martes, 7 de febrero de 2012

6°Ord. 12 feb. 2012.

Primera Lectura: del libro del Levítico 13: 1-2, 44-46
Salmo Responsorial, del salmo 31: Perdona, Señor, nuestros pecados.
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol Pablo a los corintios 10: 31 a 11: 1
Aclamación: Un gran profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo.
Evangelio: Marcos 1: 40-45.
Refugio, fuerza, fortaleza y guía, ¿es Ese el Dios que me acompaña?, ¿es Él a quien invoco y le abro el corazón para que more y lo llene de rectitud sincera? Entonces sí aprendí la lección del silencio y de la escucha que me enseñó Jesús, hace ocho días; con Él, no temeré la lepra del pecado. Si ésta retornara, con humilde confianza, le rogaré de nuevo: Señor, ¿quieres sanarme? Aunque me encuentre rasgado y nauseabundo, escucharé la voz que tranquiliza: “Sí quiero, queda sano”.
Me siento a saborear el gozo que me embarga a mi regreso de este encuentro, limpio mi ser completo, y a Él mismo le pido la constancia para mostrarme, a toda hora, digno del Padre.
Entendamos la mente del Levítico, sentencia que segrega del trato afable con Dios y con los hombres. El leproso lleva a cuestas el fruto del mal y del pecado, no es digno ni de ser mirado; toda caricia huye de su lado; vagará por el mundo, la cabeza rapada, cubierto de jirones y gritando a los vientos que está contaminado. Las cuevas apartadas albergarán su llanto en soledad amarga y sin consuelo. ¿Sentimos lo que ese desdichado? La realidad molesta, nos molesta; quizá nos preguntemos: ¿es tan dura la Ley?, ¿no hay misericordia? No nos desesperemos, sigamos entendiendo la Escritura: el pueblo va creciendo en la fe y la comprensión, todavía es niño y necesita de muchas andaderas. El mal, el sufrimiento, la tristeza, no son directamente consecuencias de la repulsa personal a Dios; venimos arrastrando el resultado de un hecho histórico social que todo lo rompió; pero no quedó así, llegó Jesús, el hombre sin pecado, quien, con su ser maltrecho y traspasado, crucificó la deuda en el madero y nos volvió, limpios, al camino que conduce al Padre. No tuvo miedo de tocar las llagas, todavía más: arrancó todo aquello que nos mancha y se envolvió con ello, borró toda deuda con su sangre, para dejarnos libres y sin trabas.
Al mirar todo esto, y mirarnos por dentro, la súplica sube hasta los cielos:”Perdona, Señor, nuestros pecados”. Lo hizo y continua dispuesto: “Sí quiero, queda sano”. ¿Corremos a contar sus maravillas? ¿Nos ofrecemos a nosotros mismos como sacrificio para ser purificados? ¡Qué gozo para Él si a todos les dijéramos: “¡Sean imitadores míos como yo lo soy de Cristo!”