Primera Lectura: del libro del profeta Jeremías 17: 5-8
Salmo Responsorial, del salmo 1: Dichoso el hombre que confía en el Señor.
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol Pablo a los corintios 15:
12, 16-20
Aclamación: Alégrense ese día y salten de gozo,
porque su recompensa será grande en el cielo, dice el Señor.
Evangelio: Lucas 6: 17, 20-26.
Hablar de Dios, nos dice San
Agustín, sólo con mucho respeto y por analogías, ¿cómo expresar al
inexpresable? Dios no es ni roca ni fortaleza inexpugnable, ni baluarte, pero
¡cómo nos sentimos seguros al profundizar en el hondo sentido del contenido de
tales comparaciones! Él es tranquilidad, seguridad y guía; con enorme confianza
le pedimos: Tú, Señor, “Prometiste venir
y morar en los corazones rectos y sinceros”, ven a nuestro interior,
transfórmalo de tal forma que “nos haga
dignos de esa presencia tuya”.
Si estás de corazón en cada cosa,
con cuánta mayor razón en cada ser humano. ¡Vivir la realidad de tu presencia
en mí, de mi presencia en Ti, me dará la fuerza necesaria para ser constante en
el esfuerzo!
Jeremías nos habla en presente, no
es una voz lejana dirigida sólo al Pueblo de Israel; la Palabra de Dios
traspasa las edades, los tiempos y los sitios, es universal y nos pide que
consideremos la realidad del paralelismo: “Maldito
el hombre que confía en el hombre, y en él pone su fuerza y aparta del Señor su
corazón”, será excluido de la promesa, se quedará estéril, será infeliz
porque su fundamento es endeble. En cambio: “Bendito
el que confía en el Señor y en Él pone su confianza”.
Viene a continuación la comparación
que, sensiblemente, nos ilustra con la feracidad de la naturaleza, “será como árbol plantado junto al agua, que
hunde en la corriente sus raíces, que da fruto a su tiempo y nunca se marchita”; convirtámonos en hombres “que ponen su confianza en el Señor”, y vivamos el gozo intenso al saber, que
Tú estás nosotros y nosotros contigo.
San Pablo nos sitúa en el centro de
la Revelación que ha culminado en Cristo: la Resurrección. Procede a base de
absurdos condicionales: “Si los muertos
no resucitan, tampoco Cristo resucitó. Si Cristo no resucitó, vana es nuestra
fe. Si nuestra esperanza en Cristo se redujera tan sólo a las cosas de esta
vida, seríamos los más infelices de los hombres. Pero no es así, Cristo
resucitó como primicia de todos los muertos.” Misterio pascual, alegría que
corona toda la entrega de Jesús y que nos envuelve, no en una esperanza
utópica, sino en la certeza de que con Él daremos frutos eternos. Así
entenderemos y superaremos lo que va en contra de nuestra visión inmediatista:
persecución e insulto, maldición y rechazo, porque nos habremos aventurado a
tomar en serio el Evangelio; saborearemos desde ahora, la recompensa sin
medida: nuestros nombres escritos en el libro de la Vida.
Ignorar la Palabra, por dura que
parezca, nos envolverá en “¡los ayes!”,
por habernos dejado atrapar por las creaturas, por haber olvidado que el
presente se esfuma, que las cosas se acaban, y habremos quebrado la línea
trascendente al cambiarla por un gozo ilusorio.
Bienaventuranzas, paradoja que rompe
los criterios, que invita a la conversión y al seguimiento de Cristo que lloró,
fue pobre, sufrió y trabajó por la paz y la reconciliación, fue perseguido y
entregó su vida por servir al bien y a la justicia. “Bienaventurado” es aquel que se aventura
bien, que busca y encuentra el Camino y lo sigue. ¿Cuál es nuestra decisión?
Volvamos a pedir ser hombres y mujeres “de
rectitud y sinceridad de vida”. El Espíritu nos ayudará a elevar la escala
de valores.