Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 49: 3, 5-6
Salmo Responsorial, del salmo 30: Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol Pablo a los corintios 1: 1-3;
Evangelio: Juan 1: 20-34.
Bautizados por Jesús, no solamente en el agua, sino, en el Espíritu Santo, nos unimos en la Antífona de Entrada a “los himnos en honor y alabanza del Señor en toda la tierra”. Himnos que nos ayudan a reconocer el “amor con el que gobierna cielo y tierra”, presencia que hará que “los días de nuestra vida transcurran en su paz”.
Isaías nos pone en contacto, a través del segundo cántico del Siervo de Yahvé, con “el Elegido” para manifestar a través de él, su gloria. El apelativo de “Siervo”, en la Sagrada Escritura, se reserva a grandes personajes en la historia de la salvación: Abrahán, Moisés, David, pero referido a Jesucristo realiza todo su contenido: “formado desde el seno materno…, luz de las naciones, para que haga llegar la salvación hasta los últimos rincones de la tierra”.
¿En qué consisten las complacencias del Padre?, sencillamente en vivir conforme a su voluntad, como entonamos en el Salmo: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”; en esperar plenamente en Dios; en experimentar su acción con una docilidad sorprendente y aguardar las consecuencias: “Él se inclinó hacia mí y escuchó mis plegarias. Él puso en mi boca un canto nuevo, un himno a nuestro Dios”. Desde un corazón de tal manera abierto que comprende y acepta que no bastan sacrificios ni holocaustos para agradar a Dios, comprendemos que nuestro Padre “no quiere cosas”, nos quiere, conforme al ejemplo de Jesús que se pronuncia, de manera definitiva: “¡Aquí estoy!”; penetremos en el compromiso que esta decisión encierra: “Hacer tu voluntad, esto es lo que deseo: tu ley en medio de mi corazón”.
Misterio que empuja al asombro y a la contemplación más que a una ilación de disquisiciones intelectuales: Ver al Hijo de Dios hecho hombre como yo.
Mirar a Aquel que existe desde siempre, “en quien reside la plenitud de la divinidad” (Col. 1: 19), dispuesto a buscar su misión, encontrarla y cumplirla.
Considerar lo que hace: pasa, ¡con qué sencillez!, y atrae y arrastra miradas y corazones. Acepta ser “el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo” y el camino que lo llevará hasta cumplir, hasta la mínima coma, la Voluntad del Padre.
A esto nos conduce el estar “bautizados por el Espíritu de verdad”; a recuperar nuestra identidad de cristianos, seguidores de Cristo; a liberarnos del egoísmo y la cobardía; a abrirnos al amor solidario, gratuito y compasivo; a mostrarnos como “santificados, como pueblo santo que invoca el nombre de Cristo Jesús”. La consecuencia surge de inmediato: experimentar “la gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre”. El Espíritu Santo no se equivoca, ¡pidamos aprender a dejarnos guiar por Él!