Primera Lectura: Isaías 22: 19-23
Salmo Responsorial, del salmo 137:
Señor, tu
amor perdura eternamente.
Segunda
Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los romanos 11: 33-36
Aclamación: Tú eres Pedro y sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia; y los poderes del infierno no prevalecerán sobre ella,
dice el Señor
Evangelio: Mateo 16:
13-20.
La antífona de entrada nos hace prolongar el eco de la
mujer cananea: “Salva a tu siervo que
confía en Ti”; la confianza, nacida de la fe, nos ayuda a mantener
constante nuestra voz: “pues sin cesar te
invoco”.
¿A Quién invocamos?, “a
Aquel de quien todo proviene”, a nuestro Padre “que todo lo ha hecho y hacia quien todo se orienta”. Otro momento
propicio para adentrarnos hasta lo hondo de nuestro ser y preguntarnos si de
verdad tratamos de vivir la realidad de ser: creados por Dios y encaminados,
diariamente, hacia su encuentro, en alabanza, reverencia y servicio, en
agradecimiento y en compromiso; si encontramos momentos de vacío, insistiremos
en ese “invocarlo sin cesar”, para
amar y anhelar lo que nos promete y
poder superar las preocupaciones, porque Él será nuestra única preocupación.
La relación de la primera lectura con la misión que
confiere Cristo a san Pedro, reluce por sí misma; el Señor, por boca del
profeta, confiere a Eleacím “la túnica,
la banda y las llaves”, poder y autoridad para abrir y cerrar; todo en
servicio del pueblo, para obrar siempre, con el cariño que distingue a quien es
y se ha de comportar como “padre para
todos los habitantes de Israel”. Jesús nombra a Simón Pedro, “Piedra sobre la que edificará su Iglesia”,
la da la misma autoridad de “atar y
desatar”, ya no limitada a Jerusalén sino que abarque todas las naciones,
para el servicio y la liberación de todos los hombres. Ocasión propicia para
pedir a nuestro Padre Bueno por el Papa, los obispos y cuantos tienen alguna
autoridad, dentro y fuera de la Iglesia, para que no caigan en la tentación de
buscarse a sí mismos, ni su propio provecho, su enriquecimiento, su
encumbramiento…, sino que sean como el Señor Jesús “que no vino a ser servido sino a servir y a dar su vida por todos”.
(Mt. 20: 28)
En el pasaje del Evangelio continúa resonando en cada uno
de nosotros y de cuantos buscan con autenticidad la verdad, la pregunta que
Jesús hace a los discípulos: “¿Quién
dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?”... Las respuestas genéricas,
comparativas, totalmente extrañas al corazón, no le interesan y por ello su
precisión: “¿Quién dicen ustedes que soy
Yo?”. ¿Cuál es la realidad de tu relación conmigo, cuál la visión, la
imagen, el compromiso, la adhesión, la fe? ¿Te dejas iluminar como Pedro,
aunque de momento no alcances a comprender la hondura de tu respuesta? ¿Qué
decirle y cómo decírselo, sin quedarnos en conceptos aéreos que alejan?
Pienso que pueden servirnos como pista las reflexiones de
San Alberto Hurtado: “El cristianismo no
es una doctrina abstracta, no es un conjunto de dogmas, preceptos y mandatos,
¡El Cristianismo es Cristo, el Mesías, el Hijo de Dios, (que fue, y sigue
siendo lo insoportable para muchos): “El
Padre y Yo somos Uno…, quien me ve a Mí, ve al Padre…, Yo soy el Camino, la
Verdad y la Vida”. Que la persuasión llegue desde dentro: “Cristo no es una devoción, ni siquiera la
primera ni la más grande, ¡el Cristianismo es Cristo!” Que Él se apodere de mí, que deje que su
Gracia actúe eficazmente y me atreva, por la fuerza del Espíritu Santo a
expresar, humilde pero gozosamente: “Mi
vivir es Cristo… Vivo yo, ya no yo, sino que Cristo vive en mí”; porque me
he esforzado en conocerlo, en tratarlo, en seguirlo, y, con gran humildad, en
imitarlo, con una fe “que me haga
hambrear lo sobrenatural: ¡ser Cristo!”
El mundo creerá en las obras, dudará de cuanto se quede
en palabras: “¡Seamos realizadores de la
Palabra, no nos quedemos simplemente en oyentes!”
¡Que caminemos no por tus caminos sino por Ti, Camino que
conduces al Padre!