: El Señor es mi luz y mi salvación.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol pablo a los filipenses 3: 17 a 4: 1
Aclamación: En el esplendor de la nube se oyó la voz del Padre, que decía: “Este es mi Hijo amado; escúchenlo”.
Evangelio: Lucas 9: 28-36.

¿De Quién está ansioso nuestro corazón?, ¿a Quién deseamos encontrar?; depende de la búsqueda. ¿Podríamos confesar con el Salmo: “Busco tu rostro, Señor no me lo escondas”? Supongo y espero que nuestra respuesta sea afirmativa, pero ¿qué rostro del Señor buscamos?, ¿con qué ojos, con qué intención?

En la oración explicitamos el deseo: “ilumina Señor con tu Palabra nuestro espíritu,…solamente así seremos capaces de contemplar tu gloria y colmarnos de alegría”.

No se trata de un Dios “imaginado” a nuestro gusto, a nuestra conveniencia, un Dios al que le pedimos que “se apiade” de nosotros y haga nuestra voluntad; ¡cuánto lo hemos distorsionado! Busquemos el verdadero rostro de Dios en Cristo, el Único Mediador, “por quien obtenemos la redención, el perdón, el que nos hace visible al Padre” (Col 1:15-17), el que no se arredra ante el encargo recibido por el Padre, y para poder realizarlo hace espacios largos para estar con Él, para orar, para clarificar su propio interior; después de haber oído la proposición de Pedro  que por  el entusiasmo no sabía lo que decía, los prepara para que escuchen con mente y corazón abiertos, la palabra del Padre.

La promesa hecha por Yahvé a Abran: “Así será tu descendencia”, incontable como las estrellas, como las arenas, se convierte en realidad en Jesucristo: “Te daré en heredad todos los reinos de la tierra”, “Le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra”, y la de Pablo: “Al nombre de Cristo se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos y todos confiesen que Jesucristo es el Señor”. “De su Plenitud todos hemos recibido gracia sobre gracia”.

No es la tierra prometida la que nos espera como fruto de la Plenitud de Cristo, sino que ya somos “ciudadanos del cielo, de donde esperamos la venida de nuestro salvador, Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo glorioso, como el suyo.” ¡Mantengámonos fieles en el Señor!

¡Qué orgullo y atrevimiento  poder decir, con Pablo y con tantos otros que se mantuvieron fieles, que vivieron colgados de Dios, que creyeron, confiaron y actuaron de manera verdaderamente cercana a Jesucristo: “Sean imitadores míos como yo lo soy de Cristo”!

Segundo domingo de Cuaresma, iluminado por la Transfiguración, por el destello divino en la humanidad de Cristo, que nos deja entrever la gloria que nos aguarda, pero a la vez, la necesidad de bajar del monte fortalecidos por la contemplación y la experiencia vivida de un Dios cercano, que invita con claridad a que “Escuchemos” y, consecuentemente, sigamos a Jesús, “el Hijo, el escogido”.

Con Pedro, Juan y Santiago captamos la unidad total de la Escritura que desemboca en la fiel comunicación de la tradición oral: escuchemos la conversación: “Hablaban de la muerte que le esperaba en Jerusalén”.

Por más que deseáramos hacernos un “dios a nuestra medida”, Él se encarga de corregir nuestras cómodas desviaciones; a la gloria se llega por la muerte y la resurrección y el corazón se prepara en la oración, en la soledad y el silencio, venciendo el sueño y las fantasías infantiles.

Cristo nos da la definitiva interpretación de la historia, nos interpela personal y comunitariamente y, como siempre, precede con el ejemplo, aunque sea repetitivo: sólo sus pasos hacen camino y es el que lleva a la Plenitud en comunión con el Padre por la acción del Espíritu Santo.

Contemplando lo que nos espera, no desesperaremos de los que nos sucede en el lapso que aún nos separa y llevaremos a los demás, por la experiencia, una vida “transfigurada”.