martes, 11 de agosto de 2009

20º Ord. 16 agosto 2009.

Primera Lectura: Proverbios 9: 1-6;
Salmo 33: Haz la prueba y verás qué bueno es el Señor.
Segunda Lectura: Carta de San Pablo a los Efesios 5: 15-20;
Evangelio : Juan 6: 51-58.

“Un solo día en tu casa, es más valioso que mil en cualquier otra parte”, al reflexionar en este fragmento del salmo 83, ¿nos damos cuenta de que somos “casa de Dios”? Detengámonos y sopesemos lo que Jesús nos dice en el Evangelio de San Juan: “El que me ama hará caso de mi mensaje, mi Padre lo amará y los dos vendremos y viviremos con él”. (14: 24) Vivo porque vivo en Ti, porque vives en mí, si esta realidad no enciende el fuego del amor, no sé qué podrá encenderlo. Es valioso que está a nuestro alcance porque Dios ya nos lo otorgó como don, como alargamiento de su Ser, nos ofrece, junto con él, multiplicidad de bienes que no podemos imaginar; pienso que bastaría con que rumiáramos lentamente ese: “ser morada donde Dios habita”, para que el gozo creciera sin medida y a su medida el compromiso de amar lo que Dios ama, es decir “a todas las cosas en Él y a Él en todas las cosas”. Aquí radica la Sabiduría como el arte de vivir bien, de buscar y enseñar aquello que ayuda al ser humano a orientarse en este mundo y a actuar mejor; “a comer y a beber el vino en el banquete de convivencia que Dios mismo ha preparado”. Participación y fraternidad de una humanidad nueva.

San Juan utiliza un lenguaje fuerte, insiste en la necesidad de alimentar la comunión con Jesucristo. Sólo así experimentaremos en nosotros su propia vida. En definitiva, es necesario comer a Jesús: « El que me come a mí, vivirá por mí».
La afirmación tiene un tono que a los judíos sonó todavía más agresivo cuando dice que hay que comer la carne de Jesús y beber su sangre. El texto no es simbólico, es realista. « Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él».
Invitación y lenguaje que ya no producen impacto entre los cristianos. Habituados a escucharlo desde niños, tendemos a repetir lo que venimos haciendo desde la primera comunión. Todos conocemos la doctrina aprendida en el catecismo: en el momento de comulgar, Cristo se hace presente en nosotros por la gracia del sacramento de la eucaristía.

Por desgracia, todo puede quedar en doctrina pensada y aceptada; pero, con frecuencia, nos falta la experiencia de incorporar a Cristo a nuestra vida concreta. No sabemos cómo abrirnos a Él para que nutra con su Espíritu nuestra vida y la vaya haciendo más humana y más evangélica.
Comer a Cristo es mucho más que acercarnos, rutinariamente, a realizar el rito sacramental de recibir el pan consagrado. Comulgar con Cristo exige un acto de fe y apertura de especial intensidad, que se vive sobre todo en el momento de la comunión sacramental, pero tiene que proyectarse también en otras experiencias de contacto vital con Jesús.

Lo decisivo es tener hambre de Jesús. Buscar, desde lo más profundo, encontrarnos con Él. Abrirnos a su verdad para que nos marque con su Espíritu y haga crecer lo mejor que hay en nosotros. Dejarle que ilumine y transforme las zonas de nuestra vida que están todavía sin evangelizar. Esto es “distinguir los signos de los tiempos” y “entender cuál es la voluntad de Dios”; entonces brotarán, espontáneamente los himnos de gratitud y de alabanza al Padre en el nombre del mismo Señor Jesucristo.

Alimentarnos de Jesús es volver a lo más genuino, lo más simple y más auténtico de su Evangelio; interiorizar sus actitudes más básicas y esenciales; encender en nosotros el instinto de vivir como él; despertar nuestra conciencia de discípulos y seguidores para hacer de Él el centro de nuestra vida. Sin cristianos que se alimenten de Jesús, la Iglesia languidece sin remedio. Que María, cuya Asunción celebramos, interceda para que aprendamos a “subir”.