jueves, 31 de enero de 2013

4° Ordinario, 3 febrero 2013

Primera Lectura: del libro del profeta Jeremías 1: 4-5, 17-19
Salmo Responsorial,
del salmo 70: Señor, Tú eres mi esperanza.
Segunda Lectura:
de la primera carta del apóstol Pablo a los corintios 12:31 a 13: 13
Aclamación:
El Señor me ha enviado para anunciar a los pobres la buena nueva y proclamar la liberación a los cautivos.
Evangelio:
Lucas 4: 21-30.

Finalizó  el día 25 de enero la Octava de Oración por la unión de las Iglesias; hoy en la antífona de entrada le pedimos al Señor que “nos reúna de entre todas las naciones”, y recordamos el último versículo de la 1ª. lectura del domingo anterior: “Celebrar al Señor es nuestra fuerza”. 

San Lucas nos presentó, hace ocho días, el Programa de Jesús; hoy Jeremías y Pablo nos enseñan cómo vivir esa misma misión que, necesariamente, culmina en el mismo Jesús, único Mediador para la salvación de todos. 

Jeremías, en su vida prefigura, quizá el que lo hace más claramente, la vida de Jesús: “Te conozco desde antes de que nacieras, te consagré como profeta de las naciones”. Jesús, engendrado antes de todos los tiempos, consagrado por voluntad del Padre para ser la Piedra Angular, para darnos a conocer “cuanto ha oído del Padre”. Como a Jeremías le harán la guerra, “pero no podrán con Él, pues Dios Padre está a su lado para salvarlo”. 

De manera similar, Pablo es elegido: “Yo lo he escogido para que lleve mi nombre a todas las naciones”. (Hechos 9: 15) y aprenderá cuánto ha de sufrir por mi nombre. 

Es Dios mismo quien confiere la misión, no nos la señalamos nosotros. La encomienda que llega desde Dios tiene una doble dirección: denuncia y destrucción de lo que impida el crecimiento del Reino; por ese tinte, los profetas no fueron bien acogidos, y por otra parte, de construcción, de acogida especialmente a los pobres y segregados. Su proclama insistía en que “enderezaran los caminos hacia el Señor” y como eso requiere esfuerzo personal, sacrificio, sinceridad, constancia y apertura, la respuesta que encontraron para acallarlos, fue la muerte. Escuchar la invitación de Dios, aceptarla, ponerla en acción, conlleva riesgo, y no cualquiera, ¡la misma muerte! 

Jeremías siente la cercanía de Dios: “Cíñete y prepárate, ponte en pie; diles lo que Yo te mando. No temas, no titubees delante de ellos.” 

Jesús escucha, inicialmente, “la aprobación y la admiración de la sabiduría de las palabras que salían de sus labios”; pero cuando confronta la incredulidad de los corazones, cuando trata de orientarlos para que comprendan la universalidad del llamamiento de Dios, la extensión del Reino y les recuerda los milagros de Elías y Eliseo en tierra extranjera como signo palpable de que “la Palabra de Dios no está encadenada”, la actitud inicial se trueca y “todos los que estaban en la sinagoga se llenaron de ira, lo sacaron de la ciudad, lo llevaron al monte para despeñarlo”…; pero Él no está solo, la fuerza del Espíritu lo acompaña, “y Jesús, pasando por en medio de ellos, se alejó de ahí”. ¡Valentía que llega desde arriba y se ha consolidado en su interior: “El Espíritu del Señor me ha ungido y me ha enviado…, hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura!”.

Misión y envío que nos comprometen a cada uno; ya hemos recibido una doble unción, en el Bautismo y en la Confirmación; somos nuevos Jeremías, nuevos Pablos, “otros Cristos”, para ser voces de los sin voz, para denunciar y para construir, con el mismo arrojo y venciendo todo temor, la vía del Reino. 

Pablo nos insta a buscar “los dones más excelentes”, al amor, lo único que perdurará, lo que aprendió de Cristo, no por haberlo visto, sino por haberlo experimentado internamente. 

