domingo, 29 de marzo de 2020

5o domingo de Cuaresma, 29 de marzo de 2020


Primera Lectura: Ezequiel 37: 12-14
Salmo Responsorial, del salmo 129
Segunda Lectura: Romanos 8: 8-11
Evangelio: Juan 11: 1-45. 

¡Defiéndeme, Señor, de mí mismo; de mi superficialidad, de mi apatía, ¡de mi alejamiento de Ti y de los demás! ¡Soy, tantas veces, mi peor enemigo y por eso pongo toda mi confianza en Ti, mi Dios y mi defensa!

La auténtica liberación, la salvación, la resurrección: conocer, aprender y continuar el camino de entrega que nos dejó Jesús, Hijo de Dios y hermano nuestro.

Pidamos que nuestros interiores reaccionen, que nuestros corazones latan con más fuerza, sabiendo que “Dios siempre cumple sus promesas”. ¿Qué escuchamos por medio del profeta Ezequiel?: “Yo mismo abriré sus sepulcros, los conduciré a la tierra prometida” – la que ellos esperaban -, a la Patria eterna, la que nosotros esperamos.

Palabra y promesa llegan desde Dios mismo: “Sabrán que Yo, el Señor, lo dije y lo cumplo.”  Revivimos al Pueblo de Israel, “Pueblo de cabeza dura”; reconocemos en el Salmo y confesamos al Señor nuestra impotencia, junto a nuestro arrepentimiento “desde el abismo de nuestros pecados”; nos sentimos fuertes porque nos apoyamos en lo que permanece: “su amor, su misericordia, su consciente olvido de nuestras faltas, para alcanzar su perdón.”

Tenemos un ancla segur en lo que nos comunica San Pablo, si de verdad nos esforzamos por vivirlo: “Ustedes llevan una vida conforme al Espíritu que ya está en ustedes. Ese Espíritu, que es Dios mismo, que resucitó a Jesucristo, los resucitará a ustedes y les dará, aun a sus cuerpos mortales, una nueva vida.”   Esta visión tiene que iluminarnos ante la certeza de que un día nos encontraremos con Él y que queremos, esperando contra toda esperanza meramente humana: mirarnos en Aquel que “es la Resurrección y la Vida” y que nos hará partícipes de la felicidad que no termina.

El Evangelio nos anima, abre el horizonte, rompe las cadenas del espacio y el tiempo, confirma la victoria que Jesús ya logró frente a la muerte. Nos enseña a superar los “peros”, las lágrimas, (verdaderas, porque el cariño sufre), las lamentaciones inútiles, lo incomprensible: “ya hace cuatro días…, huele mal…, si hubieras estado aquí…, las críticas: “¿no podía éste que abrió los ojos al ciego, hacer que Lázaro no muriera…?” 

Jesús ora, implora al Padre y con voz segura, manda: “¡Lázaro, sal de ahí!” El milagro está patente, la Palabra de Jesús, él mismo, es Vida y la comparte: “Desátenlo para que pueda andar.” El asombro sacude a todos; Martha y María llevarán grabado para siempre: “¿No les he dicho que si creen, verán la Gloria de Dios’?” 

Probablemente habremos dicho: “todo tiene remedio menos la muerte”, ¡qué equivocados estábamos!, la resurrección nos aguarda, vivamos de tal manera el presente que preparemos el futuro para ser envueltos en la Gloria de Dios

viernes, 20 de marzo de 2020

4° Cuaresma, 22 abril 2020.-.


Primera Lectura: del primer libro de Samuel 16: 1, 6-7, 10-13
Salmo Responsorial, del salmo 22
Segunda Lectura: de la carta de San Pablo a los efesios 5: 8-14
Evangelio: Juan 9: 1-41.

A medio camino hacia la Pascua, la Iglesia nos invita a alegrarnos porque se acerca la abundancia del consuelo; porque hemos crecido en el acercamiento a Dios y a nuestros corazones, y la alegría que irradia desde dentro, nos anima a continuar el peregrinaje.

Jesús ya ha reconciliado a la humanidad entera; de nosotros espera que continuemos preparándonos con fe y entrega a la culminación de esta salvación.

La primera lectura nos remarca que la mirada de Dios penetra los corazones, no se queda en las apariencias. Samuel se deja impresionar por el aspecto y la estatura, pero escucha al Señor y aguarda a que llegue “el más pequeño” para ungirlo. Lo hace “como en secreto”, todavía tendrá que pasar muchas peripecias para que David pueda guiar a su pueblo; lo que debemos percibir claramente e intentar proyectarlo, pues ya fuimos ungidos, es que a partir de aquel día, el Espíritu del Señor estuvo con David.”  Cómo se afianza la realidad de que “la fuerza de Dios reluce en la debilidad”, y “cuando soy débil, soy fuerte, porque vive en mí la fuerza de Dios”. “No yo, sino la gracia de Dios conmigo”.

David de pastor de ovejas, será el Pastor que guíe a Israel; Cristo el Buen Pastor nos conduce a verdes praderas, a aguas cristalinas, ilumina nuestro camino por cañadas obscuras, es fiel a sus promesas, llena nuestra copa hasta los bordes, su bondad y su misericordia nos acompañan todos los días de nuestra vida. ¿A quién temeremos?

