Primera Lectura: del primer libro de los Reyes: 8:
41-43
Salmo Responsorial, del salmo116
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los
gálatas 1: 1-2, 6-10
Evangelio: Lucas 7: 1-10.
“Los ojos puestos en el Señor”, y que seamos coherentes: el que fija sus ojos en
algo o en alguien que lo atrae, hará que la mente y el corazón completen ese
camino; ya nos ha dicho Jesús: “Si tus ojos son limpios, todo tú serás
limpio”. (Mt. 6: 22).
La aflicción, la angustia el miedo, cuanto nos
perturba, si dedicamos un rato a analizarlo, a profundizar en su realidad,
constataremos que la causa es haber vuelto los ojos hacia otro horizonte y
hemos olvidado que es Él quien nos libra de todo peligro; tan sencillo es
recobrar la calma aun en medio de violentas tempestades interiores o
exteriores, como volver la mirada, de nuevo hacia el Señor, sin aguardar
milagros que nos eviten la lucha, pero sí, aunque no lo consideremos milagro,
nos reconforte en el espíritu, en la convicción, en la fe, al recordar la
experiencia que comunica San Pablo en Hechos de los Apóstoles: “En Él
vivimos, nos movemos y existimos”. (17: 28)
La primera lectura y el Evangelio, en la liturgia de
hoy, confirman, porque ya lo sabíamos, la apertura universal de nuestro Padre
Dios, y, en unión con Él, Jesús y, aun cuando no se mencione, también Aquel que
continúa la misión redentora, iluminadora, consoladora, el Espíritu Santo.
Anima la claridad con la que Salomón ora en el Templo: “Cuando un no
israelita venga de un país distante a orar, escúchalo desde el cielo, tu
morada, y concédele todo lo que él te pida”, sentimos, en la sencillez y
convicción, que Dios es Dios de todos, que vela por todos, que se preocupa por
todos que atiende a todos, que atrae a todos los que escuchan la fama de su
nombre y se animan a invocarlo. Me pregunto y ojalá cada uno se pregunte,
¿qué clase de puente soy para que aquellos que me rodean, con quienes tengo
trato cotidiano, aquellos con los que me encuentro en el camino de la vida,
descubran en mí el ejemplo, la invitación, el ímpetu para desear conocer,
dirigirse y confiar en Dios? No nos respondamos de inmediato, permitamos que la
inquietud, si es que brotó, llegue a nuestro fondo y haga surgir una respuesta
sincera y por ello, comprometida.
¿Cuántas veces hemos recordado la fe del centurión: “Señor
no soy digno de que entres en mi casa…, basta con que digas una sola palabra”.
¡Ya la has dicho y repetido, la he escuchado, ayúdame Tú a sentir que la salud
total me envuelve y me reanima!, no soy digno, pero sí necesitado.