Estamos en circunstancias similares a las de Jeremías y Pablo: escucha, oración, fe y total confianza en que “Cristo está a nuestro lado para salvarnos, para sostenernos, para alentarnos”, es su misión la que nos ha confiado, no podemos descuidarla. ¡Corramos el riesgo de aceptarla! ¡No estamos solos!

viernes, 25 de enero de 2013

3° Ord. 27 enero, 2013.

Primera Lectura: del libro del profeta Nehem. 8: 2-6, 8-10
Salmo Responsorial, del salmo 18: "Tus palabras, Señor, son espíritu y vida."
Segunda Lectura: de la primera carta de San Pablo a los corintios 12: 12-30
Aclamación: "Hoy se cumple esta Escritura"
Evangelio: Lucas 1: 1-4, 14-21.
 
Permanece nuestra expectativa-deseo: “Todos los hombres de la tierra, canten al Señor un cántico nuevo” La novedad está en el reconocimiento de la gratuidad, de sabernos amparados por el “esplendor de su gloria”; canto que brota simplemente al percibir nuestro ser de creaturas que se goza en el Creador. Canto admirado y agradecido.
Desde el conocimiento de nuestra limitación, bajamos a nuestra realidad y pedimos lo que no podríamos lograr por nosotros mismos: “producir frutos abundantes”, y comprendemos que sólo de Él puede llegar la ayuda para dar esos frutos, unidos íntimamente a Jesucristo. Casi espontáneamente hacemos la referencia a lo que el mismo Jesús nos dice en el evangelio de San Juan: “Yo soy la vid, ustedes los sarmientos, así como el sarmiento no puede dar fruto si no está adherido a la vid, así ustedes sin Mí, no pueden hacer nada”. (15: 4-5)
Unidos a Él por el conocimiento de la Revelación, al escuchar su Palabra percibimos la alegría de saber el camino, de comprender la profundidad de la Ley, de acercarnos a la interioridad de Dios que se nos manifiesta y queda plasmada en la lectura del libro de Nehemías. El entendimiento, iluminado por la Verdad mueve a la voluntad a elegir Bien, y como hemos meditado en incontables ocasiones, “La Palabra de Dios es viva y eficaz”, lo vemos en la reacción del Pueblo al descubrir el poder de esa Palabra: “No estén tistes, porque celebrar al Señor es nuestra fuerza.”  Conciencia que se prolonga en el salmo: “Tú tienes, Señor, palabras de vida eterna”, en ellas hay perfección, rectitud, sabiduría, verdad, plenitud, refugio y salvación.
“Los hombres no somos islas”, dice Thomas Merton; nos necesitamos unos a otros, tan fuertemente como nos lo explica San Pablo en el fragmento que escuchamos de la Carta a los Corintios: somos muchos, pero formamos un solo cuerpo y tenemos a Cristo como Cabeza; tal como experimentamos en la vida, que donde va la cabeza, va el cuerpo, y donde está el cuerpo está la cabeza, de idéntica forma debería de ser nuestro proceder, acorde, unido, identificado con Cristo, para ejercer en bien de todos, –como analizábamos el domingo pasado-, los dones con que Dios dotó a cada uno. Multiplicidad de cualidades que confluyen al mismo fin: construir, con la Gracia del Espíritu, la totalidad del Cuerpo de Cristo. En el mejor de los sentidos, ¡no hay escape posible, si de verdad deseamos llevar a término nuestro caminar en el mundo!
 
San Lucas, después de haberse informado minuciosamente de todo, desde el principio,  nos presenta el programa de Jesús. El Cristianismo no consiste en leyes, preceptos y normas, no puede contentarse con escuchar, (recordemos que para el pueblo hebreo el escuchar ya es realizar), nos urge pasar a la acción: conocer, amar y seguir los pasos de Jesús: con la unción del Espíritu, conforme a la complacencia del Padre, viene “para llevar a los pobres la Buena Nueva, para anunciar la liberación a los cautivos y la curación a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y anunciar el año de gracia del Señor”. En Él se cumple la profecía de Isaías y en nosotros, si es que aceptamos su programa, debe de continuarse. Éste, no otro, es el camino para proseguir la construcción del Cuerpo Místico.
 
