martes, 2 de noviembre de 2010

32º ordinario, 6 noviembre 2010.

Primera Lectura: del 2º libro de los Macabeos: 7:1-2, 9-14
Salmo Responsorial, del salmo 16  Al despertar, Señor, contemplaré tu rostro.
Segunda Lectura: de la 2ª carta del apostol Pablo a los Tesalonicenses 2:16, 3:5
Aclamación: Jesucristo es el primogénito de los muertos; a él sea dada la gloria y el poder por siempre.
Evangelio: Lucas 20:27-38.   

La liturgia de hoy nos pone en actitud de alerta llena de esperanza; no podemos quedarnos en el principio de la Revelación, recordemos que el Señor es el gran Pedagogo y sabe que necesitamos tiempo para asimilar, para descubrir el verdadero horizonte, el eterno. La muerte es algo real, ¿quién no ha experimentado, de cerca, la partida de un ser querido, de un amigo, de un compañero? Necesitamos, leer más allá del 2° Libro de las Crónicas: “Nuestra vida terrena no es más que una sombra sin esperanza”, (29: 15); anclarnos en esa visión nos llenaría de angustia sin sentido: ¿termina todo en la tumba o las cenizas?, entonces ¿para qué el esfuerzo, la oración, la mirada que busca la trascendencia? ¿Pereceremos igual que los animales?, ¿no existe ese “algo” que nos enaltece, que nos hace “semejantes a Dios”, quien ha plantado en cada ser humano la semilla de eternidad? En el lento camino que el Señor va iluminando, ya aparece en el libro de Job, un fuerte destello: “Yo sé que mi Redentor vive y que al final se levantará en mi favor; de nuevo me revestiré de mi piel y con mi carne veré a mi Dios; Yo mismo lo veré y no otro, mis propios ojos lo contemplarán. 

Ésta es la firme esperanza que tengo”. (19: 25-27)   
Esta convicción, fruto de la fidelidad a la Palabra, la que ilumina el espíritu, fortaleció a los jóvenes cuya valentía escuchamos en la primera lectura. Proclaman la certeza que tanto necesitamos en el mundo actual para reorientar pasos y decisiones, perdido en una absurda superficialidad, empentando en el egoísmo y en el incomprensible placer de la opresión y aun de la muerte, para adquirir poder. Podríamos preguntar: ¿por cuánto tiempo? 

El viento del Espíritu es más fuerte que el temor de la carne, ¿le creemos?, ¿somos capaces de pronunciar, sin dudar en lo más mínimo, esas palabras que dejan al descubierto corazones recios, y dejan mudos y admirados a los que viven encerrados en sí mismos?: “Dispuestos a morir antes que quebrantar la ley de nuestros padres”. Crece la valentía, alentada por la fe “Asesino, tú nos arrancas la vida presente, pero el rey del universo nos resucitará a una vida eterna”. “De Dios recibí estos miembros y por amor a su ley los desprecio, y de Él espero recobrarlos”. La plenitud florece: “Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se tiene la firme esperanza de que Dios nos resucitará. Tú, en cambio, no resucitarás para la vida”. Recalquemos las últimas: “resucitar para la vida”. 

Vivieron, en la fe, lo que es morir: “Morir es encontrar lo que se buscaba. Abrir la ventana a la Luz y a la Paz. Es encontrarse cara a cara con el Amor”. Así lo vivió Pablo: “Para mí la vida es Cristo y la muerte una ganancia”. (Filip. 1:21) Sin No hay posibilidad de huída; volvamos a preguntarnos: ¿qué actitud tengo ahora y quiero mantener ante la muerte? El misterio está delante, meditemos y aceptemos la realidad que nos encamina hacia la Realidad con mayúsculas: somos esa maravillosa unión de espíritu y corporeidad, lo que quede de nosotros, “la materia”, se destruye, se quema, perece, pero la corporeidad nos la “regresa” Dios en la resurrección, pues lo que Él ha hecho, permanecerá para siempre. Oigamos la afirmación de Jesús: “¡Dios no es Dios de muertos sino de vivos!”. El Padre jamás pierde a sus hijos: “nos ha dado por Jesús, gratuitamente, un consuelo eterno y una feliz esperanza”.

Amen a Dios y esperen pacientemente su venida”. El gozo nos aguarda, ¡preparémoslo!