Primera Lectura: del primer libro de los Reyes, 19:9, 11-13
Salmo Responsorial,
del salmo 84: Muéstranos,
Señor, tu misericordia.
Segunda
Lectura: del a carta del apóstol Pablo a los romanos 9: 1-5
Aclamación:
Confío en
el Señor, mi alma espera y confía en su palabra.
Evangelio:
Mateo 14: 22-33.
Imagino al Señor respondiendo a nuestra plegaria: “Acuérdate, Señor, de tu alianza”, cómo
nos dice: ¿Acaso alguien o algo puede permanecer en el olvido ante Mí?, los
tengo presentes, les ofrezco siempre mi ayuda, sus voces no se apartan de “mis
oídos”, son ustedes los que se olvidan de ustedes mismos y, lo que más me
sorprende, es que se olvidan de Mí y de mi Alianza. Entonces oramos juntos: “haz crecer en nosotros el espíritu de hijos
adoptivos tuyos, y que comencemos a gozar, ya desde ahora, de la herencia que
nos tienes prometida”. Que el agua regrese a su cauce, que los corazones
reconozcan el único camino, el Hijo Predilecto que nos salva de todas las
tormentas, internas y externas.
En la primera lectura, la experiencia de Elías
corrige cualquier imagen o concepto erróneos que hubiéramos podido concebir de
Dios; ¡qué lejos de aquel Dios que infundía temor a los israelitas y que
hablaba a Moisés con truenos, densas nubes y trompetas!; se nos muestra no en
el huracán, o en el terremoto, no en el fuego, sino “en el murmullo de una suave brisa”. Nuestro Dios es cariño,
tranquilidad, pacificación, ya no necesitamos taparnos el rostro como el
profeta, necesitamos abrir los ojos para descubrirlo constantemente en Jesús: “la presencia del Dios invisible, quien me
ve a Mí, ve al Padre”. A través de Jesús escuchamos las palabras del Señor,
captamos que la salvación, no sólo está cerca, ya está dentro de nosotros “por el Espíritu que nos hace exclamar:
¡Abbá!, Padre”.
Esta conciencia atestiguará, como nos da a conocer
San Pablo, que la luz del Espíritu es tan fuerte, que nos haría exclamar, paradójicamente,
como lo hace él: “Hasta aceptaría verme
separado de Cristo, si esto fuera para bien de mis hermanos”; paradoja,
pues acaba de decirnos que “nada ni nadie
podrá separarnos del amor de Cristo”. Es una expresión que revela el
inmenso amor que tiene por la Buena Nueva, por la primera Iglesia, por su raza
de la que nació Cristo, es un esforzado intento para que reflexionen y
reflexionemos en la maravillosa dignación de Dios que nos ha hecho hijos
adoptivos en Cristo, verdadero Dios, verdadero Hombre, “bendito por los siglos de los siglos”. Fruto de esta experiencia, si ha sido
intensa, es el Aleluya: “Confío en el
Señor, mi alma espera y confía en su palabra”.
Jesús nos deja el ejemplo práctico para encontrar
al Padre: “Después de despedir a la
gente, subió al monte a solas para orar. Llegada la noche, estaba Él solo
allí”. Nos hace recordar lo que ya había dicho: “Nunca estoy solo, mi Padre está conmigo”. Estar sin Jesús, en
medio de la tormenta, nos llenará de pavor, la bruma de las tribulaciones y
trabajos nos impedirá verlo, pero aguzará nuestros oídos para escucharlo: “Tranquilícense y no teman. Soy Yo”.
Bajar al mar bravío, podremos hacerlo si no quitamos la mirada en Jesús, de
otra forma, nos hundiremos. Que quede en nosotros la llama de la fe para
gritar, como Pedro: “¡Sálvame, Señor!”.
Su mano, su misericordia y su cariño por nosotros, nos salvará, aunque nos
reprenda “por haber dudado”. La luz
de su presencia nos impulsará a reconocerlo: “Verdaderamente Tú eres el Hijo de Dios”.