Como Jesús vino a sembrar libertad, luz y gracia, no solamente en Galilea sino en el mundo entero, queremos, asombrados y agradecidos, cuidar y acrecentar lo que Él sembró, iniciando en nuestros interiores para impulsar a cuantos nos vayamos encontrando en la vida, a trabajar para que esa luz, esa libertad y esa gracia, alcancen la plenitud. Conscientes de la magnitud de la empresa, volvemos a pedir que Jesús nos mantenga adheridos a Él para poder “dar frutos abundantes”. 

jueves, 17 de enero de 2013

2° Ordinario, 20 Enero, 2013.

Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 62: 1-5
Salmo Responsorial, del salmo 95: Cantemos la grandeza del Señor.
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol Pablo a los corintios 12: 4-11
Aclamación: Dios nos ha llamado, por medio del Evangelio,  a participar de la gloria  de nuestro Señor Jesucristo.
Evangelio: Juan 2: 1-11.

  Todavía con el sabor del amor y del misterio que el Padre nos ha revelado en Jesucristo, comenzamos la serie de domingos ordinarios, con la atención despierta, con la expectación constante para seguir creciendo en la profundización del significado de todo lo que en este tiempo de Anuncio, Navidad, Epifanía, Bautizo del Señor hemos vivido.

  Ansiamos de verdad que la antífona de entrada se vuelva realidad: “Que se postre ante el Señor la tierra entera, que todo ser viviente alabe al Señor”. ¿Llegará el día en que la humanidad entera aprenda a levantar los ojos, a doblar las rodillas agradecidas por tanto bien recibido, a dejarse guiar por el amor paterno y a comprender que solamente así transcurrirán los días en paz y en armonía? Tú mismo lo prometes, Señor y tu palabra es verdadera: “Por amor a mi pueblo” – que somos todos – “haré surgir la justicia, y la salvación brillará como antorcha”. Nuestra esperanza, espera, a pesar de vivir largos lapsos de obscuridad y angustia. No más desolación, ni sombra de abandono; no se trata de Ti, somos nosotros los que hemos tergiversado el camino y damos pasos de ciego en medio de la luz, por eso deseamos escuchar tu palabra que alumbra, entusiasma y anima: “A ti te llamarán ´Mi complacencia´, y a tu tierra ´Desposada´”. ¿Puede haber algo que cause más alegría que el sabernos complacencia de Dios?, ¿puede un esposo enamorado olvidar el día de su boda? ¡Renuévanos, Señor, la memoria para poder cantar tus grandezas y especialmente la mejor de todas: “Que nos has llamado a participar de la gloria de nuestro Señor Jesucristo”!

  El Espíritu ha derramado dones a raudales, todos “para el bien común”, para que, ayudándonos los unos a los otros, reencontremos el camino de la Vida, la comunidad que supera las divisiones porque es el mismo Espíritu el que actúa en nosotros, de Él vienen la posibilidad de la justicia y la seguridad de la salvación. ¿Reconocemos y usamos los que nos ha dado?  Pienso que sería un magnífico comienzo del Año Nuevo.

  En el Evangelio de hoy, San Juan nos muestra, en María, un modelo de quien pone en acción los dones personales para bien de los demás.

  Jesús y María han sido invitados a una boda; la alegría llena el recinto y parecería que nadie se ha dado cuenta de algo que resultaría bochornoso, de algo que rompería la alegría de la fiesta, pero… ahí está  María, la mujer perspicaz, la atenta, la cuidadosa, la que vela por todos, la silenciosamente humilde y confiada; se acerca a Jesús y le dice: “Ya no tienen vino”. Asimila la respuesta desconcertante de su Hijo: “Mujer, ¿qué podemos hacer tú y yo? Todavía no ha llegado mi hora”, y con el amor y la confianza  de Madre de Jesús y Madre nuestra, Intercesora inigualable, indica a los servidores: “Hagan lo que Él les diga”. Ya escuchamos y conocemos la consecuencia. Agua convertida en un vino mejor que el primero. Asombro de los sirvientes que habían hecho caso a María y a Jesús, y el reproche admirado al novio, de parte del encargado de la fiesta.

