Primera Lectura: del libro del profeta Isaías. 61: 1-2, 10-11
Salmo
Responsorial, Lucas 1, 46ss: Mi espíritu se alegra en Dios, mi salvador.
Segunda
Lectura: de la primera carta del apóstol Pablo a los tesalonicenses 5: 16-24
Aclamación: El Espíritu del Señor está sobre mí.
Me ha enviado para anunciar la buena nueva a los pobres.
Evangelio: Juan 1:
6-8, 19-28.
En medio de la preparación austera del Adviento, hoy
escuchamos el grito de Alegría, tanta, que la liturgia sugiere utilizar
ornamento color rosa; la razón, la hemos estado viviendo: ¡El Señor está cerca!
“Contempla Señor
a tu pueblo que espera el nacimiento de tu Hijo…, concédenos alcanzar el gozo
que nos trae la salvación y celebrarla con gran alegría”. El Misterio seguirá siendo misterio: ¡Dios
hecho hombre!, y, por más que intentemos comprenderlo, jamás lo lograremos,
¡nos sobrepasa! El gozo brota del testimonio Increado del Padre, de Jesús que,
contemplando, junto con el Padre y el Espíritu Santo, la
desorientación en que se encontraba la humanidad entera, acepta comenzar a ser
lo que nunca había sido: hombre, sin dejar de ser lo que siempre ha sido y
será: Dios. “Tanto amó Dios al mundo que
le entregó a su Hijo Único, para que todo el que crea en Él tenga vida eterna”,
como atestigua el mismo Jesús en Jn. 3: 16. Así se vio realizada la súplica
del profeta Isaías: “Cielos, destilen el
rocío, nubes derramen al Justo, ábrase la tierra y germine al Salvador, y con
Él, florezca la justicia (45: 8).
El mismo profeta anuncia lo que acontecerá en Jesús: “El Espíritu del Señor me ha ungido y me ha
enviado para anunciar la buena nueva a los pobres, a curar a los de corazón
quebrantado, a proclamar el perdón a los cautivos, la libertad a los
prisioneros y a pregonar el año de gracia del Señor”. ¿No es esto causa de una profunda y duradera
alegría?, ¿quién de nosotros no tiene el corazón quebrantado?, ¿quién no
necesita la liberación? La promesa se ha
cumplido, los brotes de la Alianza, han aparecido por todas las naciones. “Año de Gracia”, reiterativo, presente,
sin término, “para que todos los hombres
se salven y lleguen al conocimiento del Señor”.
María nos acompaña y en su cántico encontramos la forma
de presentarnos ante nuestro Padre: “Mi
espíritu se alegra en Dios mi Salvador”, porque ha reconocido la realidad
de su creaturidad y desde ella brilla la fuerza arrasadora del Espíritu, la
transformación sin límites, la aceptación de ser aceptada. Esa presencia la
invoca Pablo: “Estén alegres, esto es lo
que Dios quiere en Cristo Jesús…, no impidan la acción del Espíritu Santo…,
disciernan todo, pero quédense con lo bueno”, no viene de ustedes –de nosotros-
la capacidad, sino de “Aquel que es fiel
y cumplirá la promesa”.
La pregunta que hacen las autoridades a Juan el
Bautista, deberíamos hacérnosla a nosotros mismos: “¿Qué dices de ti, quién eres tú?”
La honestidad, la verdad que libera, brota espontánea: “Soy la voz del que clama en el desierto”. Nada
de atribuciones falsas, ausencia de soberbia; todo es claridad. Soy voz, pero
la Palabra viene atrás, más aún “ya está
en medio de ustedes”. Una voz sin palabra es incomprensible, es grito, es
alarido, es queja; en cambio, articulada, consciente, como expresión de la
Palabra, se transforma en luz, en advertencia, en profundidad y en compromiso.
Sólo es posible pronunciarla en total adherencia, en identificación con Ella,
con la humildad del reconocimiento de su origen, y después, retirarse para que,
en el silencio de los interiores, resuene salvadora y santificadora.
¿Somos voces que anuncian y preparan el constante sonar
de la Palabra? El Agua del Espíritu, está lista, ¿encontrará dispuestas
nuestras almas?