Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 43: 18-18, 21-22,
24-25
Salmo Resposorial, del salmo 40:Sáname,
Señor,pues
he pecado contra ti.
Segunda Lectura: de la segunda carta del apóstol Pablo a los corintios 1: 18-22
Aclamación:El
Señor me ha enviado para anunciar a los pobres la buena nueva y proclamar la liberación a los cautivos.
Evangelio: Marcos 2: 1-12.
Liturgia de perdón, liturgia de reestructuración del hombre integral,
salud que nos abraza, por eso “confiamos en el Señor, por el bien
que nos ha hecho”. Reconocer es un primer paso, agradecer y actuar
se siguen consecuentes: “docilidad a las inspiraciones
– que son constantes -, para hacer siempre la voluntad del Señor.”
Cierto
absurdo rencor contra nosotros, inconfesado pero presente, tristeza
y desánimo por haber hecho añicos nuestros planes, resultan actitudes
morbosas que destruyen; oigamos lo que pide el Señor: “No recuerden
lo pasado ni piensen en lo antiguo, Yo voy a realizar algo nuevo”.
¡Atención, silencio que atesora! “¿No está brotando?
¿No lo notan?” Ecología que sintoniza con la naturaleza: ¡Qué
maravilla captar a la tierra que revive, sentir la savia que sube y
reverdece, refrescar los oídos con murmullos del agua y la vista con
desiertos que cubre la maleza! “¿No lo notan?”
Todo recuerda a Dios, a Él conduce. No hemos atendido, y, resarcir
nuestro ser, es imposible; pero no para Él: “Por amor a Mí mismo
he borrado tus crímenes y no quiero acordarme de tus faltas.”
El Bien desciende
desde arriba, como lluvia temprana, que limpia y que da vida. La única
propuesta que llega a nuestros labios: la petición confiada: “Sánanos,
Señor, hemos pecado”.
Vivir entrelazando el ¡sí! y el ¡no!, es atar al Espíritu, tachar
la pertenencia e impedir el “Amén”; cerrar el horizonte
de esperanza, romper la garantía y continuar vagando, desnudos, por
la vida. ¡Cuánto desgasto inútil!
La ambigüedad no es propia de los seres que aman. Un ¡Sí!, audaz
y sostenido, como Cristo lo fue y lo sigue siendo, hará de nuestras
vidas faro resplandeciente que invite a mucha gente a dejar las tinieblas,
a vestirse de luz y a cantar con nosotros “todo el bien recibido”.
Pobres, convalecientes y cautivos – no entre barrotes sino en
egolatría -, esperan la Palabra que libera; aprender a esbozarla, y
luego, pronunciarla por entero. Es Cristo, quien, siempre al lado de
los hombres, se acerca con ternura, penetra los secretos y ensalza la
fe que fortifica: “Viendo la fe de aquellos hombres”, - la
caridad que carga con los otros, comunidad que hermana -, devuelve el
brillo al alma y luego sana el cuerpo; reintegra al hombre a su esplendor
primero.
El milagro está hecho. La esperanza se alarga y consolida:
“El Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados”.
Una vez más el asombro se apodera de todos los presentes: “¡Nunca
habíamos visto cosa igual!”
¡Señor, yo soy un paralítico, aunque oculte el camastro! ¡Necesito
a los otros! ¡Te necesito a Ti! Si no quiero moverme, incita a que
me lleven y haz que lo acepte. Llegar a tu presencia, siempre presente,
devolverá la paz a mis entrañas, todavía más, las que están
más adentro y me darás las fuerzas para decirte: “Amén”.