  Dos  actitudes deberían seguir latiendo en nosotros: continuar escuchando a María que nos repite: “Hagan lo que Él les diga” y la mente y el corazón abiertos de los discípulos que “creyeron en Él”.    

jueves, 10 de enero de 2013

El Bautismo del Señor, enero 2013.

Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 42: 1-4, 6-7
Salmo Responsorial, del salmo 28: Te alabamos, Señor.
Segunda Lectura: del libro de los Hechos de los Apóstoles 10: 34-38
Aclamación: Se abrió el cielo y resonó la voz del Padre, que decía: “Este es mi Hijo amado; escúchenlo”.
Evangelio: Lucas 3:15-16, 21-22.
Con esta Fiesta finaliza el tiempo de Navidad; los cielos se juntaron con la tierra, la Palabra del Padre, habitó entre nosotros, los ángeles cantaron su gloria, el Amor universal de Dios para con todos, se manifestó  en la Epifanía. Hoy, crece la admiración: el Padre unge con el Espíritu a Jesús para confirmar la realidad del Hijo, del Amado, “de Aquel en quien tiene sus complacencias”, quien será, toda su vida, testimonio de justicia, de liberación y de paz.
 
Dios siempre nos sorprende, toda novedad viene de Él; gracia y misericordia que sacan a la humanidad del profundo pozo del pecado, de la desesperanza, de la angustia, de la impotencia del que no puede salir por sí  misma; Él tiende “su mano”, en Jesús “Su elegido, su Providencia respetuosa, camino de alianza y de luz para todas las naciones, que rompe las cadenas y abre las mazmorras”.  

¿Cuál es, tiene que ser, la reacción que brote de cada ser humano, de cada uno de nosotros? No otra sino la del Salmo: “Te alabamos, Señor”. Actitud que abarca admiración y agradecimiento: “¿Qué es el hombre para que te ocupes de él?”, la respuesta es la misma que escuchó Jesús al salir del agua: “Mi hijo amado en quien me complazco”. 

Esto sucedió  en nuestro bautismo, aunque no lo percibimos entonces, tratemos de experimentarlo ahora: Con la unción Trinitaria, recibimos el mismo Espíritu que descendió  sobre Jesús, con ese mismo fuego que Jesús ha venido a traer a la tierra y espera que sea incendiada, con el Espíritu del Padre, que es Espíritu de amor y, solamente con su fuerza seremos capaces de vivir lo que pedimos en la oración: “ser fieles en el cumplimiento de su voluntad”. ¡El verdadero amor no tolera esperas! 

Los frutos tienen que ser palpables, “es Dios quien nos sostiene”, ya somos sus elegidos, espera de nosotros que actuemos como Jesús: “no gritará, no clamará, no hará oír su voz por las calles, no romperá la caña resquebrajada…, embajador de justicia y de paz”.

Ser rostros resplandecientes de Dios en el mundo tan necesitado de luz, de comprensión, de amistad, de fe. Él no solamente lo ha hecho realidad, sino que es La Realidad misma de lo que nos enseña.  La misión es para todos: “Ahora caigo en la cuenta de que Dios no hace acepción de personas, a todos nos ha envuelto con su Palabra.” ¡Cristianos, cristos vivos, para, como Él, “pasar haciendo el bien!” 

Nos urge, y cada quien sabe su propia historia, purificar y enderezar nuestras intenciones, para sanar con nuestra oración, nuestras acciones, nuestra compañía a cuantos se sienten solos, abandonados, discriminados, rotos en su interior.

El Bautismo nos ha marcado para siempre como hijos de Dios, como hermanos de todos los hombres; que esa fuerza nos acompañe, actuante, hasta que nos llame a su presencia.

domingo, 6 de enero de 2013

Epifanía. 2013.

Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 60: 1-6
Salmo Responsorial, del salmo 71: Que te adoren, Señor, todos los pueblos.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los efesios 3: 2-3, 5-6
Aclamación: Hemos visto su estrella en el  oriente y hemos venido a adorar al Señor.
Evangelio: Mateo 2: 1-12.

“¡Miren, ya viene el Señor de los ejércitos! En su mano están el Reino, la Potestad y el Imperio.”

Mirar constantemente, descubrir los signos, encontraremos siempre lo que consolida la fe. Iluminados por esa fe, no perderemos el camino para llegar a contemplar, “cara a cara”, la hermosura de su Gloria.  

Este pasaje de San Mateo es ¿una historia real o un cuento de niños?  Es un cuento, lleno de cariño del Niño Dios para los niños del Reino.

Mateo narra al modo oriental enseñando que ese Niño ante el que se postran hombres venidos de lejanas tierras es el mismo del que habla Isaías. Y al mismo tiempo nos enseña lo mismo que Juan va a decir en el prólogo de su evangelio: “Que vino a los suyos (los judíos) y no le recibieron”. Ninguna autoridad religiosa o civil se postra ante el Niño Dios, solo aquellos “Magos” venidos del Oriente.

Mateo hace Teología, y la Teología es necesariamente “ciencia de los niños”, de esas gentes sencillas y humildes, de esos pequeños, a los que el Padre les revela los infinitos misterios guardados por siglos eternos en su corazón de Dios: “Te doy gracias, Padre, porque has revelado estas cosas a los sencillos y humildes”

Para entender y entrar en el Reino de los cielos tenemos que hacernos como niños, allá no puede entrar nadie que no nazca de nuevo comenzando por ser niño otra vez. La Teología no cabe en programas de computadoras. Se estudia de rodillas, como los “Magos” se pusieron ante el Niño.

Hoy es el día de las estrellas. Día de la ilusión del que cree en lo maravilloso, del que entiende el asombro que hay en aquel dicho japonés: “Cuando una flor nace, el universo entero se hace primavera”. Día del que sabe apreciar la grandeza de lo pequeño. Del que no desprecia la luz vacilante de la estrella de la Fe, y sabe aceptar en un Niño a Dios, y con alegría se pone a sus pies y le entrega todo lo que tiene, como los “Magos”.

Cuàntos hombres han querido ver a Dios a la luz del sol de mediodía y no han conseguido más que quemarse la retina, sin caer en la cuenta que Dios es demasiada luz para que quepa en nuestro entendimiento y que necesitamos de la mediación de la estrella de la Fe para llegar a Él sin abrasarnos. A veces decimos que nos falta Fe, lo que nos falta es sencillez de niño para aceptar la estrella que lleva a Dios y aceptar a Dios bajo la forma de Niño.

San Ignacio nos invita a entrar en casa de José y María, junto con los “Magos”, y que hablemos con el Niño Dios. Y le digamos: “Señor, también yo vengo caminando por el desierto de la vida, tratando de seguir la estrella de la Fe, que se me oculta con frecuencia. Y sin embargo aquí me tienes creyendo en Ti como en mi Dios. No me da vergüenza admitirlo, aunque muchos lo nieguen.

Yo no tengo nada que ofrecerte como estos “Magos”. Sólo te entrego en propia mano mi carta a los Reyes. Como eres pequeño y no sabes leer te digo lo que te pongo en ella: Te pido que me hagas niño. Niño que se confíe totalmente a su Padre, Dios. Niño que crea y espere en Ti sin límites. Niño que pase por el mundo dando cariño y sonrisas, y confiando en que hay todavía bondad en los hombres de buena voluntad.

Agranda la puerta, Padre, porque no puedo pasar. La hiciste para los niños, yo he crecido a mi pesar. Si no me agrandas la puerta, achícame por piedad. Vuélveme a la edad bendita en que vivir es soñar.