Salmo
Responsorial, del salmo 144: Abres, Señor, tu mano y nos sacias de favores.
Segunda Lectura:
de la carta del apóstol Pablo a los romanos 8. 35, 37-38
Evangelio:
Mateo 14: 13-21
En la
antífona de entrada hay un eco de la de hace dos domingos: “Tú eres mi
auxilio y mi salvación”, ¿lo pronunciamos con labios de verdad, o
continuamos tratando de apoyarnos en lo que tenemos al alcance de la vista, de
las manos, de los deseos?, ¿hemos tratado de realizar en nosotros lo que el
mismo Dios concedió a la petición de Salomón: “sabiduría y
discernimiento”?
El ánimo
y la esperanza que infunde Isaías al pueblo que inicia el segundo Éxodo, nos
atañe a nosotros: ¿tienen hambre y sed y no poseen dinero?, “vengan,
coman y beban sin pagar”, el Amor de Dios se hace constantemente presente y
de manera gratuita. Hambre y sed de Dios que deberían escocernos, acicatearnos
para crecer y creer en lo imposible: el Señor nos ama en serio, cuida de
nosotros, colma nuestras necesidades, sin que haya, detrás de esta actitud,
costos ocultos. Él es Verdad, Él es Amor, Él es dádiva inacabable: “Escúchenme
atentos y comerán bien, saborearán platillos suculentos”, ¡me
saborearán a Mí mismo! Entremos en nuestro corazón y preguntémonos si nuestra
fe y nuestra confianza están fincadas en esta realidad que nos sobrepasa, pero
que está a nuestro alcance…, si acudimos a su invitación. Abrir los ojos a la
experiencia diaria: ¡Dios se preocupa por mí: “Abres, Señor, tus manos
y nos sacias de favores”! Repasemos el final del Salmo: “No
estás lejos de aquellos que te buscan; muy cerca está el Señor de aquellos que
lo invocan”, y confiemos en la fuerza de su Gracia para actuar en
consonancia.
Celebramos
antier la festividad de San Ignacio de
Loyola, ejemplo de conversión, de confianza, de entrega, de búsqueda incesante,
de encuentro con Dios, en Cristo, en medio de dificultades, de rechazos, de
incomprensiones, y, juntamente, de firmeza, de constancia y de respuesta a ese
Amor del que nada ni nadie pudo separarlo, como tampoco podrá separarnos si nos
dejamos abrazar por él. Recibir, como Gracia, esa vivencia que nos hará capaces
de dar vida positiva, dinámica, comprometida a la pregunta: “¿Qué he hecho por
Cristo, que hago por Cristo, que debo hacer por Cristo?”, como bella
reciprocidad al amor que en Él se me, –nos-, ha manifestado.
No nos
quedaremos como los Apóstoles, indicándole a Jesús “que despida a la
gente para que vayan a los caseríos y compren algo de comer”, más bien,
llenándonos de la compasión de Jesús, -compasión que es sentir con el otro-,
aceptaremos que desde nuestra penuria, desde nuestra pequeñez, si las ponemos
en las manos de Aquel “que sacia de favores a todo viviente”, seremos
el puente para el milagro; en Él y con Él veremos que todo se multiplica y nos
convertiremos en auténticos puentes para que las personas, tantas que tienen
hambre y sed, encuentren en Jesús la posibilidad de saciar esa hambre y esa
sed.
Los
gestos de Jesús, antes de la multiplicación, nos recuerdan lo mismo que hizo
antes de entregársenos en la Eucaristía; en ella encontramos la comida y la
bebida gratuitas que nos darán fuerzas para emprender lo que a nuestros ojos
parecería imposible: darnos a los demás.