Primera
Lectura: del libro del profeta Isaías 40: 1-5, 9-11
Salmo
Responsorial, del salmo 103: Te alabamos, Señor.
Segunda
Lectura: de la segunda carta del apóstol Pablo a Tito, 2: 11-14; 3: 4-7
Aclamación:
Se abrió el cielo y resonó la voz
del Padre, que decía: "Este es mi Hijo amado; escúchenlo"
Evangelio: Lucas 3:
15-16, 21-23.
Celebrábamos, el domingo pasado la Epifanía, la
manifestación de Dios; esta manifestación es y ha sido siempre, desde la
creación, “Tú que llamas a los seres del
no ser para que sean”, cada creatura es presencia del Creador y desde cada
una de ellas podemos aprender a llegar hasta el Señor; pero nuestra miopía,
nuestra falta de relación, de comprensión, lo han impedido: “Desde que el mundo es mundo, lo invisible
de Dios, es decir, su eterno poder y su divinidad, resulta visible pare el que
reflexiona sobre sus obras…” (Rom. 1: 20) Como sabio conocedor de nuestra
flaqueza, le habla a Noé, a Abrahám, a Moisés, comunica su palabra por boca de
los profetas, por los signos de liberación, en ocasiones difíciles de
comprender en “nuestro ahora”: “Todo el
pueblo percibía los truenos y relámpagos, el sonar de las trompetas y la
montaña humeante. Y el pueblo estaba aterrorizado, y se mantenía a distancia.
Dijeron a Moisés: háblanos tú y te escucharemos, que no nos hable Dios, que
moriremos”. (Éx. 20: 18-19), nos parece un Dios temible e inalcanzable. La
historia es de rechazo, de alejamiento, de olvido, ¡tan parecida a la nuestra! “No hicieron caso, me dieron la espalda,
rebelándose, se taparon los oídos para o oír”. (Zac. 7: 11) El Señor nos quiere, es persistente, continúa
ofreciendo su amor y su amistad a su pueblo, y en él a todos los hombres,
porque en el proceso de salvación todos estamos involucrados; las palabras que
escuchamos de Isaías nos llenan de esperanza: “Consuelen, consuelen a mi pueblo, hablen al corazón de Jerusalén, -al
corazón de todos los hombres-, ha
terminado el tiempo de su servidumbre, preparen el camino del Señor…” Y la Epifanía acompaña el
correr de la historia, Dios, como “el lebrel del cielo”, sigue nuestras
huellas; pero…, no nos dejamos alcanzar, queremos ignorar que nos quiere “presa”
de su amor y salvación. Y llega al colmo: “Llegada
la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo
la ley para liberar a los que estábamos bajo la ley, para que recibiéramos la
condición de hijos”. (Gál. 4: 4) Con la Anunciación,
Encarnación y Nacimiento de Jesús, nueva Epifanía, intenta ofrecernos Dios,
señales más claras del interés que tiene por nosotros: “Tanto amó Dios al mundo, que le envió a su Hijo único para que tenga
vida eterna y no perezca ninguno de los que creen en Él”. (Jn. 3: 16) Los
ángeles fueron heraldos, los pastores y “los magos”, testigos; Herodes, a pesar
suyo, también es testigo del Nacimiento de Alguien diferente: ¡Ha llegado el
Mesías!
Hoy una triple conjunción nos conmueve y confirma, ya
no son los ángeles que cantan, ya no es la estrella, son los cielos mismos que
se abren, la paloma que desciende, la voz del Padre que escucha la “oración de
Jesús” que nos trae el Espíritu y el fuego y nos sella como pertenencia de
Dios. El Bautismo de Juan sólo conseguía una preparación interior, el
instaurado por Cristo nos abre el camino hasta el Padre, pues a cada uno de
nosotros se aplica, como Cuerpo de Cristo, la bendición que desciende sobre Él
como nuestra Cabeza: “Tú eres mi Hijo, el
predilecto; en ti me complazco”.
Que nuestra vida, como bautizados, sea una vida en la
que Dios se complazca, así seremos manifestación de Dios como verdaderos hijos
suyos. Que el Señor Jesús, hecho Pan y Vino en la mesa eucarística, continúe
alimentándonos e instruyéndonos para que vivamos, como Él, ¡a gusto del Padre!