domingo, 23 de diciembre de 2018

4º Adviento, 23 Diciembre 2018.-


Primera Lectura: del libro del profeta Miqueas 5: 1-4
Salmo Resposorial, del salmo 79: Señor, muéstranos tu favor y sálvanos.
Segunda Lectura: de la carta a los hebreos 10: 5-10
Aclamación: Yo soy la esclava del Señor; que se cumpla en mí lo que me has dicho.
Evangelio: Lucas 1: 39-45.

Todas las creaturas están a la expectativa, lo capta y anuncia Isaías, lo hemos escuchado en la antífona de entrada: “Destilen, cielos, el rocío, y que las nubes lluevan al justo, que se abra la tierra y haga  germinar al Salvador”. Hoy el profeta Miqueas retoma el grito de esperanza: la luz que desvanece las tinieblas de un horizonte obscuro lleno de corrupción e injusticia, y “se remonta a los tiempos antiguos”, tan antiguos como la Eternidad de Dios y nos descubre su designio de paz y de unidad, el que estuvo desde el inicio de la creación, y se manifestará en todo su esplendor “cuando dé a luz la que ha de dar a luz”.

Siete siglos después se cumple la promesa: Jesús, el Buen Pastor, guiará a su pueblo, a toda la humanidad, “con la fuerza y majestad de Dios”; fuerza y majestad totalmente distintas a las que imaginamos los hombres: “De ti, Belén de Efrata, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel”. Desde el silencio aparece el retoño, ya expresará Jesús: “El Reino de Dios no aparece con ostentación, ni podrán decir: míralo aquí o allí; porque, miren, ¡dentro de ustedes está!” (Lc. 17: 20-21)   De la misma forma llega Él, se hace uno con nosotros en una aldea perdida, humilde, olvidada. “No quisiste víctimas ni ofrendas; en cambio, me has dado un cuerpo. Aquí estoy, Dios mío; vengo para hacer tu voluntad”. Los antiguos sacrificios se han suprimido y Cristo nos enseña a vivir según la voluntad del Padre, y con la ofrenda de su propio cuerpo, en una Alianza nueva y eterna, “quedamos santificados”.

Contemplemos la escena que presenta San Lucas, toda ella se centra en dos mujeres que van a ser madres, los varones adultos están ausentes, los pequeños, ocultos a los ojos, se hacen presentes en la participación del gozo en el Espíritu Santo. Ejemplo del encuentro que estamos preparando.

María lleva en sí al que es la alegría del Padre, de los ángeles, de cuantos quieran ser como Ella que ha sabido escuchar y confiar: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”, actitud preaprendida de Jesús, Hijo de Dios e Hijo suyo; proclamación de una fe que, de inmediato, se manifiesta en los actos: “María se encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea, y saludó a Isabel”. Servicio, atención, delicadeza, claros signos de la presencia de Jesús a quien ya lleva en su seno y que provoca el salto de gozo de Juan Bautista, que llena del Espíritu a Isabel y le inspira la primera Bienaventuranza: “Dichosa tú que has creído, bendita entre todas las mujeres, bendito el fruto de tu vientre”. Bienaventuranza que seguimos proclamando en el Ave María.

Que la pregunta de Isabel, hecha asombro, se repita desde nuestro interior: “¿Quién soy yo, para que la Madre de mi Señor venga a verme?”  María, la primera evangelizadora, la portadora de la Buena Nueva, el Arco de la Alianza, nos trae a Jesús y nos lleva hacia Él, recibirla es recibirlo. Aceptemos la fuerza del Espíritu, que ambos nos comunican; destrabe nuestros labios y anunciemos, con fe entusiasmada, la promesa y el cumplimiento de la salvación.