Ya somos “hijos de la luz, no de las tinieblas, aunque una vez fuimos obscuridad, ya no lo somos, levantémonos, pues el mismo Cristo es nuestra Luz”.  Mostrémonos como tales con frutos “de bondad, santidad y verdad”, “cuanto es iluminado por la Luz, se convierte en luz.”. Los cristianos no podemos vivir apagados.

San Juan, en el Evangelio, largo pero ilustrador, nos muestra paso a paso las oposiciones a Cristo porque siempre está cercano a los más necesitados. El milagro provoca tensiones y reacciones diferentes: miedo en los padres del ciego, rabia e incredulidad en los fariseos, audacia y valentía en el ciego que ahora no solamente ve las maravillas de la creación, sino que va mucho más allá: “¿Y quién es, Señor, para que yo crea en Él?”, Jesús se le revela con toda claridad: “Ya lo has visto, el que está hablando contigo, ese Es”.  La inmediata respuesta del ciego curado por fuera y por dentro, tiene que ser la nuestra: “Creo, Señor”. “Y postrándose lo adoró”.

Reescuchemos con gran atención el final: “Yo he venido para que se definan los campos, para que los ciegos vean y los que ven queden ciegos”. ¿A qué campo pertenecemos?

Pidámosle confiadamente: ¡Señor cura nuestra ceguera, esa, la interior, la de la soberbia, la que no nos deja verte porque nos miramos demasiado a nosotros mismos, la que se fija más en las creaturas que en Ti, Creador y Señor, ¡Amigo y Compañero de nuestro peregrinar! Ya nos has revelado tu amor, que todo nuestro ser te responda como el ciego: “Creo, Señor” y con reverencia agradecida Te adoremos.

sábado, 7 de marzo de 2020

2° de Cuaresma, 8 marzo 2020


Primera Lectura: Génesis 12: 1-4
Salmo Responsorial, del salmo 32
Segunda Lectura: de la segunda carta del apóstol Pablo a Timoteo 1: 8-10
Mateo: 17: 1-9.

“Sálvanos de toda nuestras angustias”, sale del fondo de nuestro corazón esta petición, va más allá de las palabras y se convierte en agradecimiento?

La liturgia de hoy gira, toda ella, en torno a la respuesta de Fe. De Fe, así con mayúsculas, la que implica un salto, un desasimiento al que muchas veces no estamos dispuestos, implica la aventura de salir de nuestros propios criterios, para que, desde el conocimiento, un conocimiento que no es inmediatamente perceptible en la integridad de su contenido, porque se trata del “totalmente Otro”, surja la confianza y podamos actuar con la determinación que impulsó a Abraham;  Fe que ha impulsado a hombres y mujeres, a través de la historia, a dejar las seguridades inmediatas, que pensamos que son auténticas porque podemos palparlas y a lanzarnos, como invita el Señor, “a la tierra que Yo te mostraré”. Abraham vive colgado de la esperanza, de la promesa porque ha comprendido Quién es el que lo llama; todo es futuro, nada es inmediatismo, ni la tierra ni la descendencia, esto se cumplirán en Jesucristo, plenitud de la revelación, más allá de limitaciones geográficas, no es “una tierra”, es el Reino, es la Patria definitiva.

“Abraham partió, como se lo había ordenado el Señor”, llamamiento que no proviene de sus méritos, exactamente igual nos llama a nosotros, no por nuestros méritos, sino, como escuchamos en la Carta a Timoteo, “porque Él lo dispuso gratuitamente”; ¿ya iniciamos el peregrinaje o preferimos quedarnos en un inmovilismo estéril, aferrados a lo que pensamos que tenemos ya como posesión? Aquí la causa del retrasar el Encuentro.

El don ha sido por medio de Cristo Jesús, en su manifestación, en su fidelidad, conseguido por la totalidad de su vida y específicamente porque “con su muerte destruyó nuestra muerte” e hizo brillar la luz de la vida y de la inmortalidad por medio del Evangelio, que tememos escuchar y hacer vida, porque no acabamos de percibir lo que oiremos en el Prefacio: “que la pasión es el camino de la resurrección”; preferimos una contemplación agradable, lejana del compromiso que “exprime nuestro egoísmo”; oír la invitación que viene del Padre: “Éste es mi Hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias; escúchenlo”; aunque de momento nos haga caer en tierra “llenos de un gran temor”, al abrir los ojos, los oídos y el corazón, nos encontraremos con la voz cálida, con la palmada cariñosa de Jesús que nos anima:  “Levántense y no teman”, crean en lo que han visto: la seguridad del resplandor de la vida que espera a toda la humanidad: “el Hijo del hombre y todos, resucitaremos de entre los muertos”.

No tenemos la limitación que Jesús impuso a los tres discípulos, ahora nuestra misión, fruto de la Fe, es dar testimonio del Resucitado, con palabras y obras, en un seguimiento decidido, que supere cualquier dificultad y con la fuerza del Espíritu  demostrar que hemos escuchado al Padre y su Palabra.