Primera Lectura: del libro de Josué 5: 9, 10-12
Salmo Responsorial, del salmo 33: Haz la prueba y verás qué bueno
es el Señor.
Segunda Lectura: de la segunda carta del apóstol Pablo a los
corintios 5: 17-21
Tu
hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida.
Evangelio: Lucas 15: 1-3, 11-32.
¡Domingo de la Alegría!, y no debe
extrañarnos: el cántico de entrada: “Alégrate, Jerusalén y todos los que la
aman. Regocíjense”. Es la continuación de lo que hemos intentado seguir: “Buscamos
el rostro del Señor, pusimos en él nuestros ojos y quedamos reconfortados”,
ahora sentimos la alegría del perdón, de la misericordia de la transfiguración
que empuja desde dentro para que nuestras vidas no se queden en estériles
hojas, sino que den fruto, y fruto que perdure.
Aquello que vale la pena repetir,
¡repitámoslo!: el deseo de volver a Él, la capacidad de arrepentimiento, de
rencuentro vital, el que procede de la iniciativa de Dios quien no se cansa de
buscarnos, de esperarnos, de salir a nuestro paso, haya sido cual haya sido
nuestro pasado; Él aguarda el momento oportuno, - Dios no puede ser de otra
forma -, en que nuestro ser, después de haber experimentado el vacío, despierte
a la ansiedad del amor que no tiene fin.
Lo recordamos y pedimos en la
oración: “Tú que has reconciliado contigo a la humanidad entera, por medio
de tu Hijo”, enséñanos a “dejarnos reconciliar contigo”; que nos
deslumbremos por Ti en Él, que se hizo uno de nosotros, revestido de la carne
de pecado, para llevarnos de regreso a tu lado, para que unidos a Él, recibamos
la salvación, la única que purifica y justifica, la que “nos hace
creaturas nuevas”, la que planta la alegría que perdura.
¿Cuántas veces habremos leído,
escuchado, meditado la parábola del hijo pródigo?, cada uno conoce su proceso
interno y sabe con qué personaje se ha identificado…, probablemente nos
habremos sentido, las más de las veces ese “hijo pródigo”, inquieto, egoísta,
superficial, desesperado por aprovechar, ¡ya!, lo mejor posible la ocasión, sin
importarle nada más que el yo, el capricho, el instante. Ojalá, como a él, la
ruptura de las ilusiones, la soledad y la tristeza, nos hayan impulsado a
revivir las alegrías, la seguridad, el gozo de la casa del padre, y a emprender
el retorno, revestidos del arrepentimiento y la humildad para encontrarnos con
Quien ya sabíamos: ¡El Padre!, Él ni siquiera permite que finalicemos nuestra
confesión: “Ya no soy digno…”, y se hace uno con nosotros en el abrazo
de perdón, de reconciliación, de recreación de nuestro yo, el nuevo, el que
viene de Él; ¡ésta es la alegría que fructifica!
Jesús nos enseñó a rezar, a
encontrarnos con lo inimaginable, a superar la antigua “visión de un Dios
lejano y terrible”, y puso desde sus labios en los nuestros la palabra más
reconfortante y segura: “¡Padre!”; no quiso quedarse en las palabras, y
ahora nos muestra el corazón de Dios, del Padre que sale cada tarde a otear el
horizonte en espera del hijo, que sabe, desde dentro, que el amor no se acaba,
que el cariño y el reconocimiento afloran con certeza y que el encuentro con un
“yo” desposeído, ausente de sí mismo, lejano del afecto y la ternura,
reorientará los pasos que desanden lo andado, para mirarse entero, nuevamente,
en los ojos de quien siempre lo ha querido.
¡Señor, concédenos encontrarnos, al
mirarte a los ojos, reflejados en ellos!