Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 11: 1-10
Salmo Responsorial, del salmo 71: Ven, Señor, rey de justicia y de
paz.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los romanos 15: 4-9
Aclamación: Preparen
el camino del Señor, hagan rectos sus senderos, y todos los hombres verán al
Salvador.
Evangelio: Mateo 3: 1-12.
“Pueblo
de Sión”,
hombres de toda la tierra, “miren que el
Señor viene a salvar a todos, su voz ya es alegría para el corazón”. Voz y
alegría que ordenan el cosmos, que nos dicen cómo manejar las realidades
intramundanas, con tal “sabiduría que
nos prepare a recibir y a participar de
su propia vida”.
“Toda
Escritura –
nos dice Pablo – se escribió para nuestra
instrucción, paciencia, consuelo y esperanza”, ¿qué visión nos entrega
Isaías?: la realidad que se hizo presente, por obra del Espíritu Santo al
momento de recibir el Sacramento de la Confirmación, ahí están los siete dones: “sabiduría, inteligencia, consejo,
fortaleza, ciencia, piedad y santo temor de Dios”. Nos ha fascinado con la
descripción idílica de un futuro que inicia en la conversión personal y se
extiende, como un inmenso abrazo, hacia todo lo creado. Lo inconcebible, desde
nuestra miope experiencia, será posible: la paz total entre todas las
creaturas, nadie hará daño a nadie, “estará
lleno el país – el mundo -, de la
ciencia del Señor”. No estamos ante una utopía, es la Palabra de Dios que
nos señala, ahora, como “esa raíz de
Jesé”, como enlace que continúa el proceso, el avance de la Alianza.
Considerábamos, el domingo pasado, el sentido del
Adviento: ¡La venida del Mesías!
Vino a mostrar el camino de salvación, y vendrá a
juzgar, “no por apariencias, ni a
sentenciar de oídas, defenderá al desamparado y dará, con equidad, sentencia al
pobre, herirá al violento con el látigo de su boca, con el soplo de sus labios
matará al impío”. No son anuncios vanos, nos hacen responsables de nuestros
actos, nos hacen considerar cómo repercute cada decisión personal, en bien o en
mal de nuestros hermanos, de modo especial, de los olvidados, ¿qué tanto los
consideramos como problema que nos atañe? ¿Cómo tratamos a los que tenemos más
cerca? ¿Vivimos en perfecta armonía unos
con otros, conforme al Espíritu de Jesús”? ¿Formamos un coro auténtico que “con un solo corazón y una sola voz,
alabamos al Señor”? “¿Nos acogemos
mutuamente, como Cristo nos acogió”?
Aquí está el modo de preparar el camino del Señor:
“hacer rectos los senderos para que todos
los hombres vean la salvación”. Aquí está la concreción del verdadero
cambio, de la conversión, del giro que tiene por centro a Cristo y su mensaje,
a Cristo y su seguimiento, a Cristo aceptado y amado en cada ser humano.
Es fácil que nos veamos tentados a actuar como los
fariseos, que busquemos una tranquilidad superficial apegada a “la ley”, o como
los saduceos, incapaces de desprenderse de la riqueza y el prestigio,
afianzados en tradiciones conservadoras que dejan “intacto” el corazón y evaden
el compromiso profundo con Dios y con los hermanos, entonces nos “golpearán”
fuertemente las palabras de Juan el Bautista: “¡Raza de víboras!, ¿quién les ha dicho que podrán escapar del castigo
que les aguarda? Hagan ver con obras su conversión”.
¡Dichosos nosotros, porque después de la voz, ha
llegado La Palabra quien, con su entrega, ha evitado hasta ahora, que la segur
llegue a nuestra raíz; nos ha bautizado con fuego y con el Espíritu Santo para
guardarnos “como trigo en su granero”.
¡Señor, que en este Adviento, por la Gracia de la conversión, nuestras espigas
se llenen de granos maduros!