Primera
Lectura: del libro del Levítico 13: 1-2, 44-46
Salmo
Responsorial, del salmo 31: Perdona Señor nuestros pecados.
Segunda
Lectura; de la primera carta del apóstol Pablo a los corintios 10: 31 a 11: 1; Aclamación: Un gran profeta ha surgido entre
nosotros. Dios ha visitado a su pueblo.
Evangelio: Marcos 1:
40-45.
Peligros verdaderos nos rodean, aunque a veces no
queramos verlos: temor y desconfianza en lugar de estrechos lazos que nos unan;
egoísmo que clausura la entrada a otros que necesitan un momento de amor, de
escucha, de ternura; deshechura interior que nos tortura a pesar de negarla;
falta de sinceridad y rectitud que impiden que el Señor encuentre reposo en
nuestro ser y nos conceda reposar en el suyo, que es fiel compañero y guía
seguro. ¡Por eso oramos, pedimos y esperamos, sentirlo siempre cerca, como roca
y baluarte que nos defienda de nosotros mismos!
Volando por los siglos, nos sentamos a escuchar lo que
los sacerdotes explicaban, siguiendo las voces de Moisés y de Aarón: “Si aparecen esas escamas o una mancha
brillante, ¡es la lepra!, ese tal será declarado, impuro”. La sentencia lo
rompe por completo, lejos de Dios, de su familia, de la comunidad. Condenado a
vagar sin esperanza confesando a gritos su impureza; ¿qué horizonte le espera?:
su vida está marcada de soledad y de tristeza; seguirá cargando “el fruto del
pecado”, nadie podrá acercarse, no volverá a sentir lo que es una caricia, un
beso o un abrazo, está maldito y segregado. Ya leíamos el domingo pasado la
corrección que hace Yahvé en el libro de Job, la enfermedad no es consecuencia
de culpa personal, ni venganza o castigo, sí es clara manifestación de la
presencia del mal, reflejo del absurdo querer del hombre, creatura al fin,
encumbrarse hasta Dios sin contar con Dios. Esta actitud es la peor de las
lepras y sólo hay una cura: acercarse a Jesús, humildes y confiados y pedir lo
que cualquiera sin la fe, consideraría imposible: “Si Tú quieres, puedes curarme”.
¿Qué aprendimos de Jesús el domingo pasado?, su quehacer
cotidiano era curar, sanar, orar, marchar en busca de todos los dolidos, ¿qué
otra respuesta cabe esperar de Aquel que ha venido a enseñar con su vida que el
amor es más que la ley, que el amor tiene una fuerza enorme que rompe las
cadenas y que ese amor fluye de toda su Persona como río impetuoso que limpia
cuanto toca y se deja tocar por Él? Escuchemos con alegría su palabra, eterna,
que llega hasta nosotros, que no teme acercarse a la impureza cualquiera que
ella sea; escuchemos esa voz que nos devuelve a nuestro propio ser, el que
salió de sus manos completo, sin mancha, sin arruga, sin torpezas, y, gocemos
la vida que renace al decirnos: “¡Sí quiero: Sana!” Mirémonos de nuevo, ¡nuevos!
Jesús le pide que no lo cuente a nadie, no quiere que
confundan la misión del Mesías y la reduzcan a un poder milagroso, Él viene a
algo más, a limpiar toda la suciedad del mundo al precio de su sangre; pero sí
le indica que vaya y ofrezca en el templo lo prescrito por la ley para que
pueda reintegrarse a la comunidad y a la familia. Pero cuando el don recibido
es tan grandioso, ni el corazón ni los labios pueden guardar silencio y “divulgó el hecho por toda la región”.
Igual hemos quedado limpios, porque Él ha querido. Pienso
que ahora no nos pide que guardemos el don en lo secreto sino que seamos
testigos clamorosos que busquemos, por todos los caminos, encaminar a todos
hacia Cristo, que cuantos nos conozcan y a cuantos conozcamos, encuentren en
nosotros el gozo compartido de saber orientar cualquier acción para gloria de
Dios y en grito silencioso, fincado en cada obra, invitemos a todos a “ser imitadores nuestros como nosotros lo
somos de Cristo”.