Primera Lectura: de la carta de los Hechos de los
Apóstoles 2: 14, 22-23
Salmo Responsorial, del salmo 15: Enséñanos,
Señor, el camino de la vida.
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol Pedro
1: 17-21
Aclamación: Señor Jesús, haz que comprendamos la Sagrada
Escritura. Enciende nuestro corazón mientras nos hablas.
Evangelio: Lucas 24: 13-35.
Continúa
la alegría de la Pascua. La Resurrección del Señor nos hace aclamarlo,
cantarle, darle gracias y esto será grato a sus ojos si proviene de corazones
renovados en los que bullen el gozo y la esperanza. Pedimos al Señor que
nuestros labios no encuentren trabas.
Aunque,
litúrgicamente hablando, no celebramos aún Pentecostés, Pedro y los discípulos
ya sentían fuertemente su impulso. Los ánimos apocados y temerosos han
desaparecido y florece, impetuoso, el viento del Espíritu. Pedro lleva a cabo
el encargo de ser testigo de lo que es el núcleo del cristianismo: “Jesús, acreditado por Dios en obras y
palabras, al que ustedes, israelitas, crucificaron, ha resucitado”. Por eso se alegró el corazón de David, por eso
se alegran nuestros corazones. No podía ser abandonado a la muerte el que es el
autor de la vida, “recibió del Padre el
Espíritu Santo y lo ha comunicado, como ustedes lo están viendo y oyendo.” ¡Cómo necesitamos que cuantos nos rodean,
puedan ver y oír lo que realiza ese mismo Espíritu en nosotros! Él sigue
presente, pero, en ocasiones le amarramos las alas, impedimos que su gracia
actúe en el mundo, no permitimos que haga patente el triunfo logrado ya por
Cristo sobre el mal, el pecado y la muerte!
El
Salmo, orado conscientemente, ávidamente, hará, como lo hizo Jesús con los
discípulos caminantes, que “se nos abran
los ojos y lo reconozcamos”. De
verdad, Señor, ansiamos que nos “enseñes
el camino de la vida”, ese camino que nos aparte de “la estéril manera de vivir”; ese que nos haga aquilatar el precio
que pagaste por nosotros, redimidos “no
con oro ni plata, sino con tu sangre preciosa.” ¡Qué valioso soy, qué valioso es cada ser
humano! ¿Crezco en esta conciencia al tratarlos? ¿Caigo en la cuenta de la
dignidad que Cristo ha recuperado para cada uno de nosotros? ¿Preparo, cada
día, el encuentro con los demás para descubrir en ellos a Cristo? Como Pedro y
los discípulos, ¿crezco en la Fe en el Padre, precisamente a través de Cristo,
y, es Él la semilla cierta de mi propia resurrección? Cuántas preguntas surgen
y cómo cobra sentido lo pedido en el Aleluya: “Que comprendamos las Escrituras; enciende nuestros corazones”.
Parece
que uno de los peregrinos que se dirigían a la aldea, distante unos 11 Km., era
el mismo evangelista Lucas; acompañémoslos, escuchemos sus lamentos, miremos
sus ojos cegados por la tristeza y la desesperanza. ¿No nos pasa lo mismo al
acercarse Jesús? Tenemos horizontes estrechos, y eso nos impide “reconocerlo”.
Mucho de bueno podemos aprender de ellos, al menos iban hablando “de lo sucedido”, Jesús aún estaba en
ellos, pero no lo comprendían. Él nos
sale al paso en lo cotidiano, nos alcanza en la vida, se interesa por nuestras
pesadumbres, invita al diálogo, brinda amistad; con delicadeza, pero sin
rodeos, reprende, sacude e ilumina: “¡Insensatos,
duros de corazón para creer!”, y comienza a ilustrarlos a través de un
recorrido, desde Moisés y los Profetas, hasta llegar a su propia entrega para “así entrar en su gloria”. Lenta transformación de los interiores al contacto
con la Palabra de Dios. Seguro que la paz los fue inundando. El momento del
reconocimiento lo tenemos a la mano: “En
el partir el pan”. Es la fuerza del
Espíritu, el mismo Cristo que actúa y convierte: “¡Con razón nuestro corazón ardía cuando nos explicaba las
Escrituras!”. Poco antes Jesús había
aceptado la invitación, pero fijémonos bien en lo que dice el Evangelio: “Entró para quedarse con ellos.” Se ha quedado de la misma forma con nosotros.
Con qué velocidad recorrieron el camino de regreso para ser, como Jesús, partícipes del gozo a los
compañeros. ¡Mucho para pensar!