Primera Lectura: del libro del Éxodo 17:8-13;
Salmo Responsorial, del salmo 120: El auxilio me viene del Señor,
que hizo el Cielo y la Tierra.
Segunda Lectura: de la segunda carta del apóstol Pablo a Timoteo 3:
14-4:2
Aclamación: La Palabra de Dios es viva y eficaz y descubre los
pensamientos e intenciones del corazón.
Evangelio:
Lucas 18: 1-8.
La
invocación con que se abre la liturgia de hoy, nos descubre la ternura de Dios.
¡Cómo tenemos a nuestro alcance, si lo invocamos, la posibilidad de sentirnos, tiernamente,
bajo su cuidado: “como la niña de tus ojos, bajo la sombra de tus alas”!
Comparaciones que comprendemos, aun cuando Dios ni tenga ojos ni tenga alas;
pero que el salmo utiliza para iluminar la relación, siempre cercana del Señor,
para con aquellos que “lo invocan” –lo invocamos y atendemos como
Él nos atiende. Con Él y desde Él obtendremos la fortaleza y la constancia
para “ser dóciles a su voluntad” y encontrar el modo de “servir
con un corazón sincero”.
Nos
conocemos, o al menos pensamos que nos conocemos, y encontramos en nosotros
actitudes de una autosuficiencia que a la postre nos engaña, nos defrauda y nos
induce al desánimo. Al detenernos a escuchar y profundizar la Palabra de Dios,
captamos que todas las lecturas invitan a la oración, a la confianza, a la
perseverancia, a examinar, con mucha atención, ¿cómo está nuestra relación de
intimidad con Él; cómo está la Fe activa?, esa que pedíamos, junto con los
apóstoles que Jesús hiciera crecer: “¡Señor, aumenta nuestra fe!”,
no desde lo cuantitativo, sino desde lo cualitativo; la que hemos recibido como
don y regalo, pero que necesita el cuidado y atención de nuestra parte para
actuar en consonancia, la que parte desde el trato, el conocimiento, la
aceptación, la que genera el compromiso…, que si no insistimos, se obscurecerá
en medio de las preocupaciones que acaparan nuestra atención, nos envuelven y
nos hacen olvidar lo fundamental.
Bella
imagen la de Moisés con los brazos levantados en actitud de súplica, de
confianza, de la seguridad que da la conciencia de que Dios está con su Pueblo;
al estar con Él, Él está con nosotros; al prescindir de Él, comienza la
derrota. Momento de preguntarnos si elevamos, no solamente los brazos, sino el
ser entero, hacia la altura “de donde nos viene todo auxilio”, como
signo de confianza y abandono en Aquel “que protege nuestros ires y
venires, ahora y para siempre” , si pedimos ayuda a los demás para que
nos sostengan o volvemos a la encerrona de la estéril autosuficiencia. Una vez
más encontramos en las personas del Antiguo y Nuevo Testamento que la oración
es necesaria y en sí misma es eficaz en la búsqueda de orientación de nuestras
vidas hacia Dios. No es nuestra palabra la primera, el Padre ya ha hablado por
Su Palabra que “es útil para enseñar, para reprender, para corregir y
para educar en la virtud, a fin de que el hombre esté preparado para toda obra
perfecta”. En nuestra oración ya está Dios, ya está Jesús presente;
conocen nuestras necesidades pero “les gusta” que las expresemos “sin desfallecer”.
Un
juez inicuo “que no teme a Dios ni respeta a los hombres”, se
determina a hacer justicia “por la insistencia de la viuda”,
¡cuánto más Aquel que es la Justicia y el Amor sin límites, nos escuchará “si
clamamos día y noche”!
La última frase que pronuncia Jesús, quizá nos haga
temblar, pero también adentrarnos más y más en la realidad que vivimos: “cuando
venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?”. Regresemos a la
oración y renovemos nuestra súplica: “haz que nuestra voluntad sea
dócil a la tuya y te sirvamos con corazón sincero”, firmes en Cristo Jesús.