Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 6: 1-2, 3-8
Salmo Responsorial, del salmo 137: Cuando te invocamos, Señor, nos escuchaste.
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol Pablo a los corintios 15: 1-11
Aclamación: Síganme, dice el Señor, y yo los haré pescadores de hombres
Salmo Responsorial, del salmo 137: Cuando te invocamos, Señor, nos escuchaste.
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol Pablo a los corintios 15: 1-11
Aclamación: Síganme, dice el Señor, y yo los haré pescadores de hombres
Evangelio: Lucas 5: 1-11.
Se alarga, por
tercer domingo la invitación universal, para reconocer al Señor como
Creador; a profundizar en la realidad innegable de nuestra creaturidad
engrandecida por el llamamiento del mismo Señor.
Invitación que
aguarda una respuesta, disyuntiva innegable: aceptación o rechazo;
al considerar la procedencia y querer ser sensatos, nos acogemos al
Señor y le pedimos que conserve y proteja lo que ya nos ha dado: ¡Ser
sus hijos!, por ello nuestra esperanza es firme.
El domingo pasado
considerábamos tres ejemplos de realización de un programa concreto
sin detenerse a medir consecuencias: Jeremías, Pablo, Cristo mismo.
Hoy la liturgia nos ofrece tres llamamientos, tres vocaciones, tres
respuestas.
¿A quiénes
llama Dios? La respuesta inmediata sería: a quienes Él quiere, la
pensada detenidamente: a todos. No podemos negar que hay invitaciones
especiales, y en ellas reluce la doble libertad: la de Dios y la del
hombre; aparecen circunstancias especiales en las que se manifiesta
el llamamiento, en ninguna hay, ni puede haber, coacción de parte de
Dios, en las tres que recordamos, brilla la benignidad libérrima de
Dios. Quien elige a Isaías, de estirpe sacerdotal, a Pedro, inculto
pescador y a Pablo – quien dice de sí mismo “soy como un aborto, porque perseguí a la Iglesia. De verdad
que en Dios no hay acepción de personas.
El Señor ayuda
a que lo descubramos, sin querer negar la posibilidad, ya que para Él
todo es posible; difícilmente nos enviará un serafín con un carbón
encendido para que purifique corazón y labios; tampoco presenciaremos
una pesca tan inesperada y abundante, tan en contra de lo que concluye
la lógica de un pescador que había pasado la noche en vano y que sabía
que de día sería aún más difícil; ni aparecerá una luz celestial
que nos deslumbre, ni una voz que resuene tan adentro que haga imposible
la no conversión.
Asimilamos la conciencia
de “ser hombres
de labios impuros”, pedimos humilde y conmovidamente a Jesús:”Apártate que
soy un pecador”, y aceptamos con Pablo, “por la Gracia de Dios soy lo que soy”.
Tres experiencias
verdaderamente fuertes de la presencia de Dios a las que siguieron tres
respuestas de donación total: Isaías, no duda, responde: “¡Aquí estoy, Señor, envíame!” Pedro y sus compañeros,
azorados y sacudidos, dejan ver su interior con los hechos: “dejándolo todo, lo siguieron”. Pablo, sin vanas presunciones,
fincado en la fuerza de Dios, acepta “haber trabajado más que todos”, pero no se lo atribuye
a sí mismo: “Su
Gracia no ha sido estéril en mí”.
Dios quiso y
quiere “tener necesidad de los hombres”, que seamos sus manos para
distribuirlo a quienes lo necesitan, sus labios para anunciarlo en todas
las lenguas del planeta, sus pies para llevar la Buena Nueva a todos
los rincones de la tierra… ¡qué condescendencia de Dios:
hacerse mendigo de los hombres!
Oigamos que repite: “¿A quién enviaré?
¿Quién irá de parte mía?”
La respuesta
también es Gracia, ¡pidamos no ser insensibles a esa voz! Hemos recibido
la Vida para comunicarla, no la dejemos escondida.